– Sí, bueno, será mejor que te subas al autobús del amor, Gianluca, puesto que ellos vivirán contigo.
– Lo sé -dice sonriendo.
– Supongo que el amor encuentra víctimas propicias sin importar dónde ni cuándo. Es como todo en la vida, de verdad, incluyendo la enfermedad. Es un juego limpio.
– ¿Por qué eres tan…?
– ¿Sarcástica? Es una coraza que cubre otra coraza.
– ¿Por qué apartas el amor como si lo pudieras encontrar todos los días?
– Creí que hablábamos de mi abuela.
– Habla conmigo. Te doy miedo. No soy con lo que has soñado.
– ¿Cómo sabes con qué sueño?
– Es muy sencillo. No tienes tiempo para el cocinero, aunque le amas. O quizá crees que le amas, así que te sientes obligada. La mujer que eres, la mujer apasionada, emerge cuando estás trabajando. Luego, te quedas tranquila. ¿Con los hombres? No. ¿Con el cuero? Muchísimo.
– Te equivocas. Trataría bien al hombre que me tratase bien como mujer y como zapatera, pero los hombres, al menos los que yo conozco, dirían que está bien que una mujer se dedique a su carrera, pero lo que quieren decir es: que no se dedique tanto que no pueda pasar tiempo conmigo. Yo puedo tener mi gran vida, pero debe acomodarse a la gran vida de él, como el pañuelo perfecto en los bolsillos del pecho. Eso conduce al sacrificio (por usar una palabra católica y para ser exactos). Los hombres quieren, necesitan, la rendición absoluta.
Gianluca se ríe y dice:
– ¿Sabes lo que necesitan los hombres?
– No te burles de mí.
– Si sabes lo que necesita un hombre, ¿por qué no se lo das y consigues tu propia felicidad?
Miro hacia el río. Y luego, mi momento de transformación personal retrocede como las luces de la cubierta del taxi acuático del río Hudson en su ronda nocturna. liega la iluminación lenta y certeramente. Primero, en la lejana distancia, luces débiles que titilan sobre las turbias olas; luego, conforme se acerca a la orilla del lado de Manhattan, se convierten en luces dirigidas por un reflector que guía a la barca hacia el puerto con brillante e impecable luz. Con esa clase de luz que no ayuda pero que revela la verdad con todos sus detalles. De pronto me veo a mí misma lisa y llanamente.
– Querido Gianluca… -empiezo. Parece sorprendido de que me dirija a él con cariño-. Roman Falconi necesita una esposa que esté en la caja registradora del Ca' d'Oro, como su madre apoyó a su padre en el restaurante de ambos. Tú necesitas una amiga, una mujer que pueda dejarlo todo e ir a sentarse contigo cerca del lago…, aquél con las grullas.
– El lago Argento.
– Exacto, exacto. Una mujer que pueda sentarse contigo en esta etapa de tu vida y estar ahí. Quieres paz, tranquilidad y naturaleza. Quieres algo fácil.
– Ahora me estás psicoanalizando.
– Gianluca, es la verdad. Escúchame, me siento indiscutiblemente atraída por ti y esa atracción me cogió por sorpresa, pero cuando te conocí tenía novio. Si te soy franca, no eres mi tipo. Eres, no obstante, guapo, tienes unas manos hermosas y, lo más sexy de todo, eres un buen padre. Pero no soy la chica indicada para ti. Ahora mismo, no soy la chica indicada para nadie. De hecho, en este momento prefiero el arte. Prefiero la alegría que proporciona crear algo con el trabajo de mis propias manos.
– No tienes que elegir entre una cosa o la otra. Puedes tener el amor y el trabajo juntos.
– ¡Pero no puedo! Lo he intentado. He pasado el último año tratando de estar ahí para Roman. No puedo pasar uno más tratando de estar para ti. Todos terminan decepcionados, tristes e insatisfechos…
– ¿Eso es lo que crees? -dice, y niega con la cabeza.
– Eso es lo que sé.
Gianluca mira hacia el río Hudson, como yo he hecho tantas veces. Observa un plano canal gris, mientras yo admiro un río que conecta con el ancho mar, un universo de posibilidades. Puedo decir que a él no le interesa para nada mi río.
