Estas palabras volvieron a provocarle un escalofrío. Se mordió con fuerza el labio inferior y se dispuso a formular una respuesta, intentando decidir cuál sería la mejor manera de cifrar las frases que eligiera, pues quería comenzar a trazar en su cabeza un retrato de su corresponsal, y hacer que esta persona resolviera un acertijo ideado por ella la ayudaría a averiguar quién era ese que la había encontrado.
Susan Clayton, como su hermano mayor, todavía conservaba una figura atlética. Su deporte preferido había sido el salto de trampolín; le gustaba la sensación de abandono que experimentaba de pie en el extremo de la plataforma de tres metros, sola, en peligro, preparándose mentalmente antes de precipitar su cuerpo al vacío. Cayó en la cuenta de que muchas de las cosas que hacía -como quedarse en la oficina hasta tarde- eran muy similares. No entendía por qué se sentía atraída por el riesgo tan a menudo, pero era consciente de que gracias a esos momentos de alta tensión era capaz de llegar al final del día. Cuando conducía, casi siempre circulaba por los carriles sin límite de velocidad, a más de 160 kilómetros por hora. Cuando iba a la playa, se adentraba en las corrientes apartadas de la costa, poniendo a prueba su capacidad de resistir la fuerza de la resaca. No tenía novio formal, y rechazaba casi todas las propuestas de citas, pues sentía un vacío extraño en su vida e intuía que un desconocido, por muy entusiasta que fuera, constituiría una complicación añadida que no necesitaba. No ignoraba que, debido a su comportamiento, sus probabilidades de morir joven eran muy superiores a sus probabilidades de enamorarse, pero curiosamente estaba a gusto con esa situación.
A veces, cuando se miraba en el espejo, se preguntaba si las marcas de tensión en las comisuras de sus ojos y su boca eran consecuencia de su visión de la vida, propia de un paracaidista, en caída libre a través de los años. Lo único que temía era la muerte de su madre, que sabía inevitable y más inminente de lo que podía asimilar. En ocasiones le parecía que cuidar de su madre, una tarea que la mayoría habría considerado una carga pesada, era lo único que la motivaba a conservar su empleo y ese burdo remedo de vida normal.
Susan odiaba el cáncer con toda el alma. Habría deseado enfrentarse a él cara a cara, en un combate justo. Le parecía un cobarde, y disfrutaba los momentos en que veía a su madre luchar contra la enfermedad.
Echaba de menos a su hermano lo indecible.
Jeffrey provocaba en ella una maraña de sentimientos encontrados. Ella había llegado a contar hasta tal punto con su presencia durante su infancia compartida que cuando su hermano se marchó de casa el resentimiento se apoderó de ella. Había llegado a albergar una mezcla de envidia y de orgullo, y nunca había logrado entender del todo por qué ella nunca se había animado a dejar el nido. La erudición y la obsesión de su hermano por los asesinos la inquietaban. Se le antojaba complicado sentir miedo y a la vez atracción hacia la misma cosa, y la preocupaba que, de alguna manera desconocida para ella, resultara ser igual que él.
En los últimos años, cuando conversaban, ella se percataba de que se mostraba reservada, reticente a expresar sus emociones, como si quisiera que él la comprendiese lo menos posible. Le costaba contestar a sus preguntas sobre su trabajo, sus expectativas, su vida. Se limitaba a dar respuestas vagas, escondida tras un velo de medias verdades y detalles incompletos. Aunque se consideraba una mujer de personalidad bien definida, se presentaba ante su hermano como una figura etérea y anodina.
