Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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Los italoamericanos reverenciamos tanto a Louis Prima que nos casan y nos entierran con su música. Jaclyn, Tess y Alfred bailaron la versión de Oh, Mane de Louis en sus bodas y enterramos al abuelo con la versión de Keely de I Wish Tou Love. Prima es el número uno tanto para los Roncalli como para los Angelini.

Reviso el estado de mi pintalabios en el taxi de camino al café Carlyle, el diamante Krupp de los cabarets. Cuando una chica del Village cruza la calle Catorce y se dirige hacia el norte, más le vale tener la elegancia del Upper East Side. También quiero estar bien para Roman, que no me ha visto vestida de etiqueta desde nuestra primera cita. ¿Cómo puedo verme glamurosa cuando llego corriendo a la cocina de su restaurante para ayudarle a hacer pasta a mano o a abrir almejas para la sopa? Esta noche tendrá la mejor versión de su novia.

Llevó un vestido azul medianoche con botones delante y un cinturón ancho con adornos que pertenecía a mi madre. Le eché el ojo hace años, y este verano tuve la suerte de que hiciera limpieza en su armario. Hay una fotografía de mamá con este traje, me lleva en brazos el día de mi bautizo, el otoño de 1975. Tiene el largo cabello recogido con una cinta, atada de forma que le abastece de escalonados rizos hasta la cintura. Era una especie de Ann-Margret católica, con un pie en la sacristía y el otro en el Strip de las Vegas.

El vestido me queda más corto a mí, así que lo llevo con pantalones. Mi madre lo usaba como vestido, sólo con medias L'Eggs, esto lo sé porque solíamos coleccionar los huevos de plástico que venían con sus medias y jugar a la granja.

Tess, Jaclyn y yo aceptamos con gusto la ropa de segunda mano de mamá, porque sabemos cuánto la valoró la primera vez. Tess se quedó con varias chaquetas ceñidas de St. John, de los años ochenta, adecuadas para las reuniones de la asociación de padres de familia. Yo opté por los abrigos y los vestidos que se había mandado hacer para las ocasiones especiales. Jaclyn, con sus diminutos pies, heredó la colección de sandalias de plataforma Candy, en todas las variantes de piel de pitón falsa, que se vendían durante la presidencia de Cárter. Sí, existe la piel de serpiente color mandarina. Mi madre opina que uno sabe que ha tenido experiencias en la vida cuando posee cualquier variación posible de tacón en su colección de zapatos. Ella todavía conserva las sandalias Famolare Get There con la suela ondulada. Mi madre nunca necesitó las drogas psicodélicas de su época, tan sólo se ponía esas sandalias y se balanceaba.

Cuando el taxi sale de Madison para entrar en la calle Sesenta y Seis veo a Gabriel frente a la entrada del hotel hablando por teléfono. Pago al conductor y bajo del coche. Gabriel cierra el móvil.

– Tenéis la mejor mesa -dice él.

– Estupendo, ¿ya ha llegado la abuela?

– Sí, ya está aquí. Va por su segundo whisky con soda. Espero que el espectáculo comience pronto, si no habrá otro espectáculo y no el que pagamos por ver.

– ¿La abuela está achispada?

– June está peor, la mujer no lo puede evitar. Evidentemente, sus piernas están hechas de esponja. Y tu tía Feen parece colocada, ¿qué le pasa? ¿Toma algún medicamento, algún ansiolítico? Hazme un favor, revisa su botiquín.

Gabriel me indica que lo siga hacia el interior.

– ¿Roman está en camino? Odio a la gente que llega tarde.

– Sí.

– ¿Ya os habéis acostado?

– No -digo, y me aprieto el cinturón con fuerza. Está noche quizá sea la noche, pero no tengo por qué decírselo a Gabriel.

– Me aburres. Pero ¿a qué estáis esperando?

– Quiero pasar más tiempo con él antes de llevarlo a mi Magical Mistery Tour. Nuestra relación avanza maravillosamente, gracias.

– ¿Quién dijo algo sobre la relación? Estoy hablando de sexo.

