Array Array - Atlas de geografía humana
Здесь есть возможность читать онлайн «Array Array - Atlas de geografía humana» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на русском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Atlas de geografía humana
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Atlas de geografía humana: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Atlas de geografía humana»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Atlas de geografía humana — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Atlas de geografía humana», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Y sin embargo, incluso antes de la partida de Adelaida, empezamos a vernos muchísimo, todos los días, algunos hasta dos veces, porque podíamos comer juntos y quedar después, a la caída de la tarde, o por la noche, incluso sabiendo por anticipado que las circunstancias de aquel día concreto nos abocaban necesariamente a la castidad. A cambio, esos días se fueron haciendo cada vez más raros porque, cuando la llegada de Amanda, cuya proximidad ambos elegimos tácitamente eludir, nos echó de mi casa, no tardamos mucho en montar una infraestructura sumamente eficaz. Foro me dio un juego de llaves de su casa y me dijo que, si le avisaba por la mañana, podíamos ir allí siempre que quisiéramos, y cuando me agobiaba mucho la idea de recurrir a él más de dos días seguidos, buscaba el amparo de Marisa, que nunca me negó su propia casa por más que refunfuñara como una niña pequeña —no, si en la calle se está de puta madre, buah, no veas, cuarenta y dos grados, ideal para ir de paseo, ya te digo…— mientras buscaba el llavero dentro de su bolso. Javier disponía del piso de aquel amigo suyo que se había ido a vivir a Valencia, aunque lo compartía con otro profesor de la facultad y muchos días no estaba utilizable, y también me llevó algunas veces a casa de Felipe Villar, nuestro autor de los gráficos, que vivía solo, viajaba mucho y, con una generosidad difícil de olvidar, accedía inmediatamente a bajarse a la calle a tomar una cerveza que podía durar dos o tres horas, cada vez que hacíamos sonar su teléfono, así que estuvimos casi un mes saltando de casa ajena en casa ajena, igual que si nos hubiésemos mudado al tablero de un juego de mesa.
Para mí, por aquel entonces, meterme con Javier en una cama se había convertido ya en el fin primero y último de toda mi existencia, y esa certeza, la indesbancable conciencia de que nada era más justo, ni más sabio, ni más correcto que perseguir ese propósito a cualquier precio, me ayudaba
a digerir sin esfuerzo cualquier dosis de sordidez que pudiera llegar a interponerse en mi camino. Pero, tal vez porque aquello era tan importante para mí, lo que jamás conseguí fue proponer con naturalidad un plan concreto. Las llaves de Foro, las de Marisa, me quemaban en las manos mientras empezaba a dar rodeos, a empezar frases que no me atrevía a terminar nunca, bueno, si quieres…, le decía, a lo mejor, podríamos…, no sé, ¿qué te apetece…? Javier no era más directo que yo, aunque solía traerse una frase preparada pero, de todas formas, igual que habíamos aprendido a hablar con medias palabras, aprendimos muy pronto a vivir en los puntos suspensivos, y después, cuando volvía a mi propia casa y buscaba afanosamente una película en la televisión para poder fingir que su argumento me apasionaba y limitarme a aprobar con monosílabos los comentarios de Amanda, pensaba que tal vez era mejor así, porque nuestra historia se habría parecido mucho más a un lío convencional si hubiéramos optado por la comodidad de los hoteles o los apartamentos amueblados que se alquilan por semanas, en lugar de atarnos mutuamente a aquella trabajosa rotación de casas prestadas.
Meterme con Javier en una cama se había convertido en el único acto importante de mi vida, pero eso no tenía tanto que ver con el placer como con el sexo en sí mismo, con esa clase de intimidad que solamente el sexo puede ofrecer a dos personas que no viven juntas. Porque lo que ocurría en aquellas camas extrañas, de sábanas sorprendentemente ajenas, era verdad, y por eso nada podría cambiarlo, ni atacarlo, ni desmentirlo jamás. Incluso si las cosas hubieran sucedido después de otra manera, nunca habría podido olvidar aquel escalofrío, una alegría misteriosamente innata y general, el gozo irracional, de puro primario, que me colonizaba en un instante y por completo desde el primer centímetro de mi piel que entraba en contacto encima de una cama con la piel desnuda de aquel hombre de quien entonces no podía dudar, de quien entonces lo sabía todo, a quien entonces se lo debía todo, un hombre al que amaba ya como no había amado nada en toda mi vida, tanto que acabé encontrando una manera de decírselo.
