Por supuesto, eso tenía un precio.
Muchas de las familias más pobres se habían visto desarraigadas, aunque aquellos cuya propiedad se encontraba dentro de los límites de una nueva demarcación habían obtenido un beneficio económico imprevisto. Había también quien se había resistido, como los milicianos, unos chalados ecologistas y asilvestrados, pero incluso ellos habían dado el brazo a torcer, forzados por las autoridades locales o sobornados. Muchas de esas personas se habían retirado al norte de Idaho y a Montana, donde disponían de espacio y poder político.
El estado número cincuenta y uno se había convertido en un refugio de otro tipo.
Había algunos inconvenientes: impuestos elevados, costes de edificación inflados y, lo más importante, en el estado número cincuenta y uno regían leyes que constreñían la privacidad, las entradas y las salidas, y ciertos derechos fundamentales. No es que se hubiese derogado la Primera Enmienda, sino más bien que la habían recortado. Voluntariamente. A las enmiendas Cuarta y Sexta también se les había dado un nuevo sentido.
«No es lugar para mí», decidió Jeffrey, aunque no estaba muy seguro de por qué lo pensaba.
Se arrebujó en la chaqueta con los hombros encorvados y avanzó rápidamente por la calle. «No sabes mucho sobre el Nuevo Mundo -se dijo. Luego, cayó en la cuenta-: Estás a punto de descubrir muchas cosas más.»
Se preguntó por unos instantes qué clase de persona accedería al trueque que el Territorio exigía: el de la libertad por protección.
Sin embargo, lo que uno realmente obtenía a cambio era una promesa seductora: la seguridad.
Seguridad garantizada. Seguridad absoluta.
Los Estados Unidos de Norman Rockwell.
Los Estados Unidos de Eisenhower, de la década de 1950.
Unos Estados Unidos olvidados hacía tiempo. Y en eso, comprendió Jeffrey, residía el dilema del agente Martin.
Sujetó con fuerza el maletín que contenía los informes de los tres asesinatos bajo el brazo y pensó: «Se trata de un problema antiguo. El problema más viejo de la historia. ¿Qué sucede cuando se cuela un zorro en un gallinero?»
Se sonrió. Se arma el lío más gordo jamás visto.
Varios indigentes vivían en el vestíbulo de la biblioteca. Cuando entró por la puerta lo reconocieron y lo saludaron a voces.
– ¿Qué hay, profe? ¿Viene de visita? -preguntó una mujer. Allí donde habrían tenido que estar sus dientes delanteros, había una mella. Terminó su pregunta con una carcajada estridente.
– No, sólo a documentarme un poco.
– Dentro de poco no le hará falta documentar nada. Estará tan muerto como la gente que estudia. Entonces sabrá la verdad, de primera mano, ¿no, profe? -Se rio de nuevo y le dio unos golpecitos con el codo a un anciano que tenía al lado y que sacudió el cuerpo, de modo que su ropa raída y mugrienta hizo un ruido de rozamiento mientras él cambiaba de posición.
– El profe no estudia a gente muerta, vieja bruja -repuso el hombre-. Estudia a la gente que mata, ¿verdad?
– En efecto -asintió Jeffrey.
– Ah -dijo la mujer, sonriendo de oreja a oreja-. Así que él mismo no tiene que estar muerto. Sólo convertirse en un asesino un par de veces. ¿Es eso lo que tiene que estudiar, profesor? ¿Cómo matar?
A Jeffrey la lógica de la mujer le pareció tan vacilante como su voz. En vez de contestar, sacó de su bolsillo un billete de veinte dólares.
– Tengan -dijo-. No había demasiada cola en Antonio's. Cómprense una pizza. -Dejó caer el billete sobre el regazo de la mujer, que lo agarró rápidamente con una mano que parecía una garra.
– Con esto sólo nos darán una pizza pequeña -rezongó en un súbito ataque de rabia-, con sólo un ingrediente. A mí me gusta el salchichón, y a éste los champiñones. -Le propinó un codazo a su compañero.
– Lo siento -se disculpó Jeffrey-. No puedo darles más.
