Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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– ¿Cómo…? ¿Cómo ha pasado?

– Soy muy mala empresaria. Vivo de la esperanza.

– ¿Qué significa eso exactamente?

– Significa que hipotequé el edificio para mantener el negocio. El banco llamó cuando ajustaron la hipoteca y traté de refinanciar la deuda, pero no pude. En Año Nuevo nuestros pagos se duplicarán y no sé cómo pagaremos. Tu abuelo era un estupendo malabarista, yo no. Yo pongo toda mi energía en hacer zapatos, pensando que el negocio se puede cuidar a sí mismo. Cuando viniste a trabajar para mí, sentí que tenía la ayuda que necesitaba para salir del hoyo en el que estaba, pero somos una empresa pequeña.

– Quizá deberíamos pensar en expandirnos, hacer más zapatos y contratar más gente que nos ayude a crecer.

– ¿Con qué? -me mira.

– ¡Lo tengo! -aplaudo-. ¡Haré una peli porno! ¡La venderé por Internet! Les funciona a las actrices. Quizá sólo gane un par de dólares y una tarjeta de metro, pero vale la pena intentarlo. -Me levanto y abrazo a la abuela-. Hay una solución para cada problema.

– ¿Quién lo dice?

– El Norman Vincent Peale de nuestra familia: mi querida madre.

– El optimismo inventado por Mike.

– Aja, bueno, esta vez debemos seguir su ejemplo.

– Está bien, está bien -dice la abuela, alejándose de mí.

– ¿Abuela?

– ¿Sí?

– Sólo es dinero.

– Es mucho dinero.

– Lo resolveremos -le prometo.

Los ojos de la abuela se llenan de lágrimas, retira sus gafas y se limpia los ojos. La abuela no es una llorona, es raro verla llorar.

– No estás sola, abuela, yo estoy aquí.

La abuela sube las escaleras y yo cierro la casa, friego nuestros vasos, corro las cortinas y apago las luces. Mientras hago estas tareas, repaso todas las preguntas sobre el negocio que tengo para la abuela. Luego subo las escaleras para enterarme con más exactitud de lo que está pasando.

La abuela está sentada en la cama leyendo el periódico en la posición que acostumbra. El New York Times está doblado en un rectángulo del tamaño de un libro. Mientras lee, apoya un hombro en su almohada, sosteniendo el diario arriba, cerca de la lámpara de la mesita de noche.

La abuela tiene la cara ovalada, la frente tersa y la nariz aguileña. Sus lisos labios tienen el suave toque de coral que queda de su pintalabios. Sus ojos marrones y profundos estudian con atención el diario. Se ajusta las gafas y luego se sorbe los mocos. Saca un pañuelo de la manga de su camisón y se suena la nariz, devuelve el pañuelo a su lugar y continúa leyendo. Éstas son las cosas, imagino, que recordaré cuando se haya ido. Recordaré sus hábitos y excentricidades, la manera como lee el diario, la manera como vigila la mesa de los patrones en el taller, la manera como apoya el cuerpo sobre la mano para cerrar el recipiente hermético cuando envasamos los tomates. Ahora tengo una nueva imagen para añadir a la lista: la mirada de esta tarde cuando me dijo que la zapatería Angelini tiene endeudado hasta el suelo de la terraza. Me lo he tomado con calma, pero la verdad es que me siento como si necesitara respiración artificial, sin suficientes agallas para preguntarle al doctor cuánto tiempo me queda.

– Me estás observando -dice la abuela, mirándome por encima de sus gafas-. ¿Qué?

– ¿Por qué me no hablaste de los préstamos? -pregunto.

– No quería preocuparte.

– Pero soy tu aprendiz, que en francés significa «la que ayuda».

– ¿De verdad?

– En realidad no. La cuestión es que estoy aquí para ayudar. Desde el momento en que me convertí en tu aprendiz, tus problemas se volvieron mis problemas. Nuestros problemas -La abuela empieza a discrepar, la freno-. No discutas conmigo ahora. Quiero dominar el arte de fabricar zapatos porque quiero diseñarlos algún día y no puedo hacerlo sin ti.

