Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana y Alexander: краткое содержание, описание и аннотация

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Después de un mes de búsqueda, al volver del trabajo, Harold anunció:

– El tipo del Obkom ha venido a verme otra vez. No podemos quedarnos aquí. Tenemos que irnos.

– ¿Cuándo? -exclamó Jane.

– Nos quieren fuera dentro de dos días como mucho.

– ¡Pero no tenemos a donde ir!

Harold suspiró.

– Me han propuesto un traslado a Leningrado. Dicen que hay más trabajo: un polígono industrial, varias fábricas de muebles, una central eléctrica…

– ¿Qué pasa? ¿No hay centrales eléctricas en Moscú, papá? -preguntó Alexander.

– Iremos a Leningrado -dijo Harold, sin hacerle caso-. Habrá más habitaciones disponibles. Y tú ya verás cómo encuentras trabajo en la biblioteca pública, Janie.

– ¿A Leningrado? -protestó Alexander-. Papá, no pienso irme de Moscú. Aquí están mis amigos, el instituto… Por favor…

– No tenemos elección, Alexander. Te apuntarás a otro instituto y harás nuevos amigos.

– Vaya, genial.

– No tenemos elección -repitió Harold.

– Claro -dijo Alexander, en voz alta-. Pero antes sí la teníamos, ¿no es así?

– ¡No me levantes la voz, Alexander! -lo riñó Harold-. ¿Me he explicado bien?

– ¡Con toda claridad! -gritó Alexander-. No pienso ir. ¿Me he explicado yo?

Harold se levantó de un salto. Jane se levantó de un salto. Alexander se levantó de un salto.

– ¡Callaos los dos! -exclamó Jane.

– Alexander, no consiento que me hables de ese modo -dijo Harold-, Vamos a trasladarnos, y no quiero que se hable del tema ni un minuto más. Ah, una cosa -añadió, volviéndose hacia su mujer. Adoptó una expresión contrita y carraspeó antes de añadir-: Quieren que nos cambiemos el apellido por otro más ruso.

Alexander soltó un bufido de incredulidad.

– ¿Por qué ahora, después de tantos años? -preguntó.

– ¡Porque sí! -gritó Harold, fuera de sus casillas-. ¡Tenemos que demostrar nuestra lealtad! El mes que viene cumples dieciséis años y tendrás que alistarte en el Ejército Rojo. Necesitas un apellido ruso. Cuanto menos te pregunten, mejor. Ahora tenemos que ser rusos. Nos irá mejor así.

Bajó la mirada.

– Por Dios, papá… -exclamó Alexander-. ¿Cuándo acabará esta historia? ¿Ahora resulta que no podemos conservar nuestro apellido? ¿No les basta con echarnos a patadas de casa y obligarnos a trasladarnos a otra ciudad? ¿También tenemos que perder nuestro nombre? ¿Qué más nos queda?

– ¡No nos escondemos! Hacemos lo que hay que hacer. Nuestro apellido es estadounidense. Tendríamos que habérnoslo cambiado hace mucho.

– Exacto -dijo Alexander-. Los Frasca no lo hicieron, y los Van Doren tampoco. Y mira lo que les ha pasado: se han ido de vacaciones. Vacaciones indefinidas, ¿no, papá?

Harold se incorporó y le levantó la mano, pero su hijo lo apartó de un empujón.

– No me toques -dijo con frialdad-. Ya no tengo edad para eso.

Harold hizo otro intento de pegarle y Alexander lo volvió a empujar, pero esta vez no pudo esquivar a su padre. No quería que su madre lo viera perder el control. Su pobre madre, que temblaba y lloraba y se aferraba a los dos hombres de su familia, implorándoles que parasen.

– Harold, Alexander… por favor, dejadlo ya.

– ¡Díselo a él! -protestó Harold-. Eres tú quien lo ha educado así. No respeta a nadie.

Su madre se acercó a Alexander y lo agarró del brazo.

– Por favor, hijo. Cálmate. Todo irá bien.

– ¿Tú crees, mamá? Nos vamos a otra ciudad y nos cambiamos de nombre igual que ha cambiado de nombre esta residencia. ¿Tú crees que eso es ir bien?

– Sí -aseguró su madre-. Nos tenemos los unos a los otros. Tenemos nuestra vida.

