Array Array - Atlas de geografía humana
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—Es usted cruel…
No esperaba ese comentario, y concentré en su rostro toda mi atención. Ella me devolvió una mirada equilibrada, que situé sin embargo más cerca de la ironía que de cualquier motivo de censura y que, a pesar de eso, me propuse disipar lo antes posible.
—No, de verdad, no he querido darle esa impresión. Yo creo en la Verdad, con mayúscula, y creo en la Justicia y en el Progreso, con iniciales igual de grandes. Creo en la República, que le costó la vida a mis abuelos, y creo en el Futuro, por el que se la jugó el resto de mi familia, por eso es muy importante para mí que no me interprete mal… Ya sé que mi caso ha sido mucho más frecuente en la otra España, conozco mucha gente a la que se le cayó encima exactamente la otra mitad del mundo, adolescentes paralizados por el estupor que descubrieron de golpe que su padre iba de putas, por ejemplo, o que su madre bebía por las mañanas, y jamás lograron recuperar ni un ápice de su antiguo fervor de cruzados contemporáneos. Pero a mí no me ha pasado nada parecido, porque la fe de mis mayores aguanta el tirón, no lo dude. El mundo me da la razón todos los días, aunque mis ojos ya no puedan mirarlo con inocencia.
Vino aquella mañana con una camisa roja y el mejor aire de agitador que yo haya visto en mi vida, recordé… Él me convenció. Él, quinto hijo de un general de aviación y de la reina de las Fiestas de Navacerrada 1945, antiguo alumno destacado de los padres escolapios, «hijo de María» hasta los trece o los catorce años, seguidor y acompañante de un cura obrero que hacía su
apostolado en los suburbios, militante comunista después, líder estudiantil en Derecho y, casi desde entonces, amor de mi vida.
Nunca había oído a nadie hablar así, y eso que no me perdía una asamblea. La principal consigna de la organización a la que me afilié poco después de desembarcar en la universidad, todavía en primero —un diminuto grupúsculo de extrema izquierda que se acababa de escindir de un grupito sólo ligeramente más consistente, miembro a su vez de una federación de partidos marxistas–leninistas–revolucionarios cuyo principal argumento ideológico se resumía en enfrentarse al PCE, denunciando tanto sus turbios contactos con la burguesía liberal en el exilio como la repugnante infección revisionista a la que sucumbía por momentos su doctrina—, ordenaba precisamente eso, la asistencia masiva a todos los actos, asambleas, reuniones, conciertos o debates que pudieran celebrarse en cualquier lugar, con cualquier motivo, a cualquier hora y de cualquier manera. Éramos tan pocos, en Filosofía sólo diecinueve, que se nos tenía que ver como fuera. También se nos oía, pero aquella mañana, en el paraninfo de mi propia facultad, ante el mismo estrada desde el que estaba harta de escuchar a toda una generación de llorones de pana, barba y gafas de concha, idénticas sus voces sacerdotales, arrítmicas, pesadísimas, calcados unos de otros como torpes secuencias de un clon atroz del que también yo misma provenía, enmudecí escuchándole a él, a pesar de que era ya una alumna de segundo, con cierta experiencia y un prestigio de agitadora tan consolidado que mi ex novio y superior jerárquico, Teófilo Parera, alias Teo el gordo, había previsto reventar el acto según un método de mi propia creación. Cuando el orador principal aludiera por sexta vez a «la clase obrera», yo me levantaría de un brinco para increparle en voz alta y clara. «¡Eh! Tú, a ver… ¿A que no sabes cuánto cuesta una barra de pan?» Nunca lo sabían, y eso hacía un efecto horroroso, claro, porque mis dieciocho compañeros empezaban a chillar, todos a la vez, ¿cómo se atreven éstos a hablar en nombre del Pueblo?, ¡ qué escándalo!, ¿hasta cuándo toleraremos a tanto farsante?, y aquello ya no había quien lo levantara. Lo habíamos probado antes, siempre fuera de la universidad excepto una vez, en una asamblea de Físicas, y había funcionado muy bien. Yo me mantenía rigurosamente al tanto del precio del pan, de las patatas, y hasta de los huevos, por si el enemigo se me revolvía, aunque hasta entonces todos se habían quedado tan anonadados que ninguno fue capaz de reaccionar. Él, seguro, me habría fulminado, pero su presencia me estremeció de tal manera que me habría dejado morir, antes que atacarle.