Aquella noche me di cuenta de que, a pesar de todo, éramos ya una pareja, con los tics y los ritos, las obligaciones y los derechos, esa imprecisa comunidad de intereses que define a todas las parejas que llegan a serlo de verdad, al margen de su situación tácita o de un estatuto legal expreso, y aquel descubrimiento me regocijó extraordinariamente, aunque estuviera a punto de echar a perder la noche del 30 de julio, que a aquellas alturas me parecía ya la víspera de todo lo bueno. Habíamos ido al cine a media tarde porque yo tenía que volver a casa pronto para hacer mi equipaje, que viajaría sin mí en el coche de mi padre, y supervisar el de Amanda, que era capaz de llenar varios baúles con todas sus pertenencias si nadie la convencía de lo contrario, pero descartamos la posibilidad de coger un taxi en la Gran Vía porque, después de que la despiadada refrigeración de la sala nos hubiera hecho tiritar de frío en nuestras butacas, la temperatura de la calle, en ese preciso instante en que el calor se resigna ya a ceder, evaporándose pausadamente, como un humo invisible, era demasiado agradable como para no volver andando. Cuando pasábamos justo delante de la boca de metro de Callao, nos tropezamos literalmente con Juan Carlos Prat, un fotógrafo venezolano al que conocí cuando acababa de desembarcar en España y a quien le había encargado muchas cosas, entonces y después. Era un profesional estupendo, concienzudo y muy responsable, pero se sentía extrañamente obligado a agradecerme todos y cada uno de los reportajes que había hecho para mí cada vez que me veía, con una profusión de besos, caricias y abrazos que llegaba a resultarme agobiante, y aquella vez no fue distinto, porque nada más verme, me arrancó prácticamente del brazo de Javier para rodearme con los suyos. Lo que jamás pensé es que aquel gesto tuviera consecuencias, porque Mimosín Prat ;como solía llamarle Rosa, era un chico joven, alto, moreno y muy guapo, pero tenía una pluma tan aparatosamente exagerada que ninguno de los gestos del cariño que me profesaba podría llegar a alcanzar jamás, ni de lejos, la categoría de dudoso. Eso creía yo y, sin embargo, cuando me lo quité por fin de encima, Javier, que había asistido a nuestro encuentro en un silencio absoluto, echó a andar a mi lado sin mirarme, y su brazo derecho no quiso responder a mi brazo izquierdo cuando intentó volver a enroscarse a su alrededor.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Nada —me contestó, metiéndose las manos en los bolsillos.
Caminamos entre Callao y la Red de San Luis a una distancia casi prudente, como si no nos conociéramos de nada, él mirando a algún punto perdido al final de la cuesta, yo apostando conmigo misma a que estaba equivocada, advirtiéndome íntimamente que era imposible tener tanta suerte, repasando una y otra vez todo lo que había dicho y hecho desde que habíamos salido del cine para no encontrar ningún otro motivo posible para ese inexplicable cabreo que parecía crecerle por dentro con cada paso que daba, y al embocar Hortaleza se lo pregunté otra vez.
—¿Qué te pasa, Javier?
—Nada —y subrayó su afirmación con una mirada de impaciencia—. No me pasa nada.
La acera se hizo mucho más estrecha, y el río de gente que se dirigía hacia la Gran Vía en dirección contraria a la nuestra acabó por separarnos. Hicimos buena parte del trayecto en fila india, él delante, sin volverse a mirarme, y yo detrás, maravillándome de cuánto podía llegar a gustarme su nuca, hasta que llegamos a la esquina de Mejía Lequerica, a cuatro pasos de mi casa. No podía dejarle marchar así. Aprovechando la pausa forzosa de un semáforo en rojo, le aplasté contra la pared y, manteniéndolo sujeto con las dos manos, le miré a los ojos.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Atlas de geografía humana»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Atlas de geografía humana» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Atlas de geografía humana» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.