– Fue James Thurber, el humorista y filósofo.
A veces mi licenciatura en Humanidades me viene muy bien.
– Bueno, es igual. Lo que intento decir es que seguimos pasando por muchas cosas juntos.
– Es verdad, mamá.
– Tu padre no era un santo, pero yo tampoco soy la Virgen María, o ¿sí?
– Creo que tienes más joyas.
– Cierto -dice riendo-. Pero sé que él nunca quiso lastimarme, ni a sus hijos. Perdió la cabeza un tiempo. Los hombres pasan por su propia versión del cambio cuando cumplen cuarenta y tu padre no fue la excepción.
– Roman tiene cuarenta y uno.
– Quizá lo experimentó el año pasado, antes de que le conocieras -dice mamá con alegría.
– Podemos tener esperanza.
Mamá busca en su bolso, cuando lo abre llena el ambiente con una ráfaga de hierbabuena y jazmín dulce. Del bolsillo donde se coloca el móvil asoma un montón de muestras de perfumes de Esteé Lauder. Este es otro de los trucos elegantes de supervivencia de mi madre, mete separadores de papel con muestras de perfume en los cajones de la lencería, los bolsos, los billeteros y la entrada del aire en el coche, cualquier lugar que necesite ambientador y, evidentemente, desde la perspectiva de mi madre, todo necesita ambientador.
Encuentra el paquete de goma de mascar entre los panfletos sobre el cáncer, saca un cubo rojo y me lo pasa, luego introduce otro en su boca. Nos quedamos ahí sentadas y masticamos.
– Mamá, ¿cómo supiste que podías hacer que papá volviera después del… incidente?
– No hice nada.
– Seguro que hiciste algo.
– En realidad no, lo dejé solo. El peor castigo que puede recibir un hombre es el aislamiento. No conozco a ninguno que lo haya podido soportar. Mira lo que la soledad provoca en nuestros sacerdotes. Claro que ése es otro tema.
– Recuerdo cuando papá y tú os enamorasteis de nuevo.
– Hemos sido afortunados, lo recuperamos. Mucha gente no lo consigue.
– ¿Cómo lo hicisteis?
– Hice lo que cualquier mujer soltera, como tú, hace cuando le gusta un hombre, sin importar que yo ya tenía cuatro hijos y un título universitario acumulando polvo. Me hice deseable otra vez. Eso significaba que debía mostrarle a él lo mejor de mí todo el tiempo. Tuve que entenderle de nuevo, rehacer el mundo en el que vivíamos, incluyendo la casa y mi guardarropa. Pero, sobre todo, tuve que ser sincera. No podía quedarme con él por vosotros o por mi madre o por la religión, tenía que estar con él porque yo quería.
– ¿Cómo supiste que habías triunfado?
– Un día tu padre llegó a casa con una bolsa de D'Agostino. Vosotros estabais en el colegio. Fue pocos días después de que volviéramos a estar juntos. Una semana estupenda, la primera de colegio…
– Era septiembre de 1986, yo estaba en sexto de primaria.
– Exacto. Bueno, él entra en la cocina y yo estaba ahí, rellenando algún impreso del colegio para uno de vosotros. El abre la nevera y guarda la compra, luego enciende el quemador de la cocina y pone en el fuego una olla grande llena de agua. En seguida saca un cazo y empieza a cocinar. Pica cebolla, pela un ajo, dora la carne, agrega el tomate, las especias y todo. Poco después le dije: «Dutch, ¿qué haces?». Y él respondió: «Preparo la cena, pensé que la lasaña iría bien». Y yo dije: «Estupendo».
– ¿Así supiste que te amaba?
– Nunca había preparado una comida en dieciocho años, bueno, me ayudaba si se lo pedía. Alguna vez picó un melón para la macedonia de un bufet o metió el hielo en la nevera, para un picnic o arregló el anaquel de los licores para las fiestas, pero nunca había ido a la tienda ni comprado los ingredientes sin preguntar, para llegar a casa y ponerse a cocinar. Eso me lo dejaba a mí. Supe entonces que había vuelto, que había cambiado. Verás, ahí es cuando sabes que alguien te ama de verdad. Entienden lo que necesitas y te lo dan, sin preguntártelo.