Llevaba una camisa roja de manga larga, vaqueros, y unos zapatos enormes, de piel castaña, con cordones muy gordos, como las botas que suelen calzar los niños pequeños en mañanas de lluvia. Habló de pie, en el centro del estrado, renunciando al atril lateral tras el que solían refugiarse los demás, y no traía papeles, no sostenía un micrófono, nada entre las manos, ninguna trampa, ningún truco, sólo una voz magnética, certera, honda, y las palabras de siempre, Justicia, Progreso, Futuro, sonando a verdad, a la Verdad incontaminada, pura, que derriba castillos y levanta a los parias de la Tierra, sus puños se cerraban en el aire al borde de dos brazos tensos, poderosos, sinceros, y el flequillo oscuro, lacio, tachaba su frente como si pretendiera subrayar cada silaba, cada acento, cada frase, y yo temblaba por dentro al escucharle y no pensaba, vigilaba la sombra de su nuez, el nervio de las venas de su cuello, y sólo deseaba que siguiera hablando, que no se callase nunca, porque habría podido vivir de aquellas palabras, alimentarme de él, de su voz, de su ira, de sus gestos, hasta el día de mi muerte. Aquélla fue la primera, la única experiencia religiosa de mi vida. La jovencita recogida, silenciosa y humilde, que dudaba de todo al salir del paraninfo, aquella mañana, no tenía mucho que ver con la aprendiz de cínica, una chica chillona, ilimitadamente arrogante, que había entrado por la misma puerta un par de horas antes. Las huellas no se han borrado jamás.
—De hecho —proseguí, con la sonrisa boba, incontrolable, que se apodera de mi cara siempre que logro recuperar aquella mañana de grandes revelaciones—, si estuve a punto de salirme de cuadro fue, precisamente, por el otro lado. En la universidad me afilié a un grupo de extrema izquierda, una organización tan mínima, la verdad, que apenas nos atrevíamos a llamarla partido. Para mí era suficiente, sin embargo. Yo sólo quería apuntillar mi docilidad, demostrar que me desmarcaba del modelo paterno, instalarme en un terreno más limpio, más coherente, más puro.
Bueno, ya se lo puede imaginar, éramos peligrosísimos… —sonreí, y ella me siguió, y me propuse avanzar un poco más a través de aquella historia dorada y dulce, crujiente y luminosa, días que habitan en la esquina más feliz de mi memoria—. Entonces conocí a Martín, mi marido. Estábamos en las posiciones más opuestas, porque él era un pecero convencido, ¿sabe?, no uno de esos imbéciles que se consagraban ciegamente, atados de pies y manos, a la adoración perpetua del secretario general, pero sí un hombre firme, hasta muy crítico a veces, pero leal. En fin, ahora todo esto suena un poco a chiste, pero en aquella época, 1973, los matices eran importantes, no crea…
—¿Y usted? —me había quedado colgada del todo, y el sonido de su voz me sobresaltó. Tuve que meditar un par de segundos antes de dar con el sentido exacto de su pregunta.
—¿Yo? Bueno… Yo era una mala bestia —se echó a reír como si pretendiera ponerse a mi altura, igualar el tono alegre, festivo, que impregnaba mi voz por primera vez desde que hablaba para ella—. No, no se ría, por favor, se lo digo en serio… La verdad es que no encontré otra manera de destacar. Al principio me sentía bastante perdida, ¿sabe?, y aquella sensación era habitual para mí, pero de todas formas… Ninguno de mis compañeros del colegio hizo Filosofía. Yo no conocía a nadie, y por puro instinto me acerqué al grupo de las Juventudes Comunistas. Entonces, casi enseguida, descubrí en mí misma un recurso natural ilimitado que empecé a explotar inmediatamente. Mi apellido paterno y, más que eso, el nombre de la editorial, la tradición de mi familia, me hicieron muy popular. ¡Tiene un dibujo dedicado de Picasso en el salón de su casa!, cuchicheaban a mis espaldas. Yo les oía y apenas me lo podía creer, todo aquello me parecía una inmensa tontería pero, por una vez, la gente me miraba, me escuchaba, se comportaba como si necesitara mi opinión. Yo estaba encantada de que por fin alguien me hiciera caso, aunque no dispuesta, de ninguna manera, a convertirme en portavoz de la ortodoxia familiar, que por supuesto, y como es natural, me parecía caduca, herrumbrosa, inservible. En aquella época, la Historia, con mayúscula, ya sabe, ordenaba que todos los hijos se situaran a la izquierda de sus padres, y a mí no me quedaba mucho margen, así que no esperé más de un trimestre para convertirme en la activista más intransigente, más radical, más rigurosa y también más insoportable, supongo, de toda la facultad. Hasta que una mañana, en una asamblea, me enamoré de repente, sin remedio, de uno de los oradores, un delegado de Derecho con toda la pinta de ser hijo de una buena familia del Régimen, un líder natural, ¿sabe?, no un impostor, como yo, sino un gigante auténtico. Bueno, al menos, eso fue lo que me pareció. Y me quedé hecha polvo, de verdad, es que no se lo puede imaginar siquiera…
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