– No -dijo Tatiana-, mi marido ya no volverá.
– Bueno, pues siendo viuda, está claro que necesitarás unos zapatos bonitos.
Tatiana negó con la cabeza.
– Necesito unos zapatos de enfermera y una bata blanca, y necesito seguir en Ellis, y no necesito nada más.
Vikki meneó la cabeza y pestañeó sorprendida.
– Necesitas todo lo demás. ¿Cuándo vienes a cenar a casa? ¿Te parece bien el domingo? El doctor Ludlow dice que te ha dado el alta.
Vikki le compró una bata que le iba un poco grande y unos zapatos de su número, y en cuanto Edward le dio el alta, Tatiana siguió haciendo lo mismo que había hecho hasta entonces con el camisón blanco y la bata gris del hospital: atender a los militares extranjeros que llegaban a Nueva York para pasar la convalecencia antes de que los trasladaran a otro lugar del continente a cumplir la pena que les correspondía como prisioneros de guerra. La mayoría eran soldados alemanes, pero también había algunos italianos, varios etíopes y uno o dos franceses. No había ningún soviético.
– ¿Qué voy a hacer, Tania? -Vikki se había sentado en el borde de la cama mientras su amiga le daba el pecho a Anthony-. ¿Es tu hora de descanso?
– Sí, hora de la comida.
Tatiana sonrió fugazmente, pero los oídos poco atentos de Vikki no habían captado la ironía.
– ¿Quién te cuida al niño cuando tienes turno?
– Me lo llevo y lo dejo en una cama libre mientras atiendo a soldados.
Tenía ganas de contarle que Brenda se ponía nerviosa cada vez que veía al niño, pero Tatiana no quería dejarlo solo en la habitación y le daba lo mismo si la enfermera lo aceptaba o no. Si hubiera habido más inmigrantes, podría haberlo dejado con alguien mientras trabajaba. Pero pocas personas entraban en Estados Unidos a través de la isla. Sólo habían llegado doce en el mes de julio y ocho en el de agosto. Y todos tenían sus propios niños y sus propios problemas.
– ¿Qué vas a hacer con qué, Vikki?
– ¡Con mi situación, Tania! Ya sabes que tengo a mi marido en casa, ¿no?
– Ya lo sé -dijo Tatiana-. Espera un poco… a lo mejor lo mandan otra vez a combatir.
– ¡Ése es el problema! No lo quieren. No puede manejar armas pesadas y lo han licenciado. Quiere que tengamos un niño. ¿Te lo puedes imaginar?
Tatiana no dijo nada.
– ¿Por qué te casaste, Vikki? -preguntó después.
– ¡Por la guerra! ¿Por qué me preguntas eso? ¿Por qué te casaste tú? Se iba a la guerra y me pidió que me casara con él y yo le dije que sí. Pensé: «¿Qué más da? Estamos en guerra. ¿Qué es lo peor que puede pasar?».
– Esto -respondió Tatiana.
– No sabía que volvería tan pronto, pensaba que lo vería en Navidad y una o dos veces más como mucho. O que lo matarían, y entonces podría decir que estuve casada con un héroe de guerra.
– Pero ya es un héroe de guerra, ¿no?
– Eso no cuenta… ¡está vivo!
– ¡Ah!
– Antes de que volviera, yo salía a bailar todos los fines de semana, y ahora no puedo hacer nada. ¡Ay, Señor! -exclamó-. ¡Estar casada es una lata!
– ¿Lo quieres?
– Claro. -Vikki se encogió de hombros-. Pero también quiero a Chris. Y hace dos semanas conocí a un médico muy simpático… Pero todo eso se ha acabado por ahora.
– Tienes razón -dijo Tatiana-, el matrimonio es incómodo. -Se interrumpió y añadió-: ¿Y por qué no le pides…? ¿Cómo se dice…?
– ¿El divorcio?
– Eso es.
– ¿Te has vuelto loca? ¿De qué país vienes tú? ¿Qué costumbres tenéis allá?
– En mi país -explicó Tatiana- somos fieles a maridos.
– ¡Él no estaba! No iba a esperar que le fuera fiel cuando él estaba divirtiéndose en Asia, a miles de kilómetros… En cuanto al divorcio… soy demasiado joven para ser una divorciada.
– ¿Y para ser viuda no?
Tatiana sintió un estremecimiento mientras lo decía.
– ¡No! Ser viuda es un honor. Pero no puedo ser una divorciada. ¿Quieres que me convierta en una Wallis Simpson?
