Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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– ¿También los mandaron a un campo de trabajo?

– ¡Claro! -Alexander calló y la dejó continuar-. Lo curioso es que… ¿Te fijaste en que hace unos meses había rameras en la puerta del hotel que hay en esta misma calle?

– Ajá…

Alexander se había fijado.

– Las detuvieron por alteración del orden público…

– Y por no renunciar a las herramientas del capitalismo -observó secamente Alexander.

– Exacto, chico, exacto. -Tamara rió y le acarició el pelo-. ¿Y sabes cuántos años les cayeron en ese campo de trabajo que tanto te interesaba? Tres. No lo olvides: cristianismo, siete años; prostitución, tres años.

Jane entró en la habitación y agarró a su hijo de la mano.

– ¡Vámonos! -exclamó.

Antes de salir se dio la vuelta y añadió en tono acusatorio, dirigiéndose a Alexander pero mirando a Tamara:

– ¿Podrías dejar de hablar de prostitutas con viejas desdentadas?

– ¿Y con quién quieres que hable de prostitutas, mamá? -preguntó Alexander.

– Hijo, tu madre quiere que hable contigo de una cosa.

Harold carraspeó. Alexander apretó los labios y se sentó en silencio. Vio a su padre muy nervioso y se pisó las manos con los muslos para contener la risa. Su madre fingía limpiar algo en la otra punta de la habitación. Harold lanzó una mirada en dirección a Jane.

– ¿Sí, papá? -dijo Alexander con su voz más profunda.

Le había cambiado la voz hacía unos meses y le gustaba mucho cómo sonaba su nueva personalidad. Muy adulta. También había crecido más de veinte centímetros de estatura en los últimos seis meses, pero no parecía tener mucha carne sobre los huesos. Aún le faltaba… de todo.

– Papá, ¿quieres que hablemos dando un paseo?

– ¡No! -dijo Jane-. No podré escucharos. Podéis hablar aquí.

– Muy bien, papá, hablemos aquí -concedió Alexander, con un gesto de asentimiento.

Alzó la cara e intentó no reírse. Habría dado igual que cruzara los ojos o que sacara la lengua, porque su padre era incapaz de mirarlo.

– Hijo -comenzó Harold-, estás a punto de alcanzar esa edad en la que… en fin, estoy seguro de que será así, de hecho es así ya… estás hecho un chaval muy simpático y muy guapo, y necesitas mi consejo porque no tardarás en… bueno, quizá ya has… estoy seguro de que ya has…

Jane soltó un bufido reprobatorio al fondo de la habitación, y Harold se interrumpió.

Al cabo de unos segundos, Alexander se puso de pie y palmeó cariñosamente el hombro de su padre.

– Gracias, papá -dijo-. Sí que ha sido una ayuda.

Se marchó a su habitación, y Harold no lo siguió. Oyó discutir a sus padres y al cabo de un minuto llamaron a la puerta. Era su madre.

– ¿Puedo hablar contigo?

– No hace falta, mamá -contestó Alexander, intentando mantenerse serio-, creo que papá ya ha dicho lo que tenía que decir y no hay nada más que añadir…

Jane se sentó en la cama y Alexander se acomodó en la silla que había junto a la ventana. En mayo cumpliría dieciséis años. Le gustaba el verano. A lo mejor alquilaban una habitación en una dacha de Krasnaia Poliana, como el año anterior.

– Alexander, lo que tu padre no ha llegado a decir…

– Pero ¿hay algo que no haya llegado a decir?

– Hijo…

– Perdona, sigue…

– No voy a darte una lección sobre las chicas…

– Menos mal.

– Pero escúchame, quiero que tengas en cuenta una cosa… -Jane hizo una pausa. Alexander esperó-. Martha me ha contado que a uno de sus asquerosos hijos han tenido que extirparle el aparato -susurró-. ¡Extirpárselo! ¿Y sabes por qué?

– No sé si quiero saberlo.

– Porque pilló purgaciones. ¿Sabes qué es eso?

– Creo que…

– Y el otro hijo tiene el cuerpo lleno de bubas. ¡Es repugnante!

– Sí, es…

– ¡El mal francés! ¡La sífilis! Lenin murió de eso, con el cerebro consumido -susurró-. Nadie lo dice, pero es así. ¿Eso es lo que quieres que te pase?