– Cómo cambia la definición de «bien»… -concluyó Alexander, apartándose y cogiendo el abrigo.

– No cruces esa puerta, Alexander -le advirtió Harold-. Te prohíbo que cruces esa puerta.

– Adelante, detenme -lo retó Alexander, mirándolo a los ojos.

Salió de la habitación y no regresó hasta dos días después. Y cuando volvió, empaquetó sus cosas y se marchó del Hotel Kirov.

Su madre estaba borracha y no lo ayudó a llevar las maletas hasta la estación de tren.

¿Cuándo había empezado Alexander a intuir, a notar, a saber, que su madre tenía un problema? Era obvio que le pasaba algo. Al principio sólo eran pequeños cambios, pero Alexander era el hijo y no le correspondía preguntar a los adultos qué les pasaba. Quien tendría que haberse dado cuenta era su padre, pero estaba ciego. Alexander sabía que Harold era de esa clase de personas incapaces de pensar a la vez en los asuntos personales y los asuntos del mundo.

Pero daba igual que no se hubiera enterado o que sí se hubiera enterado y hubiera decidido hacer caso omiso: la cuestión era que Jane Barrington, sin previo aviso y sin gran parafernalia, poco a poco ;estaba dejando de ser la persona que había sido y se estaba convirtiendo en la persona que no era.

Capítulo 8

La isla de Ellis, 1943

A mediados de agosto, cuando Tatiana ya llevaba siete semanas en Estados Unidos, Edward pasó a visitarla y la encontró sentada junto a la ventana, como de costumbre. Tenía a Anthony en el regazo y le hacía cosquillas en los dedos de los pies. Se encontraba mucho mejor. Respiraba con más facilidad y apenas tosía. Hacía un mes que no veía sangre en las expectoraciones. El aire de Nueva York le estaba sentando bien.

– Edward -dijo mientras el médico la auscultaba-, tu mujer te estaba buscando.

El médico la miró, desvió los ojos y sonrió.

– Sí… A veces me busca.

Tatiana lo miró con seriedad mientras Edward retiraba el estetoscopio.

– Vaya, estás mucho mejor. Creo que voy a tener que darte el alta.

Tatiana no dijo nada.

– ¿Tienes algún sitio adonde ir? -Edward hizo una pausa-. Necesitarás un trabajo.

– Me gusta estar aquí, Edward -explicó Tatiana.

– Ya lo sé. Pero ya te encuentras bien.

– Estaba pensando… ¿y si trabajo aquí? Necesitáis más enfermeras.

– ¿Quieres trabajar en Ellis?

– Me encantaría.

Edward habló con el jefe de cirugía del Departamento de Sanidad, que visitó a Tatiana y le dijo que tendría que pasar un período de prueba de tres meses para comprobar si tenía los conocimientos necesarios para desempeñar aquel trabajo. El cirujano le explicó que no la contrataría el hospital de Ellis sino el propio Departamento de Sanidad y que ocasionalmente tendría que acudir a la Universidad de Nueva York, donde había escasez de enfermeras. Tatiana aceptó, pero preguntó si podía seguir viviendo en Ellis.

– Y quizá trabajar en el turno de noche… -propuso.

El cirujano no parecía muy conforme.

– ¿Por qué quiere vivir aquí? Puede buscar casa al otro lado de la bahía. Aquí no residen ciudadanos de nuestro país.

Tatiana intentó explicarle que aunque deseaba trabajar no tenía con quién dejar al niño, y que si seguía ocupando la habitación donde había pasado la convalecencia, podría cuidarlo alguno de los refugiados acogidos en la isla.

– Pero el espacio es muy pequeño.

– Me basta con una habitación.

Tatiana, que no se atrevía a ir a Manhattan, pidió a Vikki que le comprara una bata de enfermera y un par de zapatos.

– ¿Sabes que con la cartilla de racionamiento sólo puedes comprar dos pares? -le explicó Vikki-. ¿Quieres que uno de tus dos pares sean los zapatos de enfermera?

– Quiero que mi único par sean los zapatos de enfermera -precisó Tatiana-. ¿Para qué quiero más?

– ¿Y si quieres salir a bailar? -preguntó Vikki.

– ¿A qué?

– ¡A bailar! Ya sabes, mover un poco el esqueleto… ¿Y si quieres ponerte guapa? ¿Es que no va a volver tu marido?

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