– Sin preguntas. Eso es lo difícil.
– Tiene que salir del corazón.
– Es verdad -asiento.
Mi madre y yo observamos a la gente que deambula por el vestíbulo, pacientes de camino a sus citas, el personal que regresa del descanso y los visitantes que se empujan para salir y entrar en los ascensores. El sol rebota en las ventanas del pabellón que hay frente al vestíbulo e inunda las baldosas del suelo con un reflejo tan brillante que me obliga a cerrar los ojos.
– ¿Te he molestado? -me pregunta.
Abro los ojos.
– No, mamá, eres una fuente de sabiduría.
– Contigo puedo hablar, Valentine -dice mientras juega con la parte de atrás de su pendiente-. Yo sólo… -Y, para mi absoluta sorpresa, rompe a llorar-. ¿Y por qué diablos estoy llorando? -exclama lanzando las manos al cielo.
– ¿Tienes miedo? -digo con suavidad.
– No, no es eso.
Mi madre rebusca en su bolso hasta que encuentra un pequeño paquete de pañuelos. Saca uno.
– Éstos -sostiene el diminuto cuadrado- no sirven. -Se seca bajo los ojos con el pañuelo-. No me gustaría que todo hubiera sido en vano. Hemos llegado tan lejos que yo esperaba que envejeciéramos juntos. Ahora el tiempo se acaba. Después de pasar por todo eso, ¿no tenemos tiempo? Eso me mataría. Es como el soldado que va a la guerra, esquiva los disparos, las bombas y las granadas, logra salir de la zona de guerra y, al volver a casa, resbala con la piel de un plátano, cae, entra en coma y muere.
– Ten un poco de fe.
– Eso lo dice mi hija menos creyente. -Mi madre se endereza-. No te estoy juzgando. -Quiero decir fe en él.
– ¿En Dios?
– No. En papá. Él no nos defraudará.
Nuestra familia, como todas las familias italoamericanas que conozco, celebra muchas fiestas de excusa: los cumpleaños y los aniversarios que terminan en cero o en cinco. Incluso tenemos nombres especiales para ellas. A un aniversario de veinticinco años se le llama bodas de plata, un cumpleaños de treinta años es la festa, un aniversario de cincuenta años se conoce como bodas de oro y cualquier celebración de setenta años es un milagro. Así que imaginad lo emocionados que estamos por brindar por la abuela, que tiene buena salud, una vitalidad excelente y una condición física inmejorable (excepto por esas rodillas), y que aún conserva «todas sus luces», como ella misma dice, en este festejo de su octogésimo cumpleaños.
Puesto que toda mi familia cercana asistirá, pensé que sería un momento ideal para presentarles a Roman. Sé que estoy corriendo un riesgo, pero he aprendido que, cuando se trata de mi familia, es mejor presentar al nuevo novio en un lugar público abarrotado, porque hay menos posibilidades de que alguien meta la pata, cometa un lapsus o decida mostrar el álbum familiar que contiene mis fotos con el trasero desnudo y alas de querubín el día que cumplí cuatro años.
Le ofrecimos a la abuela la gran fiesta estándar del salón de los Caballeros de Colón en Forest Hills, con un DJ, el techo lleno de globos de color plata, el vía crucis ilustrado en las paredes cubiertas de tiras de papel crepé y una tarta de merengue a su gusto y con la edad escrita encima. Pero prefirió una noche chic de cena y baile en el café Carlyle. Ya había visto más que suficiente a la familia completa en la boda de Jaclyn. Además, la mejor cantante de todos los tiempos, según la abuela, Keely Smith, la gran intérprete y comediante, es la estrella del Carlyle. Cuando mi amigo Gabriel, el maître, nos dijo que ella actuaba, reservamos una mesa.
Keely Smith y su música tienen un sitio especial en la vida de la abuela. Cuando mis abuelos eran jóvenes, solían viajar para ver cantar a Keely con Louis Prima, entonces su esposo, acompañados por Sam Butera y The Witnesses. La actuación era un cabaret moderno, una alternativa a la orquesta de la época de las grandes bandas. La abuela asegura que ellos personificaban la última moda.
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