– Por favor -dijo con frialdad.
Martin se removió en su asiento y se agachó para recoger su maletín de piel. Rebuscó en los papeles que contenía y extrajo unos informes grapados. Los hojeó rápidamente hasta encontrar lo que buscaba y sacó de un bolsillo interior de la americana unas gafas para leer con montura de pasta, en forma de media luna. Se las colocó sobre la nariz y levantó la vista una sola vez hacia el profesor antes de posarla en el texto que tenía delante.
– Me hacen mayor, ¿no? Tampoco me favorecen mucho, ¿verdad? -El inspector se rio, como para recalcar la incongruencia de su aspecto-. Es una transcripción de la entrevista entre un inspector de la policía estatal de Nueva Jersey y un tal J. P. Mitchell. ¿Le suena ese nombre?
– Por supuesto que me suena. Así se llamaba mi padre. Mi difunto padre.
El agente Martin sonrió.
– Claro. El caso es que el inspector sigue el procedimiento habitual, redacta el informe, explica el caso que tiene entre manos, consigna la fecha, el lugar y la hora del día… todo muy minucioso y muy oficial, incluidas las advertencias de rigor antes del interrogatorio. Luego le pide los números de teléfono, de la seguridad social, las direcciones y toda clase de datos a su viejo, que parece responder sin reservas…
– Tal vez no tenía nada que ocultar.
El agente volvió a sonreír de oreja a oreja.
– Claro. Bueno, luego el inspector entra en detalles sobre el asesinato de la chica, y su amado padre los niega todos, uno tras otro.
– Exacto. Fin de la historia.
– No del todo.
Martin pasó las páginas del informe y arrancó tres de las centrales, que le tendió a Jeffrey. El profesor notó de inmediato que su numeración estaba en el noventa y pico. Hizo un cálculo rápido -dos páginas por minuto- y concluyó que el policía llevaba para entonces cerca de una hora interrogando a su padre. Sus ojos se deslizaron por las palabras. Saltaba a la vista que un estenógrafo había transcrito la entrevista a partir de una grabación; sólo figuraban las preguntas y respuestas, sin adornos de ninguna clase, sin descripciones de los dos hombres que hablaban entre sí, sin pormenores sobre la entonación o el nerviosismo. «¿Estaba de pie el policía? -se preguntó-. ¿Caminaba por la habitación, en círculos como un ave de presa? ¿Tenía mi padre la frente perlada de sudor, se humedecía los labios con la lengua tras cada respuesta? ¿Dio el inspector alguna palmada en la mesa? ¿Permanecía muy cerca de mi padre, en actitud amenazadora, o se conducía con frialdad, arrojándole serenamente preguntas como dardos? Y mi padre, ¿se reclinaba en la silla con una leve sonrisa, parando cada estocada con el juego de piernas de un esgrimista, disfrutando con el juego conforme aceleraba en torno a él?»
Jeffrey imaginó un cuarto reducido, probablemente con sólo una lámpara de techo. Una habitación pequeña, casi sin muebles, con las paredes desnudas, aislamiento moderno para insonorizar y una nube de humo de cigarrillo flotando sobre una mesa cuadrada y funcional. Dos sillas sobrias de acero. Su padre no estaba esposado, pues no lo habían detenido. Un magnetófono encima de la mesa, recogiendo en silencio las palabras, con los cabezales girando como si aguardaran pacientemente una confesión que nunca llegaría.
¿Qué más? Un espejo en la pared que en realidad era una ventana de observación, pero él la habría reconocido y habría hecho caso omiso de ella.
Jeffrey se detuvo de golpe. «¿Cómo puedes saber eso? -se exigió una respuesta a sí mismo-. ¿Cómo puedes saber nada acerca de la pinta, la actitud y la voz que tenía tu padre esa noche, hace tantos años?»
Notó un ligero temblor en las manos cuando se puso a leer las páginas de la transcripción. Lo primero que le llamó la atención fue que no constara el nombre del policía.
