Array Array - Atlas de geografía humana
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Me fumé un cigarrillo hasta el filtro, y luego otro, y luego rebusqué en el bolso hasta dar con una caja de caramelos balsámicos, sin azúcar, y me metí uno en la boca, y lo reduje prácticamente a la mitad, empujándolo con la lengua contra el paladar, mientras me preguntaba qué iba a hacer después. La solución más sensata habría sido hacer caso a aquella mujer, levantarme y largarme de allí para siempre. La segunda opción de la sensatez habría consistido en pronunciar en voz alta el discurso que acababa de fabricar para mis adentros entre el sabor del tabaco y el del eucalipto. Sin embargo, elegí la posibilidad más insensata, porque odio no tener el control sobre una situación, no sé muy bien cómo actuar cuando eso ocurre, y por eso terminé respondiendo a su primera pregunta
como si no hubiera pasado nada después.
—Me llamo Francisca. Francisca María Antonia Antúnez, si quiere saberlo todo. No son nombres muy bonitos, desde luego, pero tampoco es una tragedia llamarse así, sobre todo porque cada uno de ellos significa algo. La abuela de mi padre se llamaba Francisca Merello de Antúnez, ¿le suena? —negó con la cabeza—, claro, seguramente usted no habrá estudiado nunca solfeo — repitió el mismo gesto para darme la razón—. Sin embargo, fue una mujer muy importante, una pedagoga musical de primera fila, profesora del Instituto–Escuela de Madrid, un colegio muy ligado al espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Tuvo cuatro hijos, todos varones, pero dejó muy claro que si hubiera tenido una niña se habría llamado Elisa, como la musa de Beethoven. Yo debería haberme llamado así, porque soy la primera hembra de tres generaciones de Antúnez, pero mi padre me puso Francisca en su honor. Lo de María fue idea de mi madre, una tontería, ella intentó siempre imponer ese nombre sobre los demás y nunca lo consiguió. Mi abuela, alumna primero, y después nuera de Francisca, se llamaba Antonia Valdecasas. Había nacido en Granada, vino a Madrid a estudiar. Era pintora, hija de un amigo de Ángel Ganivet, hermana de un diputado comunista. Tenía mucho talento y muy mala suerte. En la primavera de 1936, fue a visitar a sus padres y cayó enferma. Tifus. Cuando los nacionales fueron a buscar a su hermano, sólo la encontraron a ella, en la cama, con fiebre. No les importó mucho. La sacaron de allí, la montaron en un camión, y la fusilaron contra la tapia del cementerio. Tenía 34 años. Su marido pasó la guerra en Madrid, y al final, salió por Francia. Murió allí mismo, algunos meses después, en uno de esos espantosos campos de concentración donde los franceses encerraban a los refugiados republicanos españoles, como si todavía no hubieran tenido bastante. Nadie supo nunca cuál fue la causa exacta de su muerte. Mi padre tenía 17 años cuando lo vio por última vez, e intentó convencerle de que lo llevara consigo, pero él no se lo consintió, y lo dejó en Madrid con sus padres, mis bisabuelos Antúnez, todo lo progresistas que se quiera, pero tan cautos y discretos siempre que apenas perdieron algo más que la guerra. La familia de mi abuela Antonia, en cambio, lo tuvo muy mal, porque todo el mundo les conocía en aquella ciudad tan cruel, que de repente se había vuelto tan pequeña…
Cuando tenía catorce años, creí reconocer a mi ilustre bisabuela en una ilustración de un libro de texto, y me emocioné tanto que me temblaron las manos al pasar la página, pero resultó que aquella explosiva combinación de expresión adusta, casi masculina, y carnes incalculables, inequívocamente femeninas, que hundía la barbilla en su propia papada para levantar los ojos hacia el objetivo con una altivez casi teatral, era doña Emilia Pardo Bazán. Por lo demás, el mismo moño de pelo blanco, los mismos vestidos rígidos y entallados hasta la cintura, seda negra, brillante, lentes muy parecidos colgando de una cadena sobre la falda, y un libro entreabierto en las manos, aunque después de fijarme un poco tuve que admitir, no sin una punta de desaliento, que Francisca era bastante más fea de cara.
