Adriana Trigiani - Valentine, Valentine
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– ¿Ahora qué?
– No lo sé -se ríe, nerviosa-, es como si hubiera comido mucho azúcar y estuviera en una atracción del parque de Six Flags. Por dentro no me estoy riendo. Lo juro -vuelve a reír-, ja, ja, ja.
– Yo nunca tuve esos cambios de humor cuando estuve embarazada -dice Tess.
– ¿Bromeas? Eras como Glenn Cióse con permanente. Te escondías en los armarios, leías mis correos electrónicos. Jurabas que tenía una aventura -dice Charlie.
– No lo recuerdo -insiste Tess-. Pero ¿el parto? Esa es otra historia. -Tess corta un trozo de pan en dos y le pone mantequilla-. Dicen que lo olvidas, pero no.
– Tess, me estás asustando -dice Jaclyn. Tom le da una palmada en la mano.
Roman me mira y arquea las cejas. Se pone de pie, coge la fuente de los raviolis y va sirviendo alrededor de la mesa. Advierto que está a punto de estallar. Entre el escozor de la ingle de mi padre, las quejas de Tess y Charlie y el lloriqueo de Jaclyn, ésta no es precisamente la clase de conversación ligera que va bien con unos raviolis hechos a mano. ¿Qué le pasa a mi familia? Parecen casi molestos de estar aquí, como si ir a un restaurante de moda en Manhattan fuera un sacrificio extremo. Además de su hosco ánimo, parecen olvidar la cantidad de trabajo que Roman ha puesto en esta comida para ellos.
Intento enmendar la situación y digo:
– Roman, los raviolis están para chuparse los dedos.
– Gracias. -Roman toma asiento.
¿Por qué no están elogiando su comida? Doy un puntapié a Tess por debajo de la mesa.
– ¡Ay! -exclama ella.
– Perdona -digo yo, mirándola, pero ella no coge la indirecta.
Cuando Tess salía con Charlie, me desviví por hacer que se sintiera aceptado. Escuché las monótonas disquisiciones de Charlie sobre cómo instalar sistemas de seguridad en el hogar hasta que los ojos me dieron vueltas en la cabeza, como aceitunas de Martini. Cuando Jaclyn empezó a salir seriamente con Tom, ella nos advirtió de que era «tímido», para que nos asegurásemos de incluirle en todas las conversaciones. Finalmente, él nos dijo a Tess y a mí que nos apartáramos, que no era necesario que lo incluyéramos en nuestras conversaciones aburridas, que ya tenía suficientes en el trabajo. Fracasamos con Pamela, pero no fue por falta de ganas; ella simplemente no comparte aficiones con nosotros, como comer, así que siempre ha sido difícil encontrar un espacio común. Cuando Alfred salía con ella, nos comportamos de la mejor manera, pero cuando se casaron era ya demasiado trabajo.
En este momento, mientras echo un vistazo a la mesa, descubro que la reciprocidad para las actitudes amables que he tenido hacia mis hermanas y mi hermano cuando trajeron a alguien nuevo a la familia se ha ido al garete. Parece que están demasiado hartos, desmotivados y viejos para ponerle buena cara a Roman. Él recibe de mi familia el tratamiento de coche de segunda mano, cuando al resto de los cuñados se los trató como Cadillacs. Está casi aceptado que Lagraciosa no es una jugadora seria en el romance, así que ¿para qué molestarse? Por qué usar la vajilla buena con Roman, de todos modos no andará mucho por aquí. Pero se equivocan. Son mi familia, deberían estar de mi lado y, ojalá, apoyar mi felicidad. Es obvio que esta noche eso les importa poco. Están aquí, en uno de los restaurantes preseleccionados por la New York Magazine para ser el mejor establecimiento italiano, como si comieran un grasiento perrito caliente envuelto en papel de cera, frente al estadio de los Yankees. ¿No se dan cuenta de que esto es especial? ¿Que él es especial?
– ¿No diréis al chef lo que pensáis? -digo tan alto que incluso Roman se sobresalta. La familia suelta una maraña de «mmmm», «qué bueno», «estupendo», todos a una, que suena fingida.
Y luego Alfred dice:
– ¿Quién paga el viaje a Italia?
– Nosotras.
– Más deuda -dice, y se encoge de hombros.
– Necesitamos cuero para hacer los zapatos -le suelto.
