– ¡Lo he captado!
– ¡No, no lo has hecho, ni lo harás hasta que hayas trabajado aquí durante cincuenta años, cada día! Entonces, quizá sepas cómo me siento.
Levanto la voz y digo:
– Deja que compre el negocio.
– ¿Con qué? -la abuela lanza los brazos al aire-. Yo pago tu salario, ¡sé cuánto tienes!
– ¡Encontraré el dinero! -le grito.
– ¿Cómo?
– Necesito tiempo para ingeniar algo.
– ¡No tenemos tiempo! -responde la abuela.
– Quizá podrías tener conmigo la misma consideración que tienes con tu nieto y darme tiempo para hacer una contraoferta a la que él proponga.
Alfred entra en la tienda.
– ¿Qué cono pasa aquí? -dice con brusquedad mientras se acerca al vestíbulo donde Hatcher está inspeccionando las escaleras.
– Quiero comprar el edificio y el negocio -digo yo.
Alfred ríe. El sonido de su risa cruel me atraviesa y destruye la confianza en mí misma, como ha sucedido a lo largo de toda mi vida. Luego dice:
– ¿Con qué? ¡Estás soñando!
Mueve la mano en círculos como si ya fuera el propietario de la compañía de zapatos Angelini y del número 166 de Perry Street.
– ¿Cómo podrías comprar esto? Ni siquiera puedes comprar la plancha.
Cierro los ojos y contengo las lágrimas. En vez de doblegarme, como siempre hago, busco el registro más grave de mi voz y digo con firmeza:
– Estoy trabajando en ello.
Scott Hatcher entra, guarda sus manos en los bolsillos y mira a la abuela:
– Estoy preparado para hacerle una oferta, una oferta en metálico. Señora Angelini, quiero comprar el 166 de Perry Street.
Tiro de mi gorro de lana para cubrirme las orejas, que me escuecen de frío. Camino por Litde Italy esta noche de martes, las calles están vacías y la reluciente pérgola sobre Grand Street parece el último poste de la carpa dejado por el circo ambulante antes de abandonar el pueblo. Giro en Mott Street. Empujo la puerta de Ga' d'Oro. El restaurante está medio lleno. Saludo a Celeste, que está detrás de la barra, y me dirijo a la cocina.
– Hola -digo, desde el umbral.
Roman está decorando dos platos de ossobuco con perejil fresco. El camarero los coge y me empuja para pasar al salón. Roman sonríe, viene hacia mí y me da un beso en cada mejilla antes de quitarme el gorro.
– Estás helada.
– Y peor estaré cuando me quede sin trabajo y sin techo.
– ¿Qué ha pasado?
– La abuela ha recibido una oferta por el edificio.
– ¿Quieres trabajar conmigo?
– Mis gnocchi son como plastilina y la carne de ternera me queda como goma.
– Entonces, retiro mi oferta.
– ¿Cómo se hace, Roman? ¿Cómo se compra un edificio?
– Necesitas un banquero.
– Tengo uno, mi ex novio.
– Espero que hayáis terminado en buenos términos.
– Sí, no soy de la clase de persona que busca el melodrama en su vida privada, lo cual, si tienes en cuenta el melodrama de mi vida profesional, es muy bueno.
– ¿Qué ha dicho tu abuela?
– Nada. Escuchó la oferta, siguió trabajando, subió las escaleras, se vistió y se fue al teatro.
– ¿Ya ha confirmado al comprador que le venderá el edificio?
– No.
– Entonces quizá no lo haga.
– No conoces a mi abuela, nunca se arriesga, va a lo seguro.
Roman me besa, mi rostro se calienta con su tacto, es como si el cálido sol italiano hubiera salido esta noche amarga y fría. Siento una corriente de aire que viene de la puerta trasera, apuntalada con una lata de tamaño industrial de tomate pelado y triturado San Marzano. Paso mis brazos alrededor de su cuello.
– ¿Has notado que desde nuestra primera cita no he traído más que malas noticias? El cáncer de mi padre, mis problemas financieros…
– ¿Eso qué tiene que ver con nosotros?
