Array Array - Los aires dificiles

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Durante más de un año, apuró la bendición del tiempo limitando su actividad cotidiana a unas pocas e imprescindibles tareas. Leía mucho, dormía mucho, pasaba horas enteras haciendo el vago, tirada sobre la cama, o paseando por la casa, husmeando en los armarios, abriendo los cajones, reconociendo cada uno de aquellos viejos y familiares objetos que volvían a llamarla otra vez, después de tantos años. Su vida social, que nunca, salvo en los buenos tiempos de su historia con Vicente, había sido intensa, se veía ahora reducida al mínimo. Con la excepción de las amigas de toda la vida de su madrina, doña Loreto, doña Paloma, doña Margarita, que le hicieron enseguida un sitio en sus partidas de continental, cada vez más espaciadas por los achaques de una u otra jugadora, Sara no trataba a nadie, fuera del servicio de la casa y de Amparito, la otra ahijada de doña Sara, que venía todos los miércoles a comer y con la que siempre se había llevado tan mal como su propia madrina. La verdad es que no tenía gran cosa que hacer, y por eso, por llenar su tiempo libre con alguna tarea útil, cuando se cansó de descansar fue asumiendo poco a poco responsabilidades que en principio no le correspondían. Doña Sara, que nunca se había ocupado de administrar sus propios bienes, la única misión propia de la condición del cabeza de familia que su marido pudo seguir ejerciendo hasta el final, le agradeció en el alma la generosidad de unas iniciativas que la liberaron paulatinamente de la indeseable obligación de ocuparse de su dinero, aquel asunto tan desagradable. El primer episodio de aquel nuevo proceso tuvo lugar una tarde de enero de 1987. Tras contemplar la instantánea sombra de desolación que se había apoderado del rostro de su madrina al recoger de manos de una doncella la carpeta que acababa de subir el portero, Sara se ofreció a revisar por ella el

balance y el presupuesto de la comunidad de propietarios de la casa.

Doña Sara le pediría aquella misma noche, y como un favor muy especial, que

hiciera lo mismo con la documentación de otros edificios en los que tenía

propiedades y ella aceptó sin ningún esfuerzo, porque siempre le habían

entretenido los números y estaba muy acostumbrada a esa clase de trabajos.

Cuando terminó, y mientras hacía un resumen sencillo del estado de cuentas de la

comunidad de cada inmueble, la anciana levantó una mano en el aire, como

pidiendo tiempo.

—¡Qué maravilla, hija, qué cabeza tienes!

—A la fuerza, mami –Sara sonrió–. Llevo más de veinte años trabajando como

contable.

—Pues, desde luego, ya me vendría bien a mí un poco de tu ciencia… Es que me

pongo mala sólo de pensar en perder una tarde entera con todo este follón, y

total para nada, para que todo el mundo se líe a discutir por dos duros y acaben

peleándose, y hasta insultándose como si se hubieran vuelto locos de repente. El

vecino de abajo, el general, por ejemplo.

Con esa pinta de señor que tiene, ¿no?, bueno, pues tendrías que verle. A la

mínima se pone a chillar como una mala bestia, y por mil pesetas, no creas, es

que es increíble, vamos. La de tardes que me ha amargado a mí el animal ése.

Porque Antonio se ocupaba de todo, ya lo sabes, pero como no podía moverse,

pues no me quedaba más remedio que ir a mí. ¡Qué horror!

Si tú supieras la de cosas que he visto yo aquí, en esta casa… Y todo por dinero,

hay que ver, qué asco, qué cochinada de dinero, siempre igual. Es un tema que

me pone enferma. Por eso se me ha ocurrido que, en fin… –y en ese instante se

encogió, bajó el volumen de su voz y se dobló sobre sí misma hasta parecer una

niña pequeña y asustada, como solía hacer últimamente cada vez que tenía que

pedirle un favor a su ahijada–.

Si pudieras ir tú… Ya sé que me vas a decir que es una lata, lo sé, todo el mundo

lo sabe, que estas reuniones son pesadísimas, horrorosas, pero es que yo me

pierdo y…

—Bueno –Sara la interrumpió antes de que se pusiera colorada–.