– Lo que necesitáis es cambiar de planes y vender el edificio -dice-. Abuela, accedí a venir esta noche con la esperanza de que quizá podría explicarle a Scott tus planes.
Ahora estoy de verdad furiosa. Se suponía que esta cena sería una tarde encantadora para conocer a mi novio y ahora se ha convertido en la noche de planificación de la compañía de zapatos Angelini.
– ¿Podríamos hablar de esto en otro momento?
– Tengo una respuesta para Alfred -dice la abuela con tranquilidad.
Alfred sonríe por primera vez en la tarde.
– He estado haciendo averiguaciones -empieza la abuela-. He tenido una larga charla con Richard Kirshenbaum. ¿Te acuerdas de él? -le pregunta a mi madre-. Dirigía la imprenta del West Side Highway, de la que él y su esposa eran propietarios.
– A ella la recuerdo muy bien, Dana, una morena despampanante, con un sorprendente sentido de la moda. ¿Cómo está? -pregunta mi madre.
– Jubilada -dice la abuela con aire inexpresivo-. Bueno, pues le conté a él lo de la oferta y me aconsejó esperar. Dijo que la oferta de Scott Hatcher no era suficiente.
– ¿No es suficiente? -dice Alfred, mientras pone las manos sobre la mesa.
– Eso dijo -la abuela coge su tenedor-, pero podemos hablar acerca de los detalles en otra ocasión.
– ¿Sabes qué, abuela? No tenemos que hacerlo. Puedo ver que Valentine y sus ideas descabelladas te han afectado y que no piensas con lucidez.
– Estoy muy lúcida -asegura la abuela.
– No, sólo estás haciendo tiempo.
– Primero, Alfred, si pudiera hacer tiempo, ya lo hubiera hecho. Es lo único de lo que no tengo suficiente. Aunque ninguno de vosotros lo entendáis, porque no habéis llegado a los ochenta.
– Excepto yo -dice mi padre, agitando su servilleta en señal de rendición antes de añadir-: ¿el tiempo? Es como un maldito gong que suena en mi cabeza en plena noche. Y luego me da el sudor frío de la muerte. Creedme, estoy oyendo el llamamiento a las armas.
– Muy bien, Dutch, tienes razón. Estás exento, lo entiendes por tu problema de salud…
– ¡Por supuesto que sí!
– … eso hace que tengas empatía con la vejez, pero los demás son demasiado jóvenes para comprender.
– ¿Esto que tiene que ver con el edificio? -pregunta mi hermano impaciente.
– Nadie me va a obligar a hacer nada y siento que me estás presionando, Alfred.
– Quiero lo mejor para ti.
– Me estás metiendo prisa. Y en lo que concierne al señor Hatcher, él mira por sus intereses, no por los míos.
– Es una oferta en metálico, abuela, y él compraría el edificio tal como está.
– Y tal como está, hoy, no lo voy a vender.
– Vale, muy bien -dice Alfred, colocando su servilleta junto al plato. Se pone de pie y se dirige a la puerta. Roman niega con la cabeza, no puede creer la falta de buenos modales de mi hermano.
– ¡Cariño! -le grita mi madre.
Alfred sale por la puerta. Mi madre va tras él. Papá me mira y dice:
– Mira lo que has empezado.
– ¿Yo? -Miro a Roman, pero se ha ido-. Ahora la cena está arruinada, espero que os sintáis felices -digo mientras tiro al suelo mi servilleta-. Ya hay algo por que llorar. -Miro a Jaclyn, que de repente no puede producir una lágrima.
Voy a la cocina, donde Roman está cortando el lomo de cerdo y colocándolo en un plato. Le digo:
– Lo siento.
– No pasa nada, de hecho, en mi familia es peor. Cuando no se están quejando, están conspirando -dice Roman. Deja el cuchillo y se limpia las manos con un paño de cocina, rodea la mesa de cortar y me abraza-. Déjalo estar.
Finjo, por consideración a él, que puedo. No obstante sé, por haber visto su expresión y su abrupta salida hacia la cocina, que mi familia se está convirtiendo en una causa potencial de ruptura para nuestra relación. Roman se fue de Chicago porque en su propia familia existía una rivalidad similar, ¿por qué debería soportarla si proviene de mi familia? ¿Por qué un hombre entraría en esta clase de sinsentido, aunque le fuese dolorosamente familiar?
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