Array Array - Atlas de geografía humana
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—No llores, Ana… —me dijo—. Yo estoy muy enamorado de ti.
Ninguno de los dos habíamos pronunciado nunca hasta entonces las palabras prohibidas, amor, amante, enamorado, ambos nos habíamos mantenido dentro de los tácitos límites de una elegancia que se identificaba con el silencio, con la inconsciencia, con el desprecio de la realidad. Nos comportábamos como si ninguno de los dos supiera que él vivía con otra mujer, como si encontrarnos a las siete de la mañana para echar un polvo antes de ir a trabajar fuera lo más normal del mundo, como si quedar para comer a toda prisa en el centro un lunes o un miércoles y pasar después un fin de semana entero sin vernos no nos pareciera extraño, como si la Telefónica hubiera decretado que era imposible llamar desde su casa a la mía y sólo pudiéramos hablar, a veces horas enteras, por teléfono desde nuestros respectivos puestos de trabajo, como si encontráramos grandes
ventajas en la brevedad de sus apariciones por mi casa, cuando se buscaba media hora libre por la tarde o encontraba algún pretexto para no volver a la suya desde la facultad, a recoger a Adelaida, si tenían alguna cena de compromiso, los dos nos conformábamos con eso y no hablábamos, no preguntábamos, no nos quejábamos. Después, cuando me quedaba sola, yo contaba y recontaba los flecos de su vida que se me habían quedado entre los dedos, me cubría la cara con las manos para apurar el rastro de su olor, y me sentía incomprensiblemente rica, y poderosa, y afortunada, como si tampoco supiera que era posible aspirar a mucho más que eso.
Aunque modifiqué absolutamente mis hábitos, el ritmo y el horario de todos los días, para poder encajar mi vida en los huecos de la vida de Javier, nunca, durante aquella primavera encantada que duraría poco más de un mes, me sentí humillada, ni despreciada, ni sometida al vergonzoso doble juego que padecen las amantes de los hombres casados. Si no conocía sus planes de antemano, me iba directamente del trabajo a casa, y me sentaba al lado del teléfono para esperar, nunca en vano, una llamada apresurada desde una cabina que a veces se tragaba el dinero antes de tiempo. No salía a la calle jamás antes de hablar con él, aunque mis vestidos durmieran en la tintorería una noche más de la cuenta, aunque alguien me llamara para ir a ver la película que más me apetecía, aunque supiera que me iban a cerrar las tiendas y en mi nevera no hubiera nada que poder cenar, todo eso me daba igual, ayunar, velar, abstenerme de cualquier placer que no le incluyera, y habría seguido viviendo así toda mi vida, sacrificando el tiempo vano de las horas sin él a la aterradora conciencia de mí misma que sólo podía alcanzar ya cuando él me miraba, cuando él me tocaba, cuando él me hablaba y cada una de sus palabras se me clavaba en el corazón como un alfiler blando pero infinitamente afilado, capaz de revelarme con precisión su existencia. Habría seguido viviendo así hasta el día de mi muerte, pero la llegada del verano, aquel verano que se mostraría despiadadamente hostil y abrumadoramente magnánimo al mismo tiempo, desbarató de golpe el precario equilibrio de una felicidad difícil, como si el destino no se sintiera aún satisfecho de la dureza de los obstáculos que me había obligado a superar.