– La verdad es que no -repuso Alexander.

– Pues está por todas partes. Tu padre y yo conocíamos a un hombre que se quedó sin nariz por lo mismo.

– Personalmente, prefiero quedarme sin nariz que sin…

– ¡Alexander!

– Lo siento.

– Es un asunto muy serio, hijo. He hecho todo lo que he podido para educarte bien, para que seas un chico limpio y sano, pero mira dónde tenemos que vivir, y tú no tardarás en independizarte.

– Ah, ¿piensas que será pronto…?

– ¿Qué va a pasar cuando te encames con una lagartona que vete a saber con quién ha estado antes? -preguntó resueltamente Jane-. Hijo, yo no quiero que cuando crezcas seas un santo ni un eunuco; sólo quiero que vayas con cuidado y que protejas en todo momento lo que es tuyo. Tienes que mantener la higiene, ir con cuidado… y no olvides que si no usas protección terminarás haciéndole un bombo a una chica y entonces ¿qué? ¿Terminarás casándote con alguien a quien no quieres?

– ¿Un bombo? -preguntó Alexander, mirando a su madre.

– Te dirá que es tuyo pero nunca lo sabrás con seguridad, sólo sabrás que te has casado y que el aparato ya no te funciona.

– Para ya, madre, por favor -suplicó Alexander.

– ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

– ¿Cómo no voy a entenderte?

– Tenía que explicártelo tu padre.

– Y lo ha hecho. En mi opinión, me lo ha explicado muy bien.

– ¿Podrías tomarte algo en serio alguna vez, para variar? -preguntó Jane, poniéndose de pie para marcharse.

– Sí, mamá. Gracias por venir. Me alegro de que hayamos tenido esta conversación.

– ¿Tienes alguna pregunta?

– Ninguna.

El cambio de nombre de la residencia, 1935

Una gélida tarde de enero, Alexander y su padre se dirigían a la reunión de todos los jueves.

– Papá -preguntó Alexander-, ¿por qué van a cambiar otra vez el nombre de la residencia? Es la tercera vez en seis meses.

– No lo han cambiado tantas veces.

– Sí, papá. -Caminaban el uno al lado del otro, sin darse la mano-. Cuando nos instalamos se llamaba «Hotel Derzhava». Luego lo cambiaron a «Hotel Kamenev», y luego se llamó «Zinoviev». Y ahora es el «Hotel Kirov». ¿Por qué? ¿Y quién es ese tal Kirov?

– Era el jefe del Partido en Leningrado -explicó Harold.

En la reunión, el viejo Slavan soltó una carcajada cuando Alexander repitió la pregunta.

– No te preocupes, hijo -lo tranquilizó, dándole una palmadita en la cabeza-. Ahora que es «Kirov», «Kirov» se quedará.

– Bueno, dejad ya el tema -dijo Harold.

Intentó apartar a su hijo, pero Alexander no quería perderse la explicación.-¿Por qué, Slavan Ivanovich?

– Porque Kirov está muerto -le explicó Slavan-. Lo asesinaron en Leningrado hace un mes. Ahora hay una persecución en marcha.

– Ah, ¿es que no han encontrado al asesino?

– A él lo encontraron, sí. -El viejo sonrió amargamente-. Pero ¿qué pasa con los demás?

– ¿Quiénes?

Alexander bajó la voz.

– Los demás conspiradores -explicó el viejo-. También tienen que morir.

– ¿Fue una conspiración?

– Sí, claro. ¿Habría una persecución en marcha de no ser así?

Harold llamó en tono áspero a Alexander.

Más tarde, cuando volvían a casa, le preguntó:

– Hijo, ¿por qué hablas tanto con Slavan? ¿Qué cosas te ha estado contando?

– Es un hombre fascinante -aseguró Alexander-. ¿Sabías que estuvo cinco años en Akatui? -Akatui era un presidio siberiano de la época zarista-. Dice que le dieron una camisa blanca y que en verano trabajaba sólo ocho horas al día y en invierno seis, y que nunca llevaba la camisa sucia, y que le daban un kilo de pan al día y carne también. Dice que fueron los mejores años de su vida.

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