– Tienes talento. -La abuela me mira-. Definitivamente tienes talento.

Tomo asiento en el borde de la cama y me giro para verla.

– Entonces, confíame tu legado.

– Lo hago, pero, Valentine, más que el éxito de este negocio, de hecho, más que nada en este mundo, quiero paz en mi familia. Quiero que te lleves bien con tu hermano, quiero que intentes entenderle.

– Quizás él debería tratar de entendernos, no estamos en 1652, en una granja de la Toscana en la que el primogénito controla todo y las chicas lavan los platos. No es nuestro padrone, aunque actúe como tal.

– Es listo, quizá pueda ayudarnos.

– Bien, la primera cosa que haré mañana será fumar la pipa de la paz con Alfred. -Miento. No haré nada que signifique una servidumbre más profunda, emocional o económica, respecto a mi hermano-. ¿Necesitas algo más antes de que me vaya a la cama

– No.

El teléfono suena en la cómoda y, ella lo descuelga.

– Hola -dice-. ¡Ciao, ciao! -Se sienta en la cama y agita la mano en señal de buenas noches-. II matrimonio é stato bellissimo. Jaclyn era una sposa straordinaria. Troppa gente, troppo cibo, la musica era troppo forte, ed erano tutti anziani. -Se ríe.

Me levanto y camino hacia la puerta. Puedo descifrar unas frases aquí y allá. Bonita boda, hermosa novia, música estridente. El tono elocuente de la abuela ha cambiado, sus formidables palabras en italiano caen una sobre la otra y ella casi no puede respirar, como una alumna cotilla de instituto después de su primer baile. Cuando habla italiano, es más ligera, se vuelve una chica. ¿Con quién habla? Echo un vistazo hacia atrás, en su dirección, pero la abuela cubre el micrófono.

Me dice adiós con la mano.

– Es larga distancia, mi curtidor de Italia.

Entonces sonríe y vuelve a su llamada.

De camino al dormitorio apago las luces del corredor. Últimamente estas llamadas de Italia se han hecho más frecuentes. El cuero debe de ser un tema hilarante entre los zapateros y los curtidores, a juzgar por la manera en que la abuela se ríe al teléfono. Sea quien sea con quien está hablando tiene mucha energía para las cinco de la mañana, hora de Italia. Pero ¿cómo puede reír cuando el lobo está en la puerta con una orden de embargo? Voy hacia mi habitación, que está unos veinte grados más fresca que el corredor. Cierro la puerta detrás de mí para que el aire frío no flote por el corredor y se resfríe la abuela.

Estoy tan alterada que no puedo quedarme en la cama, así que paseo. Qué día. Un día de boda tan caluroso que cuando bailaba con el suegro de Jaclyn me dejó una huella húmeda de su mano en el vestido. La humillación en la mesa de los «amigos», dando explicaciones, explicando mi vida a un montón de gente que sólo veo en las bodas y los funerales, lo cual debería decirme algo acerca de su lugar en mi universo. Y luego regresar a casa , a las malas noticias, las cuales, en lo más profundo, no me sorprenden tanto como deberían, si soy completamente sincera conmigo misma. He notado un cambio en el ánimo de la abuela en el taller, preferí ignorarlo, lo cual fue un error que no cometeré de nuevo. De ahora en adelante, no fingiré que todo está bien cuando no lo está. Estoy enfadada con la abuela por manejar mal el negocio. Me enfada que asumiera las deudas del abuelo sin reestructurarlas o sin consultarlo con profesionales que le ofrecieran consejo. Ha puesto en marcha el mecanismo para que el taller cierre, o quizá sea su manera de que la decisión de jubilarse llegue sola. Puedo verlo ahora: Alfred cerrará el taller, venderá el edificio, me quedaré en la calle, y la abuela se irá a vivir a una de esas impersonales y frías residencias. Algún día sus bisnietos verán las fotografías de los zapatos que ella hacía como si fueran reliquias en las vitrinas de un museo.

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