– ¿En quién?
– Estás haciendo una labor excelente, Tania. Brenda (a regañadientes, eso sí) -Edward sonrió- me ha dicho que los pacientes están muy contentos contigo.
Edward y Tatiana estaban haciendo la ronda entre las camas de los pacientes. Tatiana llevaba en brazos a Anthony, que lo miraba todo muy atento.
– Ah, muchas gracias por decírmelo, Edward.
– ¿No tienes miedo de que el niño contraiga una enfermedad por estar entre enfermos?
– No son enfermos -replicó Tatiana-. ¿Verdad, Anthony? Son heridos. Y cuando les dejo al niño se ponen contentos. Algunos tienen esposa e hijos en su país. Se animan cuando juegan con el bebé.
Edward sonrió.
– Es un niño muy guapo. -Acarició el pelo oscuro de Anthony, y el niño lo recompensó con una amplia sonrisa desdentada-. ¿Ya lo sacas a pasear?
– Todo el tiempo.
– Muy bien, muy bien. Los niños necesitan estar al aire libre. Y tú también.
– Salimos todos los días.
Edward carraspeó.
– ¿Sabes una cosa? Los domingos, los médicos de la Universidad de Nueva York y del Departamento de Sanidad jugamos al béisbol en Central Park y las enfermeras vienen a animarnos. ¿Te gustaría venir con Anthony este fin de semana?
Tatiana estaba demasiado desconcertada para responder.
– ¿Y tú tienes hijos, Edward? -fue lo único que se le ocurrió preguntar.
Edward negó con la cabeza.
– Mi mujer no está en condiciones de tener hijos -explicó-. Está…
Habían llegado a la escalera y oyeron el taconeo de unos zapatos altos contra los peldaños.
– ¿Edward? -chilló una voz estridente desde el piso inferior-. ¿Eres tú?
– Sí, cariño, soy yo.
La voz de Edward parecía resignada.
– Gracias a Dios que te encuentro. Te he estado buscando por todas partes.
– Estoy aquí, cariño.
La señora Ludlow subió los escalones jadeando y se reunió con los dos en el rellano. Tatiana estrechó al niño contra su cuerpo.
– ¿Una enfermera nueva, Edward? -preguntó la esposa del médico, lanzando una mirada reprobatoria a Tatiana.
– ¿Conoce usted a Marion, enfermera Barrington?
– Sí -respondió Tatiana.
– No, no nos conocemos -se apresuró a decir Marion-. Nunca olvido una cara.
– Nos vemos todos los martes en el comedor, señora Ludlow -replicó Tatiana-. Usted me pregunta dónde está Edward y yo le digo que no lo sé.
– No nos conocemos -repitió la señora Ludlow, con firmeza.
Tatiana no dijo nada y Edward tampoco.
– ¿Podemos hablar en privado, Edward? -Miró gélidamente a Tatiana y añadió-: Y usted es demasiado joven para llevar a un bebé en brazos. No lo está sosteniendo bien. Tiene que sujetarle la cabeza. ¿Dónde está la madre?
– Ella es la madre del niño, Marion -explicó Edward.
La señora Ludlow guardó un silencio reprobatorio durante un momento, soltó un bufido y, antes de que los otros dos pudieran decir nada, volvió a bufar con más énfasis, masculló la palabra «inmigrantes» y se marchó acompañada de Edward.
Vikki irrumpió en la sala del hospital, agarró a Tatiana del brazo y la obligó a salir al pasillo.
– ¡Me ha pedido el divorcio! -susurró con voz indignada-. ¿No es increíble?
– Bueno…
– Le he dicho que no pensaba dárselo porque divorciarse no está bien, y me ha dicho que presentará la demanda y la ganará porque yo… no sé qué ha dicho exactamente… porque no he respetado lo pactado. Le he dicho: «Ah, como si tú no te hubieras ido de putas en Asia», y ¿sabes qué me ha dicho?
– ¿Ha dicho que no?
– ¡Ha dicho que sí! Pero que en el caso de los soldados es distinto, ha dicho. ¿No es increíble? -Vikki cabeceó, se encogió de hombros e intentó controlar la expresión ofendida de su mirada. El rimel se mantuvo en su sitio y sus labios no perdieron el brillo-. Le he dicho: «Muy bien, pues te vas a arrepentir», y él ha dicho que ya se arrepentía. ¡Uf! -Se encogió de hombros otra vez y pareció animarse-: Oye, ven a cenar el domingo. La abuela hará lasaña.
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