Y, lo que resultaba más curioso, había convencido a su madre de que ocultase a Jeffrey el alcance de su enfermedad. Había alegado algo así como que no quería causar trastornos en su vida con esa información, y que no debían implicarlo en el irregular pero inexorable avance de su muerte. Había asegurado que su hermano se preocuparía demasiado, que querría volver a Florida para estar con ellas, y que no había espacio para todos. Se empeñaría en replantear todas las decisiones terribles y dolorosas -sobre medicamentos, tratamientos y clínicas- que ellas ya habían tomado. Su madre había escuchado todos estos argumentos y de mala gana se había mostrado conforme, con un suspiro. A Susan este consentimiento tan rápido le pareció extraño. Llegó a la conclusión de que pretendía imponerse a la muerte de su madre. Era como si creyera que se trataba de algo amenazador, contagioso. Susan se mintió a sí misma al persuadirse de que algún día Jeffrey le daría las gracias por protegerlo de los horrores del declive.
De vez en cuando la asaltaba la idea de que se equivocaba al hacer eso. Entonces se sentía tonta también, e incluso, brevemente, desesperada en su aislamiento, y no sabía de dónde venía ese sentimiento ni cómo vencerlo. En ocasiones pensaba que había llegado a confundir la independencia con la soledad, y que ésa era la trampa en la que había caído.
Se preguntaba además si Jeffrey estaría atrapado también, y creía que se aproximaba rápidamente el momento en que tendría que preguntárselo.
Susan, sentada a su mesa, se puso a hacer garabatos con su pluma, dibujando círculos concéntricos una y otra vez, hasta que se encontraban rellenos de tinta y se habían convertido en manchas oscuras. En el exterior, la noche había envuelto por completo la ciudad; se divisaba algún que otro brillo anaranjado ahí donde se habían declarado incendios en el centro urbano, y el cielo se veía desgarrado con frecuencia por los reflectores de los helicópteros de la policía que rastreaban la delincuencia siempre presente. Se le antojaban pilares de luz celestial, proyectados hacia la tierra desde las tinieblas de lo alto. Al borde del campo de visión que le ofrecía la ventana, vislumbró unos arcos luminosos de neón que delimitaban las zonas acordonadas y, a través de la ciudad, un flujo continuo de faros en la autovía, como agua a través de los cañones de la noche.
Se volvió de espalda a la ventana y posó la mirada en su bloc.
«¿Qué necesitas saber?», se preguntó.
Y acto seguido, con la misma rapidez, se respondió: «Sólo hay una pregunta.»
Se concentró en esa única pregunta e intentó expresarla matemáticamente, pero descartó esa idea a favor de un enfoque narrativo. «La cuestión -pensó- es cómo formular la pregunta con sencillez y a la vez con dificultad.»
Se sonrió, ilusionada por la tarea.
Fuera, la guerra urbana nocturna proseguía sin tregua, pero ella ahora se hallaba ajena a los sonidos y las imágenes propios de aquella rutina de violencia, recluida en la oficina a oscuras, oculta entre sus libros de consulta, enciclopedias, anuarios y diccionarios. Cayó en la cuenta de que se estaba divirtiendo al esforzarse en expresar la pregunta de formas diferentes y conseguirlo por medio de citas célebres, aunque sin quedar del todo satisfecha con el resultado.
Se puso a tararear fragmentos de melodías reconocibles que se difuminaban y se desintegraban en sonsonetes mientras ella tomaba rumbos distintos en su intento de construir un rompecabezas. «La base es siempre lo que se conoce -pensó-: la respuesta. El juego consiste en construir el laberinto a partir de ella.»
Se le ocurrió una idea, y casi tiró al suelo su lámpara de escritorio al extender el brazo hacia uno de los muchos libros que rodeaban su espacio de trabajo.
Pasó las páginas rápidamente hasta que encontró lo que buscaba. Entonces se apoyó en el respaldo, meciéndose con la satisfacción de quien se ha dado un buen banquete.
«Soy una bibliotecaria de lo trivial -se dijo-. Historiadora de lo críptico. Erudita de lo oscuro. Y soy la mejor.»
Susan anotó la información en su bloc amarillo y se preguntó cuál sería la mejor manera de ocultar lo que tenía delante. Estaba absorta en su tarea cuando oyó el ruido. Tardó varios segundos en cobrar conciencia de que un sonido había penetrado en el aire que la rodeaba. Era una especie de chirrido, como de una puerta al abrirse o un zapato al rozar el suelo.
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