P. Señor Mitchell, dice que, la noche que desapareció Emily Andrews, usted estaba en casa con su familia, ¿correcto?
R. Sí, correcto.
P. ¿Podrían ellos corroborar esa información?
R. Sí, si da usted con ellos.
P. ¿Ya no viven con usted?
R. Así es. Mi mujer me ha dejado.
P. ¿Por qué? ¿Adónde han ido?
R. No sé adónde han ido. En cuanto al porqué, bueno, supongo que eso tendría que preguntárselo a ella. No le resultaría fácil, claro está. Sospecho que se habrá ido para el norte. A Nueva Inglaterra, tal vez. Siempre decía que le gustaban los climas más fríos. Es raro, ¿no cree?
P. ¿Así que no hay nadie que confirme su coartada?
R. «Coartada» es una palabra que tiene ciertas connotaciones en este contexto, ¿no, inspector? No acabo de entender por qué necesito una coartada. Las coartadas son para los sospechosos. ¿Soy un sospechoso, agente? Corríjame si me equivoco, pero la única relación que ha establecido entre esa desafortunada joven y yo es que asistía a mi clase de historia de tercero. La noche en cuestión, yo estaba en casa.
P. La vieron subirse a su coche, señor Mitchell.
R. Si no me equivoco, la noche de su desaparición llovía y estaba oscuro. ¿Tiene la certeza de que era mi coche? No, lo suponía. De todas formas, ¿qué tendría de malo que acompañase en el coche a una alumna en una noche fría y tormentosa?
P. ¿O sea que admite que ella subió a su coche la última noche que fue vista con vida?
R. No, no es eso lo que he dicho. Lo que digo es que no tendría nada de raro que un profesor acercase a una alumna a algún sitio en coche. Esa noche en particular, o cualquier otra noche.
P. ¿Su mujer lo ha dejado de buenas a primeras?
R. ¿Recuperando un tema anterior? Esa clase de cosas nunca sucede de buenas a primeras, inspector. Nos habíamos distanciado desde hacía algún tiempo. Discutimos. Ella se marchó. Una historia tristemente vulgar. Quizá no somos idóneos el uno para el otro, ¿quién sabe?
P. ¿Y sus hijos?
R. Tenemos dos. Susan, de siete años, y mi tocayo Jeffrey, de nueve. Ella volverá, inspector. Siempre vuelve. Y si no, bueno, la encontraré. Siempre la encuentro. Y entonces todos volveremos a estar juntos. ¿Sabe?, a veces uno tiene la corazonada, una sensación de inevitabilidad, tal vez, de que, por muy difícil y desalentadora que resulte la vida en común, estamos absolutamente destinados a seguir juntos, para siempre. Unidos.
P. ¿Ella le había dejado en ocasiones anteriores?
R. Hemos tenido problemas antes. Alguna que otra separación temporal. La encontraré. Es todo un detalle por su parte mostrar tanto interés por mi situación familiar.
P. ¿Cómo la encontrará, señor Mitchell?
R. A través de sus familiares, sus amigos. ¿Cómo se las arregla uno para encontrar a alguien, inspector? En el fondo, nadie quiere desaparecer realmente. Nadie quiere borrarse del mapa. Al menos, nadie que no sea un criminal. Quienes se marchan sólo quieren irse a algún sitio nuevo para hacer algo distinto. Y así, tarde o temprano, acaban por tirar de un hilo que los conecta con su vida anterior. Escriben una carta, hacen una llamada… lo que sea. Basta con estar al otro lado, sujetando el otro extremo del hilo y notar ese tirón cuando se produce. Pero eso usted ya lo sabe, ¿no, inspector?
P. ¿Cuál es el apellido de soltera de su esposa?
R. Wilkes. Su familia es de Mystic, Connecticut. Le anotaré su número de la seguridad social, si quiere. ¿Está interesado en hacer el trabajo por mí?
P. ¿Por qué he encontrado un par de esposas en su automóvil?
R. Entiendo. Ahora estamos saltando a un tema nuevo. Las ha encontrado porque ha registrado ilegalmente mi coche, sin una orden judicial. No puede efectuar un registro sin una orden judicial.
P. ¿Para qué las tenía allí?
R. Soy muy aficionado a todo lo relacionado con el crimen y el misterio. Colecciono objetos policiales como hobby.
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