Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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¿Qué pasó con la abuela que no quería extraños en el piso de arriba? ¿Qué pasó con la mujer que guarda su privacidad como si fueran bonos de ahorro metidos en una lata oxidada, escondida debajo del suelo de la mesa de la cocina? Es rapidísima para abandonar las reglas de su casa frente a este paisano. Hay algo en este tío que le agrada.

– Perdona -le digo a Roman. Luego sigo a la abuela al hueco de la escalera y le susurro-: Abuela, ¿qué leches está pasando? ¿Conoces a esta persona? Somos dos mujeres que viven solas.

– Ay, por favor. Es legal. Cálmate. -Se sujeta del pasamano y da un paso, luego se gira hacia mí-. Ha pasado mucho tiempo para ti, jovencita, ya no tienes instintos.

– Discutiremos eso más tarde -digo con otro susurro, y regreso al salón.

Roman ha retirado su silla de la mesa, se ha sentado con las piernas cruzadas y los brazos sobre el regazo. Me está esperando.

– Estoy listo para mi visita.

– ¿No crees que ya has visto bastante por aquí? -digo.

– ¿Tú crees? -dice sonriendo.

– Mira, no te conozco. Quizá sólo eres un bicho raro que va por ahí impresionando ancianitas y hablando un italiano de mierda…

– Eh, eso duele -dice él, poniendo la mano sobre su corazón.

Su gesto me hace gracia.

– Está bien, no tan de mierda; de hecho, creo que hablas muy buen italiano. Y lo sé porque yo no.

– Te puedo enseñar.

– Vale, está bien. Si alguna vez decido… -¿adónde se han ido mis palabras? Me está confundiendo con esto e intento resistirme- aprender a hablar mejor italiano. -Ahí está, lo he dicho. ¿Por qué me mira de esa manera, casi bizco? ¿Qué está buscando?

– Escucha -dice-, me gustaría prepararte una cena.

– Gracias, pero no tengo hambre.

– Quizás en este momento no, pero en algún momento tendrás hambre -dice Roman, que sigue de pie- y, cuando eso ocurra, cuenta conmigo.

Roman busca en el bolsillo trasero y saca su billetera, extrae de ella una tarjeta y la coloca sobre la mesa.

– Si cambias de parecer sobre esa cena, llámame -dice Roman, girándose con la intención de marcharse-, no deberías avergonzarte de tu cuerpo, es adorable.

Le escucho silbar mientras baja la escalera. Cuando sale, la puerta de la entrada se cierra de golpe. Siento curiosidad por el alto desconocido, voy a la mesa y miro la tarjeta, que dice:

El problema de la tarjeta de presentación de un hombre es que si se lo - фото 4

El problema de la tarjeta de presentación de un hombre es que, si se lo permites, te acompañará toda la vida. Primero la cuelgo en la nevera, como si algún día fuéramos en verdad a pedir algo de ese lugar. Luego, la guardo en mi billetera, donde permanece un par de días junto a los cupones de Bloomie que recorté del correo comercial. Ahora está en mi bolsillo, de camino a mi habitación, donde la inserto en la ranura del espejo, sobre la cómoda. Se une a las fotos escolares de mis sobrinas y sobrinos y a un cupón de descuento para un tratamiento profundo de acondicionador en la peluquería de Eva Scrivo.

La abuela me ha convencido de que necesitábamos informar a Alfred acerca de nuestra precaria situación financiera. Lo invitó a venir esta tarde para entregarle nuestros registros y libros. Y, porque ante todo somos mujeres italianas, le estamos preparando su plato favorito, focaccia de tomate y albahaca, con la intención de ablandarlo un poco y apelar a su sentido del deber con la familia mientras intentamos poner las cosas de nuestro lado.

Alfred pela una naranja mientras se sienta en la silla del abuelo, en la cabecera de la mesa. Coloca con cuidado la cascara sobre una servilleta de tela. El libro manuscrito de contabilidad y la chequera del negocio de la abuela, así como el ordenador portátil y la calculadora de Alfred, están desperdigados frente a él. Lleva traje y corbata, sus zapatos Oxford de Berluti, de color rojo cobalto, están lustrados en un acabado borgoña vítreo. Estudia las imágenes en la pantalla del ordenador mientras tamborilea distraídamente con los dedos.

