P. ¿Cuántos profesores de historia llevan esposas consigo?
R. No lo sé. ¿Algunos? ¿Muchos? ¿Unos pocos? ¿Es ilegal tener unas esposas?
P. El cadáver de Emily Andrews presentaba en las muñecas marcas que podrían ser de esposas.
R. «Podrían» es una palabra endeble, ¿no, inspector? Una palabra floja, pusilánime, patética, que en realidad no significa nada. Quizá presente marcas, pero no son de mis esposas.
P. No le creo. Me parece que me está mintiendo.
R. Entonces no se prive de demostrar que lo que digo es falso. Pero no puede, ¿verdad, inspector? Porque si pudiera, no estaríamos perdiendo el tiempo de esta manera, ¿no?
La respuesta del inspector no constaba en las páginas que Jeffrey tenía entre las manos. Permaneció con la vista baja por un momento, aunque notaba que Martin lo estaba mirando. Volvió a leer algunas de las frases de su padre y se dio cuenta de que podía oír las palabras en boca de su padre, tantos años después, y en su mente lo veía sentado frente al inspector de policía tal como en otro tiempo se había sentado frente a él, a la mesa del comedor, en su casa, casi como si estuviera viendo una vieja película casera y rayada que avanzaba a saltos. Sobresaltado, alzó la vista de repente y tendió bruscamente las páginas de la transcripción al agente Martin.
Jeffrey se encogió de hombros, confundido como un pobre actor que de pronto se ve bajo un foco que debía iluminar a otro, en otra parte del escenario.
– Esto no me dice gran cosa… -mintió.
– Yo creo que sí.
– ¿Tiene más páginas?
– Unas cuantas, pero es más de lo mismo. Un tono provocador y evasivo, pero rara vez hostil. Su padre es un hombre astuto.
– Era.
El agente sacudió la cabeza.
– Él era claramente el mayor sospechoso. Se vio a la víctima subir a su coche, o quizás a uno parecido, y se encontraron restos de sangre bajo el asiento del pasajero. Además, estaban las esposas.
– ¿Y?
– Eso es todo, más o menos. El inspector de policía iba a detenerlo (se moría de ganas de detenerlo), pero entonces llegaron del laboratorio los resultados de los análisis de sangre. Su gozo en un pozo. La sangre de las muestras no coincidía con la de la víctima. En las esposas no había el menor resto de tejido. Yo creo que las habían limpiado con vapor. El registro de la casa donde usted vivió arrojó resultados interesantes pero negativos. Ya sólo quedaba la posibilidad de arrancarle una confesión. Era un procedimiento habitual en aquella época. Y el inspector hizo lo que pudo. Lo retuvo ahí casi veinticuatro horas, pero al final su padre parecía estar más fresco y despierto que el poli.
– ¿A qué se refiere con eso de «resultados interesantes pero negativos» del registro de la casa?
– Me refiero a pornografía de una índole particularmente sórdida y violenta. A instrumentos sexuales normalmente relacionados con el sado y la tortura. A una nutrida biblioteca especializada en el asesinato, aberraciones sexuales y la muerte. Un kit casero de utensilios para depredadores sexuales.
Clayton, que notaba seca la garganta, tragó saliva con dificultad.
– Nada de eso demuestra que fuese un asesino.
El agente Martin asintió con la cabeza.
– Tiene más razón que un santo, profe. Nada de eso prueba que cometiese un crimen. Lo único que demuestra es que sabía cómo hacerlo. Las esposas, por ejemplo. Fascinante. En cierto modo, me parece admirable lo que hizo. Es obvio que se las puso a la chica en algún momento, y no menos obvio que en cuanto llegó a casa tuvo el acierto de echarlas en agua hirviendo. No hay muchos asesinos que presten tanta atención a los detalles. De hecho, la ausencia de restos de tejido le ayudó en sus discusiones con la policía del estado de Nueva Jersey. Su incapacidad para establecer una relación entre las esposas y el crimen alimentó su confianza en sí mismo.
