Adriana Trigiani - Valentine, Valentine
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– Ni siquiera sé si la abuela me dejará vender nuestros diseños, pues son de mi bisabuelo.
– Entonces tienes que diseñar algo nuevo. Algo que refleje la marca Angelini, pero que sea tu propia creación. Así no necesitarás el permiso de la abuela. La cruda realidad es que nadie se interesa por una tienda de zapatos que puede producir tres mil pares al año. El margen de beneficio es demasiado estrecho, pero tus zapatos clásicos de boda pueden convertirse en el estandarte de un portafolio más amplio. Puedes continuar haciendo zapatos únicos. De hecho, tienes que hacerlo, ése es el gancho de Angelini. Pero también necesitas un producto que se pueda comercializar en serie, para pagar tu deuda actual, enfrentarte a los pagos de la hipoteca y mantener un espacio donde vivir y trabajar, en uno de los barrios de Manhattan que con más rapidez se ha aburguesado. Suena imposible, Val, pero si los zapatos Angelini pretenden triunfar en el siglo xxi, no hay otra opción.
Bret deja una carpeta con los resultados de su investigación sobre artículos de lujo hechos en antiguos negocios familiares y sobre la manera de trabajar de estos negocios en el nuevo siglo. Hay hojas de cálculo llenas de números, columnas comparativas y gráficas que muestran el crecimiento de ciertos productos en los últimos veinte años, también hay una crónica de algunos proyectos fracasados. Se citan negocios familiares como Hermés, Vuitton y Prada. Incluye una sección sobre adquisiciones de pequeños negocios por grandes empresarios (parece que ésta es la práctica común en el mundo de la moda). Miro nuestra tienda y sus máquinas, que pertenecen al cambio de siglo, del XIX al XX, y nuestros patrones dibujados a mano en papel encerado, y me pregunto si en verdad es posible convertir la compañía de zapatos Angelini en una marca capaz de sobrevivir en la era de los artículos producidos en serie y hechos a máquina. Y aunque fuera así, ¿soy yo la indicada para hacerlo?
El cielo de noviembre sobre el río Hudson es de un lila amenazante con una hilera baja de nubes en tono carbón, al estilo de Jasper Johns, que anuncian lluvia. De vez en cuando asoma el sol de color calabaza y arroja luz sobre el turbulento río, cuyas olas muestran blancos dientes como si fueran el filo de un cuchillo de sierra. Me ciño el cinturón de mi abrigo de lana, tiro de mi gorra de béisbol hacia abajo y me ajusto la larga bufanda de felpilla al cuello.
– Toma -dice Roman. Me da una taza de café caliente mientras se sienta en el banco del parque. Apoya sus botas vintage Doc Martens de cuero negro en la barandilla que está frente a nosotros. Lleva unos tejanos desteñidos y una chaqueta de motorista de cuero marrón que parece tener veinte años, y que en él significa veinte años de estar sexy. Roman se echa atrás en el banco mientras un corredor, con la cara rosa y ajada, pasa trotando. Roman me rodea con el brazo.
– Me ha gustado que me llamaras -le digo.
– Entre tus zapatos y mis gnocchi, sólo te veo la mitad de las veces que me gustaría.
Roman ha quedado conmigo cuando le he dicho que hacía una pausa en el trabajo y que estaba junto al río. Notó que algo me inquietaba el día que fui a su restaurante y le ayudé a preparar una ración de berenjenas, y hoy, mientras hablábamos por teléfono, le he contado finalmente lo del diagnóstico de mi padre. No se lo había dicho antes porque no hay nada peor que las malas noticias cuando un romance está en plena floración. Uno de nosotros (él) acabaría encargándose de animar al otro (yo). ¿Quién necesita algo así?
Roman bebe de su café y dice:
– ¿Qué clase de hombre es tu padre?
Miro hacia el río como si la respuesta se encontrara en algún lugar de su orilla, en la parte baja de Tenafly.
– Es cuero de la Toscana -digo por fin.
Roman rompe a reír.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Exterior duro, cara interior blanda. Sin sofisticación, duradero, pero muy versátil. Se parece mucho a mí. Cuando aprende una lección, la aprende de la forma más difícil.
