Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Se echó a temblar como una hoja.

Stepanov se quitó la guerrera y se la tendió a Alexander. -Tenga, cúbrase los hombros.

Alexander obedeció.

– ¡Ya es la hora! -chilló una voz fuera de la celda.

– Dígame la verdad -añadió Stepanov en un susurro-, ¿pidió a su esposa que se marchara con Sayers a Helsinki? ¿Era ése su plan desde el principio?

Alexander no respondió. No quería que Stepanov supiera que… Una vida, dos, tres, eran suficientes. Un millón de personas eran un millón de individuos diferentes. Stepanov no se merecía morir por Alexander.

– ¿Por qué es tan testarudo? ¡Déjelo ya! Como no han conseguido nada por el momento, han hecho venir a otro agente para interrogarlo. Al parecer es durísimo y siempre termina obteniendo una confesión firmada. Lo han tenido medio desnudo en una celda helada y no tardarán en idear otra cosa para acabar con su resistencia. Le pegarán, le sumergirán la cabeza en un cubo de agua helada, le enfocarán la cara con una bombilla hasta volverlo loco, lo insultarán… necesitará toda su fuerza para resistir. Si no, no tiene ninguna posibilidad de salvarse.

– ¿Cree que Tatiana está a salvo? -preguntó Alexander con voz temblorosa.

– No, no lo creo. ¿Quién está a salvo en este país? -susurró Stepanov-. ¿Usted? ¿Yo? Su esposa no, desde luego. La están buscando por todas partes. En Leningrado, en Molotov, en Lazarevo… Si está en Helsinki, la encontrarán y la obligarán a volver. Es usted consciente de ello, ¿no? Hoy tenían que llamar al hospital de la Cruz Roja en Helsinki.

– ¡Ya es la hora! -volvió a chillar el carcelero.

– ¿Cuántas veces en la vida tendré que oír estas palabras? -dijo Alexander en voz alta-. Se las dijeron a mi madre, se las dijeron a mi padre, se las dijeron a mi mujer y ahora me las dicen a mí. ¿Cuándo acabará esta historia?

Stepanov recuperó su guerrera.

– Las acusaciones que le imputan…

– No me haga preguntas, señor.

– Niéguelo todo, Alexander.

– Señor… -intervino Alexander cuando Stepanov ya se daba la vuelta para marcharse-. El día en que me detuvieron… ¿fue Tania a verlo? -Estaba tan débil que apenas podía articular las palabras. Le daba igual el frío, no podía seguir más tiempo de pie. Se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la gélida superficie de cemento-. ¿La vio? -Alexander alzó los ojos hacia Stepanov, que asintió con un gesto-. ¿Cómo estaba ella?

– No me haga preguntas, Alexander.

– ¿Estaba…?

– No me haga preguntas.

– Cuéntemelo.

– ¿Recuerda cuando fue a buscar a mi hijo? -preguntó Stepanov, esforzándose para que no se le quebrara la voz. Alexander desvió la mirada-. Gracias a usted, tuve el consuelo de verlo antes de que muriera y pude enterrarlo.

– De acuerdo, no haré más preguntas -dijo Alexander.

– ¿Quién le dará ese consuelo a su mujer?

Alexander hundió la cara entre las manos.

Stepanov salió de la celda.

Alexander siguió inmóvil en el suelo durante un minuto más, un día más, varios años más. No quería morfina, no quería medicamentos, no quería fenobarbital. Lo que quería era una bala que acabara con el dolor de su corazón.

Abrieron la puerta de la celda. No le habían dado ni pan, ni agua, ni nada de ropa. Alexander no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba desnudo en el interior de aquella celda helada.

Entró un hombre alto, calvo y de cara desagradable. Por lo visto no quería estar de pie, ya que detrás de él entró uno de los guardianes con una silla para que se pusiera cómodo.

– ¿Sabe qué tengo en las manos, comandante? -preguntó el hombre con una meliflua voz nasal.

Alexander negó con la cabeza. Entre los dos había una lámpara de queroseno. Alexander se incorporó y se separó de la pared.