Si lo prefieres, puedo ir yo. No me importa nada, en serio. Todo esto es muy

sencillo y estoy muy acostumbrada a hablar de números.

Además, tiene que estar prevista la posibilidad de que delegues en alguien. A ver,

déjame mirar…

Sí, aquí está. Rellenamos este volante, tú lo firmas, y yo te represento. De verdad

que no me importa.

Doña Sara, que ya tenía la boca abierta para seguir hablando, la cerró sin decir

nada, renunció a la incipiente sonrisa de satisfacción que había llegado a iluminar

por un instante su cara, y se revolvió en la butaca como si de repente estuviera

incómoda. Sara, que entendió enseguida lo que la pasaba, se acercó a ella, la

cogió de la mano y la agitó suavemente, hasta que logró que la mirara.

—¿Quieres que firme yo?

—¿Podrías hacerlo?

—Claro –Sara, súbitamente enternecida por aquel angustioso acceso de vergüenza, afirmó con la cabeza para dar más énfasis a su afirmación–. Déjame tu DNI, o el pasaporte, cualquier documento con tu firma. No me saldrá igual de bien pero, total, una reunión de propietarios no es una escritura pública, no va a andar ningún notario de por medio, así que da lo mismo.

Acabarían andando notarios de por medio. El incremento anual de las cuotas de cada comunidad llevó a Sara a interesarse por la situación de las sociedades que doña Sara, al quedarse viuda, había puesto junto con el resto de su patrimonio en manos de un yerno de su amiga Loreto, quien acababa de cometer el imperdonable pecado de abandonar a su mujer por una de las secretarias de la gestoría. Sara nunca se había llevado bien con él.

Cuando se reunieron para firmar su contrato laboral, porque desde el primer momento ella había incluido en sus condiciones la existencia de un documento que le garantizara el pago de sus cuotas de la Seguridad Social, el derecho a percibir catorce pagas al año, y una revisión anual y una antigüedad determinadas, él la miró desde tan arriba como pudo para decirle que, en su opinión, se estaba pasando. —Ya está bien, ¿no, guapa?

Doscientas treinta mil pesetas al mes. Yo creo que es demasiado como para que encima vengas con exigencias.

Sara se tomó su tiempo antes de replicar. Era muy consciente de que se estaba pasando, porque para fijar su sueldo había duplicado exactamente la cantidad que ganaba en el hipermercado. Pero también era consciente de que aquel facha de mierda, que se peinaba con gomina y se ajustaba la corbata con un pasador de oro esmaltado con los colores de la bandera nacional –su bandera nacional, no la de Sara–, era un simple asalariado, igual que ella, y no estaba dispuesta a que le hablara en aquel tono.

—Me traen sin cuidado tus opiniones, Santi. Nadie te paga por opinar, ¿sabes? De modo que, en lo que a mí respecta, de ahora en adelante, me haces el favor de tragártelas. El dinero no es tuyo, que yo sepa. Así que calladito estás mejor. No se caían bien, y sin embargo Sara llegó a tenerle lástima mientras escuchaba a su ex suegra despellejarle sin piedad entre las dos escaleras y los tres tríos, aireando todos sus trapos sucios, desde su ineptitud sexual hasta la mediocridad de sus aptitudes profesionales. En ese último punto, ella estaba de acuerdo, pese a todo. Antes de que las circunstancias de su separación la indujeran a mantener un silencio compasivo sobre sus hallazgos, le había comentado alguna vez a doña Sara que su administrador parecía incapaz de retener en la memoria una idea general del estado de todos sus bienes y que, tal vez por eso, sus libros no estaban al día. A ella no le preocupaba mucho aquel tema, pero Sara se había acostumbrado a llamar a Santi por teléfono para recordarle cada cita del calendario fiscal de su madrina y, de vez en cuando, discutía con él los puntos en los que no estaba de acuerdo con su criterio. En junio, mientras terminaba de rellenar su propia declaración sobre la renta sin hacer mucho caso a la conversación de las ancianas que tomaban café en el mismo salón, llevaba meses

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