Lo peor fue que lo había olvidado completamente. Cuando Amanda llamó, hacia el 20 de junio, para anunciarme que le habían dado las vacaciones y volvería a Madrid en cuatro o cinco días, tuve que invocar a gritos una voluntad que parecía haberse disuelto en partículas inexistentes de puro mínimas, para afirmar que me apetecía muchísimo tenerla en casa otra vez y que no se podía imaginar cuánto la había echado de menos. Quizás no le dije ninguna mentira, pero tampoco dije exactamente la verdad, y cuando colgué el teléfono, tan exhausta como si hubiera tenido que mover una catedral entera con mis propias manos, me eché a llorar sin poder evitarlo, aunque sabía que eso sólo iba a servir para que me sintiera peor que nunca. A la mañana siguiente, más serena, o más conforme con el propósito de quitarme a mi hija de encima por muy infame que me pareciera hasta a mí misma, llamé a Félix para preguntarle cómo íbamos a organizar el verano. No había vuelto a cruzar una palabra con él desde el 18 de mayo, cuando le eché de casa, y no esperaba ninguna colaboración de su parte, así que no me sorprendió encontrar precisamente eso. Siempre nos habíamos repartido las vacaciones de Amanda cuando ella vivía conmigo, y el año anterior no había sido distinto, pero esta vez sí lo sería, él había vuelto a pasar con la niña todo el curso, eran ya dos años seguidos, la responsabilidad paterna había llegado a pesarle durante la última primavera, y me la cedía graciosamente el trimestre entero. Voy a estar muy ocupado, me dijo, he alquilado una casa en Cerdeña para pintar, pero antes de que acabara de describirme sus planes, yo había entendido ya de sobra su verdadero mensaje, ahora sé que puedo joderte y te voy a joder, así que le contesté que me encantaba la idea y que en septiembre hablaríamos. Unos días antes, Javier me había sugerido, en ese lenguaje de palabras a medias que los dos dominábamos ya como si fuera nuestra lengua materna, que quizás podríamos irnos alguna semana a alguna parte, en agosto. Justo después de hablar con Félix, le llamé a la facultad para comentarle, en el mismo tono que habría empleado para describir el espléndido aspecto del cielo que estaba contemplando a través de la ventana, que Amanda volvía a casa y que pasaría conmigo todo el verano. Aquella tarde estrenaba la jornada intensiva, y cuando salí de la editorial, a las tres, me lo encontré aparcado en doble fila delante de la
puerta, esperándome. Víctima de una debilidad en la que jamás habría creído posible reconocerme, sentí que me temblaban las piernas de miedo mientras me acercaba al coche, una sensación casi familiar porque por aquel entonces ya había empezado a soñar que me abandonaba, y con frecuencia me despertaba de madrugada para encontrarme sentada en la cama, sudando como un condenado a muerte, un ahorcado que reconoce el grosor de la soga que estrangula su cuello, un pez que acaba de percibir el filo del anzuelo clavado en su garganta, y así me sentí mientras besaba ligeramente sus labios, pero no me pareció disgustado, ni preocupado por la novedad que iba a complicarnos la vida sin duda, sino extrañamente aliviado, como si celebrara dejar de ser el único que ponía dificultades. Sin embargo, y por supuesto, no hablamos del tema. Nunca hablábamos de ningún tema que nos obligara a considerar la existencia de nadie aparte de nosotros dos.
Amanda volvió a Madrid el jueves de aquella semana, a las nueve de la noche, para poner fin al periodo más intenso y más breve de mi vida, cuatro días justos, desde aquel primer lunes de tarde libre hasta el momento en que me vestí para ir al aeropuerto a recogerla, una estación feroz, torrencial y desmesurada como los días de lluvia en el trópico, densa y dolorosa como el tiempo de quien cuenta los minutos que le quedan para marcharse, para cambiar, para perder lo que no habría querido perder nunca, fueron sólo cuatro días, pero si el planeta se hubiera detenido en su último instante, habrían valido por una vida entera, y así los viví yo desde que Javier metió el coche directamente en el aparcamiento subterráneo que está enfrente de mi casa sin dar ni siquiera una vuelta para ver si encontraba un sitio libre, y me arrastró temerariamente del brazo antes de darme tiempo para llegar al paso de cebra, pasando por alto el detalle de que ni él ni yo habíamos tenido tiempo para comer nada todavía, y empezó a quitarme la ropa en el ascensor como si yo no viviera en el cuarto piso, y se aplastó contra mí, aplastándome contra la puerta, hasta que tuve que pedirle una mínima tregua para acertar con la llave en la cerradura, y me llevó a la cama, y me tumbó encima, y se lanzó a mi lado, como si todos esos gestos formaran parte de un rito imprescindible e inexplicablemente amenazado, y nuestro deber no fuera otro que preservarlo a toda costa. Eso ocurrió. Estuvimos toda la tarde en la cama, sin separarnos nunca y hablando poco, mirándonos en silencio y abusando metódicamente el uno del otro como si alguien hubiera escrito en el techo un misterioso código de acción. Cuando se marchó, a la hora de la cena, me dolía físicamente su ausencia y me asustó mi ansiedad, la asombrosa incapacidad de mi cuerpo para saciarse de otro cuerpo del que había dispuesto por completo durante casi seis horas. Aquella noche volví a soñar que Javier me abandonaba, volví a morir de aquella muerte pequeña y ruin, volví a ahogarme en mi propio sudor de madrugada, pero me lo encontré de nuevo en la puerta de la editorial, al día siguiente, aparcado en doble fila, esperándome.
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