– Tengo aquí su ropa, comandante, y una manta de lana. Y mire, le traigo también un buen pedazo de carne de cerdo, con el hueso y todo. Está caliente todavía. Y unas patatas, con crema de leche y mantequilla. Y un vasito de vodka. Y tabaco. ¿No le gustaría salir de esta celda fría y húmeda, vestirse y comer un poquito?

– Sí que me gustaría -respondió Alexander, impasible.

No quería que le temblase la voz frente a un desconocido.

El hombre sonrió.-Sabía que le gustaría. He venido expresamente desde Leningrado para hablar con usted. ¿Le parece bien que hablemos un rato'

– No veo inconveniente -contestó Alexander-. No tengo mucho más que hacer.

El hombre se rió.

– No mucho más, es verdad.

Sus ojos nada risueños escudriñaron a Alexander.

– ¿De qué quiere que hablemos?

– Básicamente de usted, comandante Belov. Y de un par de cositas más.

– Perfecto.

– ¿Quiere que le dé la ropa?

– Estoy seguro de que la respuesta a esta pregunta es obvia para una persona inteligente como usted -respondió Alexander.

– Le he reservado otra celda. Es menos fría y más espaciosa y tiene una ventana. Mucho menos fría. Ahora debe de estar a veinticinco grados centígrados, no como aquí, donde seguramente no pasamos de los cinco grados. -El hombre volvió a sonreír-. ¿Quiere que se lo traduzca a grados Fahrenheit, comandante?

– ¿Fahrenheit? -Los ojos de Alexander se estrecharon-. No será necesario.

– ¿Le he dicho que tengo tabaco?

– Me lo ha dicho.

– De todas las cosas que le he dicho, comandante… de estas comodidades… ¿Hay alguna que desee en especial?

– ¿No le he respondido ya a esa pregunta?

– A ésta, sí. Pero tengo más preguntas.

– Ah, ¿sí?

– ¿Es usted Alexander Barrington, hijo de Harold Barrington, un estadounidense que llegó a la URSS en diciembre de 1930, acompañado de su bonita esposa y de su guapo hijo de once años?

Alexander, de pie frente al policía sentado en la silla, se mantuvo impasible.

– ¿Cómo se llama? -preguntó-. Normalmente, la gente como usted empieza presentándose.

– ¿La gente como yo? -El agente sonrió-. Le diré una cosa. Usted me responde y yo le responderé a usted.

– ¿Cuál es su pregunta?

– ¿Es usted Alexander Barrington?

– No. ¿Cómo se llama usted?

El hombre cabeceó reprobatoriamente.

– ¿Qué pasa? -dijo Alexander-. Me ha pedido que responda a su pregunta, y eso he hecho. Ahora responda usted a la mía.

– Leonid Slonko -dijo el agente-. ¿Hay alguna diferencia ahora?

Alexander lo observó con atención.

– ¿Ha dicho que ha venido expresamente de Leningrado para hablar conmigo?

– Sí.

– ¿Trabaja usted en Leningrado?

– Sí.

– ¿Lleva mucho tiempo allí, camarada Slonko? Me han dicho que es usted muy bueno en su trabajo. ¿Lleva mucho tiempo en el servicio? Yo diría que diez años por lo menos…

– Veintitrés.

Alexander soltó un silbido de aprobación.

– ¿En qué sitio de Leningrado?

– ¿En qué sitio qué?

– ¿En qué sitio trabaja? ¿En Kresti? ¿O en el Centro de Detención de la calle Milionaia?

– ¿Qué sabe usted del Centro de Detención, comandante?

– Sé que se construyó en 1864, durante el reinado de Alejandro II. ¿Es allí donde trabaja usted?

– A veces interrogo a algunos de los prisioneros, sí.

Alexander asintió y siguió hablando:

– Bonita ciudad, Leningrado. Aunque no termino de acostumbrarme a ella.

– Ah, ¿no? Bueno, ¿y por qué iba a acostumbrarse?

– Eso es, ¿por qué? Prefiero Krasnodar, hace más calor. -Alexander sonrió-. ¿Y cuál es su categoría, camarada?

– Soy director de operaciones -contestó Slonko.

– Entonces, ¿no es militar? Ya me imaginaba que no.

Slonko se levantó de la silla, sin soltar la ropa de Alexander.

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