Después de un rato dice:
– Tu ciudad… es muy ruidosa.
Se dirige hacia la puerta y oigo cómo se cierra lentamente mientras él baja por las escaleras hacia el interior de la casa. Me doy media vuelta hacia el río, que nunca me ha decepcionado. Es mi constante, mi misa. Me apoyo sobre la barandilla y miro de arriba abajo la West Side Highway, que en el crepúsculo parece un rollo desplegado de seda violeta de la India perforada por diminutos espejos. Amo este río y esta ciudad, son mi hogar. Sí, es ruidosa, pero es mía…, y así es como me gusta.
La mesa del Día de Acción de Gracias de la abuela tiene una bandada de gansos de papel hechos por sus bisnietos en el centro. Enciendo las velas anaranjadas del candelabro debajo de la araña de luces. Gabriel ayuda a mis hermanas a traer los platos de la cocina a la mesa. Le doy un abrazo rápido a Gabriel y le digo:
– Gracias por venir.
– El gusto es mío. Necesitaba una razón para preparar mis arándanos y tu invitación me ha dado la excusa perfecta.
– ¿Viene Roman? -pregunta mi madre.
– Manda una tarta de frutas -digo. Siempre me hizo gracia que complaciera así a su novia, la zapatera, la zapatera remendona-. Tenía que trabajar -miento.
En vez de convertir esta fiesta en un análisis de mi separación con Roman, he decidido ser tan ambigua con el tema como lo ha sido mi madre al hablar de su edad todos estos años. Cuando la abuela salió del hospital, Roman y yo acordamos darnos un tiempo, pero entre completar los pedidos de la tienda y cuidar a la abuela, no lo cuidé a él. Decidimos romper.
– Nadie trabaja con más ahínco que Roman -suspira mamá.
Tess me pasa un picador de hielo para llenar las copas en la mesa. Me sigue con los recipientes de salsa.
– ¿No piensas decirle a mamá lo de Roman? -me pregunta en voz baja.
– No.
– Ella sentía curiosidad por Gianluca, ya sabes.
– No hay nada que contar.
Evito mirar a Tess, que sabe la historia completa: la luna sobre Capri, los besos, la gruta. En su mente eso es un montón de nada.
– ¡Hay mucho que contar! Te enamoraste de Roman y luego la luz te golpeo de nuevo en Italia, con Gianluca. ¡Dos hombres extraordinarios un mismo año! Es un cuento de hadas. Eres la Cenicienta, todo hay que decirlo, con dos príncipes -suelta Tess mientras alinea las servilletas de tela cerca de los platos.
– Ah, sí, excepto cuando me probé los zapatos de muestra, que eran del treinta y nueve y yo calzo el cuarenta y dos.
– Demasiado apretados -dice Tess.
– ¡Estoy cansada! Pero seamos realistas, soy una Cenicienta que se hará sus propios zapatos.
La familia se reúne alrededor de la mesa. Mi padre se sien-ta en la cabecera y la abuela en el otro extremo. El levanta su copa y dice:
– Primero, demos gracias por la buena salud de nuestra familia y, en especial, por la recuperación de la abuela después de la caída. Y luego, ya que estamos en eso, demos gracias a Dios por la nueva Teodora, el bebé T. -Jaclyn mece su bebé entre los brazos-. Y también, Señor, por las sorpresas que guarda la vida. El compromiso de la abuela me viene a la mente y ¿por qué no? Fue impactante. Gabriel, es bueno verte…
Como sucede con muchas de las oraciones de mi padre, ésta tampoco tiene un verdadero final, así que nos miramos y animosamente hacemos la señal de la cruz para poder servir la comida.
– Quiero que todos vean esto -dice Tess, y muestra un ejemplar de la revista In Style -. Estoy tan orgullosa de ti. -Tess hace circular una fotografía lustrosa de Anna Christina, la estrella de Lucia, Lucia, que lleva un par de zapatos Ángel, con piel de cabritilla color coral y con los adornos del ala del ángel de oro. Le mandé a Debra McGuire un par a California y me pidió cinco pares más, uno de los cuales terminó en los pies de esta estrella cinematográfica emergente.
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