– Dame un ejemplo. -Roman me atrae hacia él, en parte para darse calor y en parte porque cuando estamos juntos no nos tocamos lo suficiente.
– Mi padre era técnico jardinero de parques urbanos en Queens y el verano de 1986 tuvo que ir a una convención en el norte de Nueva York. Allí conoció a una mujer llamada Mary, que era de Pottsville, Pensilvania.
– ¿En serio?
– Sí, ya sé, Pottsville. Mi madre hubiera querido que tonteara con una mujer del elegante Franklin Lakes o del ultra sofisticado Tuxedo Park, pero cuando eres la esposa no puedes elegir. Como sea, mi padre volvió de la convención y todo parecía normal, excepto porque de pronto se dejó el bigote y empezó a usar lentillas. Yo sólo era una niña, pero no podía dejar de mirarle y pensar: «Ese bigote parece una máscara, ¿qué esconde?»
– ¿Cómo se enteró tu madre?
– Un día recibió una llamada anónima mientras él estaba en el trabajo. Cuando colgó se puso del color de una lechuga iceberg, fue a su habitación, cerró la puerta y llamó a la abuela. Aunque éramos sólo unos niños, sabíamos que mi madre nun ca compartiría las malas noticias con nosotros, así que Tess, mi hermana mayor, sabiamente escuchó por otro aparato. En el momento en que dejó el auricular mi madre tenía un plan en mente. Con mucha tranquilidad, empacó nuestras cosas y nos trajo aquí mismo, a Perry Street, con los abuelos. Por supuesto, mamá no nos dijo que abandonaría a papá, simplemente se inventó una historia, aprovecharía el verano para «cambiar el cableado de la Tudor» y dejaba a papá en Queens para que «vigilase a los electricistas».
– Así que todos fingían.
– Exactamente. Mamá le dijo a la abuela que necesitaba tiempo para pensar, pero nadie habló con nosotros, los niños, de lo que estaba pasando, así que vivimos en total ignorancia.
– ¿Tu padre te explicó qué sucedía?
– Cada domingo venía a cenar con nosotros y mamá se las arreglaba para desaparecer, ya sabes, ponía una excusa, decía que iba a hacer un recado o que había quedado con un amigo. Ahora sé que ella no soportaba verle. Hace poco descubrí que iba al cine cuando papá nos visitaba. Ese verano vio Flashdance nueve veces, eso despertó en ella un amor eterno por los jerséis de hombro caído.
– Me muero por conocer a tu madre -dice con ironía.
– Después de un par de meses, mi madre se recuperó. Sacó al George Patton que había en su interior y puso en práctica una estrategia para salvar a nuestra familia. Resulta que papá es un adicto a la seguridad. Para él, todo es seguridad, revisa cada una de las ventanas y puertas antes de irse a la cama. Si mamá era la aventurera, papá era el responsable. Mamá sabía que él nunca cambiaría la seguridad de una esposa por los secretos ocultos de su amante Mary de Pottsville. -Doy un sorbo a mi café antes de continuar-. Mi madre nunca mencionó la aventura, nunca. Sólo se apartó del mundo de mi padre y dejó que experimentara la vida sin ella durante un tiempo. Créeme, si conocieras a mi madre y, de repente, ya no estuviera ahí, echarías de menos su fuerza. Estaba muy dolida, pero también sabía que si desaparecía de su vida él recordaría por qué se había enamorado de ella al principio.
– ¿Y funcionó?
– Por completo. Pude observar cómo se enamoraban mis padres por segunda vez. Créeme, hay una razón para que los padres sean Románticos antes de que los hijos nazcan: es porque los hijos no lo pueden soportar. Pillaba a mi madre en el regazo de mi padre cuando volvía de la escuela. Una vez me los encontré dándose el lote en la cocina. Mi madre era tan adorable, estaba tan relajada y entregada a la relación que papá no podía resistirse. De pronto, Mary de Pottsville era, bueno, era Mary de Pottsville. Jamás llegaría a ser Mike de Manhattan.
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