La anciana emitió de pronto un sonido que estaba a medio camino entre una risita y un chillido.
– Pues entonces nada de champiñones -cacareó.
– Me gustan los champiñones -protestó el hombre con aire lastimero, y los ojos se le llenaron de lágrimas enseguida.
Jeffrey les dio la espalda y pasó por una puerta metálica doble que daba al puesto de control a la entrada de la biblioteca. Tras una mampara de cristal antibalas, la bibliotecaria lo saludó con una sonrisa y un gesto de la mano, y él le dejó su arma en consigna. Ella señaló a una habitación lateral.
– Su amigo le espera allí dentro. -Su voz, que salía de un inter-comunicador metálico, sonaba distante y extraña-. Su amigo que va armado hasta los dientes -añadió con una ancha sonrisa-. No le ha hecho muy feliz dejarme todo su arsenal.
– Es policía -explicó Jeffrey.
– Pues ahora es un policía desarmado. Nada de armas en la biblioteca. Sólo libros. -La bibliotecaria era mayor que Clayton, quien sospechaba que dedicaba su tiempo libre entre las estanterías a leer relatos del pasado con espíritu romántico-. Érase una vez, había más libros que pistolas -dijo, más para sí que para que Jeffrey la oyese. Levantó la vista-. ¿No es así, profesor?
– Érase una vez -respondió él.
La mujer negó con la cabeza.
– Las ideas son incluso más peligrosas que las armas, sólo que su efecto no es tan inmediato.
Él asintió con una sonrisa. La mujer volvió a sus tareas simultáneas de supervisar los monitores de videovigilancia y registrar libros en el ordenador. Jeffrey atravesó el portal del detector de metales y entró en la sección de periódicos y revistas de la biblioteca.
El agente estaba solo en la habitación, incómodamente sentado en un sillón de cuero demasiado fofo. Pugnó durante unos instantes por levantarse del asiento y se dirigió al encuentro de Clayton.
– No me gusta despojarme de mis armas, aunque estemos en un templo del saber -comentó mientras una expresión irónica le asomaba a la cara.
– Eso me ha dicho la señora de la entrada.
– Lleva una Uzi colgada del hombro. Ya puede decir lo que quiera..
– No le falta razón -señaló Jerrrey. A continuación, deslizó el maletín de piel que contenía las tres carpetas hacia el agente Martin-.Aquí tiene sus dossieres. Como ya le he dicho, si no me proporciona toda la información disponible sobre los asesinatos, no estoy seguro de poder ayudarle.
El agente no respondió a eso.
– He hablado antes con el decano del Departamento de Psicología -dijo en cambio-. Ha accedido a concederle un permiso extraordinario. He anotado los nombres de los profesores que le sustituirán en sus clases. He imaginado que querría usted hablar con ellos antes de irnos.
Jeffrey se quedó boquiabierto. Tartamudeó por un momento al contestar:
– Y una mierda. Yo no me voy a ningún sitio. Usted no tiene derecho a contactar con nadie ni a hacer ni un maldito preparativo por mí. Le he dicho que no pienso ayudarle, y hablaba en serio.
– No sabía muy bien cómo resolver el tema de sus novias -prosiguió el agente, haciendo caso omiso de las palabras de Jeffrey-. He supuesto que usted preferiría hablar antes con ellas, inventarse alguna mentira convincente, porque pobre de usted si le informa a alguien del trabajo que se trae entre manos o del lugar adónde va. El catedrático de su departamento cree que se va usted a la Vieja Washington. Dejemos que lo siga creyendo, ¿de acuerdo?
– Que le den -lo interrumpió Jeffrey, furioso-. Yo me largo de aquí.
El agente Martin sonrió lánguidamente.
– Dudo que lleguemos a ser amigos -dijo-. Intuyo que usted acabará por admirar, o por lo menos apreciar, algunas de mis cualidades más singulares, pero no, no basándose en lo que ha pasado hasta ahora. No, no creo que nos hagamos amigos. Claro que eso no importa en realidad, ¿o sí, profesor? No es de lo que se trata.
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