– Sabes que para mí son como la leche y el café.

– Adelante, mantén altos tus estándares y disfrútalos sola. Sígueme, cariño.

Atravesamos el vestíbulo del hotel Carlyle. Los espejos art decó evocan una época sofisticada, un período de coches descapotables, bares clandestinos, ginebra y guantes de satén que llegaban hasta los codos. Las lámparas de araña deslumbran como si fueran pitilleras abiertas, fulgores de plata y oro que resplandecen en lo alto. Cada uno de los detalles reluce: los pomos dorados, las bisagras, incluso los clientes brillan. Los suelos de mármol pulido parecen láminas de hielo: mármol plateado en el centro y escuetos bordes de granito negro alrededor.

Gabriel me conduce por el bar, donde los apliques de cristal esmerilado proyectan luces bajas sobre las paredes de color champiñón. El fondo neutro resalta las elegantes sillas William Haines, tapizadas con terciopelo melocotón y agrupadas alrededor de mesas de mármol.

Entramos en el restaurante a través de puertas de cristal grabado. El salón semeja un lujoso neceser de cuero forrado con bouclé color verde salvia y rosa pálido. Una serie de pinturas murales, elaboradas por Marcel Vertes, muestra a hermosas mujeres que vuelan, bailan y saltan por el aire y despliega un carrusel de color: tonos de color fresa, beige, azul mar, magenta y verde césped llenan el salón de un verano sin fin. El techo, pintado de azul oscuro, pende de las alturas como si fuera el cielo nocturno. Los reservados con forro de cuero están estampados con un diseño neutro de pequeños círculos, etéreas burbujas que parecen inspiradas en Gustav Klimt. Frente al escenario hay unas mesas pequeñas, forradas con crujiente lino de color azul oscuro. La abuela y June conversan hombro con hombro en nuestra mesa, una larga mesa de banquete para la familia. La tía Feen escudriña la mezcla de distintos frutos secos que hay en una fuente de plata, mientras que June hace girar la cereza que hay en el fondo de su cóctel como si fuera la pelota de un pinball, a medida que los miembros del grupo entran y toman asiento en el escenario. Un brillante Steinway negro de media cola llena el pequeño escenario. Un micrófono y su pie descansan en la curva del piano. Keely estará exactamente a un metro de nuestra mesa.

– Lo habéis conseguido -dice la abuela cuando me mira y brinda conmigo con su whisky. La beso rápidamente en la mejilla.

– ¡Feliz cumpleaños!

– Me encanta tu conjunto -me dice June.

– Gracias, tú también estás espectacular.

– ¡Por las tías viejas! -dice la abuela, y sube su vaso hacia June.

– ¡En verdad lo somos! -dice June, y choca su copa con la de la abuela.

– Gracias a la crema de Elizabeth Arden soy una semana más joven de lo que era cuando salí de casa esta mañana -dice la abuela mientras me aprieta la mano. Tess, Jaclyn y yo le pagamos a la abuela un día de tratamientos en el spa deElizabeth Arden, donde la masajearon, depilaron y acicalaron desde primera hora de la mañana-. Gracias, ha sido un día maravilloso y, ahora, tenemos a Keely.

Mi madre abraza por detrás a la abuela.

– Feliz cumpleaños, mamá -grita mi madre con su blusa negra de tirantes y lentejuelas que hace juego con unos pantalones de seda acampanados y una ancha cadena de metal forjado en tonalidad oro, a modo de cinturón, que cae a lo largo de su muslo con un fleco de diamantes falsos. Calza unas sandalias doradas con correas que completan el efecto Cleopatra. Mi padre lleva un traje negro con tenues rayas blancas, una camisa gris y una corbata ancha de seda en blanco y negro. Ellos combinan, claro, siempre lo hacen.

June se levanta y abraza a mi padre.

– Dutch, te ves fantástico.

– No tan bien como tú.

– ¿Cómo va el cáncer? -rebuzna la tía Feen.

– Mis posibilidades están mejorando, tía.

– Te he puesto en el grupo de oración de Santa Brígida.

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