– ¿Y qué hay del móvil? ¿Qué vínculo tenía con la chica muerta?
El agente Martin se encogió de hombros.
– Ninguno que sea indicativo de nada. Ella había sido alumna suya, como él dijo. Tenía diecisiete años. No se pudo probar nada. Fue algo así como decir: «Camina como un pato, hace cua cua como un pato, pero…» Ya me entiende, profesor. -Martin tamborileó contrariado con los dedos sobre el cuero del sillón-. Es evidente que el maldito poli se vio desbordado desde el principio. Se ciñó a las normas desde el primer momento del interrogatorio, tal como le habían enseñado en cada curso y seminario. Introducción a la Obtención de Confesiones. -El agente suspiró-. Eso era lo malo de los viejos tiempos de leyes garantistas y reconocimiento de los derechos del delincuente. Y la policía… ¡Dios santo! La policía del estado de Nueva Jersey era una panda de tipos pulcros y estirados que observaban una disciplina casi militar. Incluso a los secretas y los que iban de paisano les habría quedado de maravilla uno de esos uniformes estrechos. Si llevas ante ellos a un asesino común y corriente (ya sabe, uno de esos que le vuelan la cabeza a su mujer cuando descubren que le ha puesto los cuernos, o que le disparan a alguien en un atraco a una tienda de autoservicio), se ocupan de él rápidamente. Las palabras brotan como si lo exprimieran con un rodillo: «Sí, señor, no, señor, lo que usted diga, señor.» Fácil. Pero en este caso fue distinto. El pobre pardillo del policía no era rival para su viejo. Al menos intelectualmente. No le llegaba ni a la suela de los zapatos. Entró en esa sala convencido de que su padre se reclinaría en la silla y le contaría sin más cómo, por qué, y dónde lo había hecho y le aclararía todas las putas dudas que le plantease, tal como había hecho cada uno de los asesinos idiotas a los que había echado el guante hasta entonces. Ya, claro. En cambio, no hicieron más que dar vueltas. Do, si, do, como en un vals de dos pasos.
– Eso parece -comentó Jeffrey.
– Y nos dice algo, ¿no es así?
– No deja usted de hablar de manera críptica, agente Martin, como dando por sentado que poseo unos conocimientos, una capacidad y una intuición de los que yo nunca me he jactado. No soy más que un profesor de universidad especializado en los asesinos en serie. Sólo eso. Nada más, nada menos.
– Bueno, eso nos dice que era infatigable, ¿no, profesor? Venció en resistencia a un inspector desesperado por resolver el caso. Y nos dice que era astuto y no tenía miedo, cosa de lo más intrigante, pues un criminal que no tiene miedo cuando se ve cara a cara con la autoridad siempre resulta interesante, ¿verdad? Pero, sobre todo, me dice algo diferente, algo que me tiene realmente preocupado.
– ¿De qué se trata?
– ¿Ha visto esas fotos de satélite que tanto les gustan a los meteorólogos de la tele? ¿Esas en que se aprecia cómo una tormenta se forma, se intensifica y acumula fuerza de la humedad y de los vientos, incubándose antes de estallar?
– Sí -respondió Jeffrey, sorprendido por la contundencia de las imágenes evocadas por el agente.
– Hay personas que son como esas tormentas en ciernes. No muchas, pero algunas. Y creo que su padre era una de ellas. La emoción del momento le daba energías. Cada pregunta, cada minuto que pasaba en esa sala de interrogatorio lo hacía más fuerte y peligroso. Ese poli intentaba conseguir que confesara… -Martin hizo una pausa para respirar hondo-, pero él estaba aprendiendo.
Jeffrey se sorprendió a sí mismo asintiendo con la cabeza. «Debería estar aterrorizado», pensó. En cambio, sentía un frío extraño en su interior. Volvió a inspirar a fondo.
– Parece usted saber mucho sobre esa confesión que nunca se produjo.
El agente Martin hizo un gesto de afirmación.
– Oh, desde luego. Porque ese inspector novato y estúpido que intentaba hacer hablar a su padre era yo.
Читать дальше