La abuela y yo hemos despejado la encimera de granito y la usamos como tabla de picar. He dejado un hueco en el centro de un montículo de harina, vierto un huevo en él, la abuela añade otro. Agrego levadura a la mezcla y comienzo a amasar la harina y los huevos hasta formar la masa. La abuela espolvorea harina en la encimera mientras yo doblo y vuelvo a doblar la masa hasta formar una bola lisa. La abuela coge la bola, la coloca con las manos sobre una bandeja engrasada para hacer galletas y con los pulgares hace pequeñas hendiduras en la masa. Tira de sus bordes hasta formar un rectángulo, que al final llena la bandeja. Saco rebanadas de tomate fresco de un bol y con ellos formo una capa sobre la masa. La abuela trocea la albahaca fresca encima de los tomates, luego rocía la bandeja con el dorado aceite de oliva. Meto la focaccia en el horno caliente.

– Muy bien: abuela, Valentine, sentaos.

La abuela y yo nos sentamos a lado y lado de la mesa, una frente a la otra. Giramos nuestras sillas para verle. La abuela retuerce un paño de cocina rayado alrededor de su mano y lo pone sobre su regazo.

– Abuela -empieza Alfred-, has hecho un buen trabajo al lograr que la tienda continúe, lo que no has hecho es dinero.

– Cómo podríamos… -empiezo, pero Alfred levanta la mano para detenerme.

– Primero tenemos que mirar la deuda -continúa-. Cuando murió el abuelo, en vez de ir a buscar un socio financiero, que hubiera sido muy sabio en ese momento, pediste un préstamo con el edificio como garantía para mantener el taller abierto. Bueno, el abuelo pidió prestados trescientos mil dólares. Tú conservaste su préstamo, pero, desafortunadamente, sólo pagaste los intereses, así que diez años después, sigues debiendo trescientos mil dólares al banco.

– ¿Aunque haya estado pagando todo este tiempo?

– Aunque hayas pagado. Los bancos saben cómo hacer dinero, y es así como lo hacen. Ahora, abuela, aquí es donde te metiste en problemas -sigue Alfred-. Usaste el único patrimonio que tenías para pedir más dinero, hipotecaste el edificio. El verdadero problema es que ellos te dieron un préstamo globo, con bajo interés al principio, pero que luego, como indica su el nombre, se infla. Y ahora el pagaré ha vencido y tus pagos se duplican el año que viene. Otra vez, los banqueros han sido astutos, saben que en esta zona el valor de tu propiedad no ha hecho más que incrementarse y piensan en el dinero que ganarás cuando vendas el edificio.

– Ella no quiere vender -intervengo.

– Lo sé, pero la abuela usó el edificio como garantía. Cuando el abuelo se fue, la abuela no pudo amortizar la deuda nueva, ya que era responsable de la deuda anterior. En cualquier caso, el negocio sólo producirá lo que produce.

– Traté de producir más -suspira la abuela.

– Pero no puedes, no está en la naturaleza de un producto artesano. Se supone que es único, ¿no? -dice Alfred, mirándome.

– Es lo que hemos estado vendiendo, zapatos exquisitos, hechos a mano, únicos en su tipo. -Se me quiebra la voz.

Alfred me observa con toda la compasión que puede tener.

– Muy bien, esto es lo que recomiendo. Es bastante improbable que con el costo de los materiales en el taller y vuestra habilidad para cumplir los pedidos ganéis suficiente dinero. Así que, básicamente, el taller es un fracaso financiero.

– Pero ¿no podríamos encontrar la manera de fabricar más zapatos? -le pregunto.

– Es imposible, Valentine, tendríais que producir diez veces lo que estáis produciendo ahora.

– No podemos hacerlo -dice la abuela en voz baja.

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