– ¿No crees que tengo una mala racha?
– No.
– Estoy preparada para más malas noticias. Vamos, dilo, quizás estás casado y tienes siete hijos malcriados en Tenafly.
Ríe.
– Pues no.
– Espero que tengas cuidado al cruzar las calles.
– Soy muy cuidadoso.
El camarero entra en la cocina y dice:
– Mesa dos. Raviolis de trufa.
Me mira a mí y luego, impaciente, a su jefe.
– Debería irme -digo, y doy un paso atrás.
– No, no, espera mientras trabajo.
Miro la cocina.
– Soy buena con la vajilla.
– Bueno, entonces, adelante.
Sonríe y se dirige al horno. Me quito el abrigo y lo cuelgo, cojo un delantal limpio que estaba en la parte de atrás de la puerta, lo paso alrededor de mi cabeza y lo ato a la altura del talle.
– Te prefiero a Bruna -me dice.
Observo mi reflejo en el metal pulido de la nevera; sonrío por primera vez en lo que va de día.
La abuela y yo llegamos puntuales a nuestra reunión con Rhedd Lewis, de Bergdorf Goodman. Ella se baja del taxi y me espera en la esquina mientras pago al conductor. Dejo a toda prisa el asiento y me reúno con ella en la esquina de la calle Cincuenta y Ocho y la Quinta Avenida.
La abuela lleva un sencillo traje pantalón negro y, en el cuello, una cadena gruesa de oro de la que pende un lujoso y enorme colgante. El dobladillo de sus pantalones se convierte en un suave pliegue sobre el empeine de sus zapatos negros con franjas doradas. Sujeta cerca de ella el bolso en bandolera, fabricado en cuero negro. Su postura es recta y alta, como el maniquí que posa, con un abrigo de tela de espiga diseñado por Christian Lacroix, detrás de ella, en el escaparate del gran almacén.
El exterior de Bergdorf es realmente majestuoso; construido en los años veinte, alguna vez fue una casa particular con una fachada de arenisca gris acentuada por el cristal emplomado de las ventanas. Fue una de las grandes residencias que la familia Vanderbilt construyó en Manhattan. Esta esquina es una de las más famosas de Nueva York ya que domina, hacia el norte, la piazza del hotel Plaza y, hacia el este, la Quinta Avenida.
La abuela me sonríe, ha pintado con bastante gracia sus labios, de un tono rojo brillante.
– Me encanta tu traje -dice ella.
Llevo una chaqueta corta del diseñador B. Michael, es de seda y lana azul marino con un generoso cuello claudine, y hace juego con unos pantalones de pernera ancha. Le hice al diseñador unos zapatos para su madre, así que este traje es su parte del trato.
– Estás muy guapa, abuela.
Entramos en la tienda a través de la puerta giratoria situada en una de sus esquinas. Esta sección parece un invernadero, excepto por los expositores, que están llenos de bolsos de diseño en lugar de plantas exóticas. Una araña de luces, cubierta de prismas de color miel, ilumina el parqué de madera dorada. La abuela y yo nos dirigimos a los ascensores y a nuestra reunión. Tengo grandes esperanzas y la abuela ha hecho todo lo posible por atemperar mis expectativas.
Al salir del ascensor en la octava planta todo es silencio, incluso el sonido del teléfono tiene un tono suave. No queda nada del barullo de las compras que tienen lugar debajo de nosotros. De hecho, tienes la sensación de que estás en un delicado apartamento del Upper East Side más que en un edificio de oficinas. La refinada decoración es una mezcla de tonalidades neutras con ocasionales destellos de color en los muebles y en las obras de arte.
Me presento a la recepcionista y ella nos pide que esperemos en el sofá de dos plazas. Está forrado de moaré verde manzana y tiene adornos en azul marino. La mesa de centro es baja, un moderno círculo de metacrilato. Sobre su superficie descansan en abanico los catálogos de invierno de Bergdorf, el tema es la ropa para la estación de esquí. Estoy a punto de coger uno y hojearlo cuando una joven aparece en el umbral y dice:
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