Sin haber sido tampoco exactamente una belleza, Antonia, en cambio, parece casi una actriz de cine mudo en las pocas fotos que he visto de ella. Morena, menuda, delicada, mira a la cámara con los ojos muy abiertos, improvisando un instante de desconcierto, siempre idéntico. Se atrevía a llevar el pelo suelto, una melena oscura, rizada, sujeta a la altura de las sienes con un arsenal de horquillas y peinas de colores, como las gitanas, y abusaba metódicamente de la bisutería. Las sortijas se agolpan en sus dedos de dos en dos, hasta tres a veces, en las fotos que captaron sus manos, y la piel de su escote, siempre descubierto, apenas asoma entre una maraña de collares de cuentas, con dijes y colgantes extraños, sudamericanos quizás, quizás africanos. Le gustaba que sus pezones se transparentaran por debajo de la blusa, y colgarse dos aros enormes de las orejas. Tal vez por eso, al contemplarla por primera vez, cualquier visitante culto —en casa de mi padre, los incultos nunca han pasado de la cocina— se sigue colgando invariablemente de la trabajada imagen de esa mujer enigmática que se casó con mi abuelo antes de cumplir veinte años, y sin dejar de mirarla, absorto en su poder todavía, murmura antes o después que era una típica intelectual de los años treinta. Me temo que yo también puedo ser interpretada como una típica mujer de mi tiempo
pero algunos arquetipos, como algunos colores, favorecen más que otros.
—Decidí acortar mi nombre en el colegio. Allí también se dieron cuenta de que era una abreviatura más frecuente entre los niños, pero no solamente no les molestó, sino que me alabaron por ello. A mis profesores no les importaba mucho que no supiéramos por dónde pasa el Danubio, pero valoraban la formación de una personalidad singular sobre todas las cosas, y el nombre que yo elegí garantizaba, en su opinión, que íbamos por buen camino. Si hubiera decidido llamarme Paquita, el libre ejercicio de mi voluntad se habría saldado con un par de suicidios… —hice una pausa antes de emprender el obligado, detestable prólogo de los hechos de mi vida—. La verdad es que no provengo de una familia muy corriente en ningún aspecto, ¿sabe?, pero recibí una educación especialmente escogida, la más extravagante que era posible dar en Madrid a una niña nacida en 1955. Me eduqué en un colegio de monjas laicas. Ahora, cada vez que una nueva conquista de lo políticamente correcto hace sonar las alarmas, me descojono de risa, porque yo mamé el programa completo cuando no había nada más incorrecto sobre la faz de la Tierra. El clero siempre es clero, de derechas o de izquierdas, católico o ateo, tradicional o alternativo, lo mismo da, es clero, riguroso, dogmático, inflexible, ciego, y sordo, y mudo, despiadado, de puro indiferente, ante cualquier realidad que no convenga a su fe. El mundo era clasista, pero mi educación no lo contemplaba. Las calles estaban llenas de fascistas, sexistas, racistas, asesinos y, en general, hijos de puta de todos los pelajes, pero mi educación era expresamente no competitiva, y nos puntuaban sobre doce para que fuera más difícil suspender. Sólo teníamos prohibidos los cuentos de hadas. Al matricular a cualquier niño de párvulos, se informaba a sus padres de que, según el criterio del equipo docente, esas historias empapadas en sangre por herida de arma blanca transmitían una turbia violencia de connotaciones sexuales que resultaba muy perjudicial, fíjese, todavía puedo recitarlo de memoria. No se puede usted imaginar el coñazo de cuentos que leíamos en clase, la locomotora solidaria, el cirujano responsable, el árbol que se hizo amigo de un caracol, el fusil que se negaba a disparar… Cada protagonista blanco tenía un amigo negro, o chino, y el sexo de los protagonistas estaba rigurosamente equilibrado, el mismo número de niños que de niñas. Cuando aparecía una mujer mayor, era ingeniera, o directora de orquesta. Los hombres, en cambio, lavaban los platos y no sabían conducir. Para realidad virtual, aquello. Todo mentira. Y nuestros días parecían sacados de alguno de aquellos cuentos. En cada curso teníamos algún compañero marginal, ¿sabe?, gitano, o hijo de alcohólicos, o sencillamente pobre, que hacía de florero, pero nuestros padres pagaban un pastón todos los meses, porque naturalmente, el Estado franquista no subvencionaba al enemigo. ¿Le molesta que fume?
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