– Arpías -comentó David.
– ¿Las habías visto antes? -preguntó el Leñador.
– No, la verdad es que no.
«Pero he leído sobre ellas, las he visto en mi libro de mitos griegos. Por algún motivo, no creo que pertenezcan a esta historia, pero aquí están…»
David no se sentía bien. Se apartó del borde del cañón, que era tan profundo que le daba vértigo.
– ¿Cómo cruzamos? -preguntó.
– Hay un puente a menos de un kilómetro de aquí, río abajo -contestó el Leñador-. Llegaremos antes de que caiga la noche.
Condujo a David por el cañón, manteniéndose cerca del bosque para no correr el peligro de perder pie y caer en aquel horrible abismo donde los esperaba la Camada. El niño podía oírlas batir las alas y, en más de una ocasión, le pareció ver a una de las criaturas ascender sobre el filo del cañón para mirarlos con odio.
– No tengas miedo -lo tranquilizó el Leñador-. Son unas criaturas cobardes. Si cayeras en su territorio, te cogerían en el aire y te harían pedazos, luchando entre ellas por el botín, pero no se atreverían a atacar en tierra firme.
David asintió, pero no se sentía mejor. Daba la impresión de que, en aquel lugar, el hambre era más fuerte que la cobardía, y las arpías de la Camada, tan delgadas y escuálidas como los lobos, parecían muy hambrientas.
Al cabo de un rato caminando entre el ruido de las alas de las arpías, vieron un par de puentes que cruzaban la garganta. Los puentes eran idénticos, fabricados con cuerdas y trozos irregulares de madera en la base; a David no le parecieron muy seguros.
El Leñador los contempló, perplejo.
– Dos puentes -dijo-. Antes sólo había uno.
– Bueno -repuso David, prosaico-, pues ahora hay dos. -No parecía tan terrible tener dos formas de cruzar. Quizá fuese un sitio muy transitado; al fin y al cabo, no había otra forma de cruzar el abismo, a no ser que pudieras volar y estuvieses preparado para enfrentarte a las arpías.
Oyeron el zumbido de unas moscas muy cerca, y siguió al Leñador hasta una pequeña hondonada no muy lejos del abismo. Encontraron los restos de una casita y algunos establos, pero estaba claro que los dueños habían abandonado la propiedad. En el exterior de uno de los establos había un caballo muerto al que le faltaba casi toda la carne. David observó cómo el Leñador miraba en los establos y en la casa en sí, para después volver con la cabeza gacha.
– El comerciante de caballos se ha ido -anunció-. Parece que huyó con los caballos supervivientes.
– ¿Los lobos? -preguntó David.
– No, fue otra cosa.
Volvieron al abismo. Una de las arpías flotaba cerca de ellos, observándolos, batiendo las alas a un ritmo rápido para no moverse del sitio. Se mantuvo en aquella posición demasiado tiempo, porque, de repente, su cuerpo sufrió un espasmo, y la punta plateada de un arpón con sierra, cuya cuerda lo anclaba a un punto más bajo de la pared del cañón, le atravesó el pecho. La arpía agarró el arpón, como si, de algún modo, pudiese desengancharse de él y escapar, pero entonces le fallaron las alas y cayó hacia el fondo, retorciéndose, hasta que la cuerda llegó a su tope y tiraron de ella, estrellándola contra la roca con un golpe sordo. Desde el borde del abismo, el Leñador y el niño observaron cómo se llevaban a la arpía muerta hacia un agujero de la pared; el cadáver no se caía, porque la sierra del arpón lo mantenía en su sitio. Finalmente, el cuerpo llegó a la entrada de una cueva, y lo metieron dentro.
– Puaj -dijo David.
– Trols -repuso el Leñador-. Eso explica lo del segundo puente.
Se acercó a las estructuras gemelas. Entre los dos puentes había un bloque de piedra en el que habían grabado toscamente unas palabras:
En uno yace la verdad,
en otro la verdad es mentira,
Un camino es la muerte,
otro camino es la vida.
Se hace una pregunta,
y el camino es la guía.
– Es un acertijo -dijo David.
– Pero ¿qué significa? -preguntó el Leñador.
La respuesta quedó clara enseguida. David nunca se había imaginado que llegaría a ver un trol de verdad, aunque siempre le habían fascinado. En su mente, existían como figuras oscuras que moraban bajo puentes y ponían a prueba a los viajeros con la esperanza de comérselos si fallaban. Las formas que trepaban por el borde del cañón con antorchas en las manos no eran lo que él esperaba. Eran más pequeñas que el Leñador, pero muy anchas, y su piel parecía la de un elefante, dura y arrugada.
En la espalda tenían unas placas de hueso que les recorrían la columna, como las de los lomos de algunos dinosaurios, pero sus rostros resultaban simiescos; unos simios muy feos, sí, y con problemas de acné, pero simios al fin y al cabo. En cada puente se colocó un sonriente trol. Tenían unos ojillos rojos que brillaban de forma siniestra en la oscuridad que, poco a poco, caía sobre ellos.
– Dos puentes y dos caminos -dijo David. Estaba pensando en voz alta, pero se detuvo antes de desvelarles nada a los dos trols y decidió pensar para sí hasta llegar a una conclusión. Los trols ya tenían todas las ventajas, así que no quería darles ninguna más.
No cabía duda de que el acertijo significaba que uno de los puentes no era seguro y que cogerlo significaba la muerte, ya fuese a manos de las arpías o de los mismos trols; o, si los dos grupos eran demasiado lentos, de una caída desde gran altura con un pésimo aterrizaje. Lo cierto era que a David los dos puentes le parecían bastante destartalados, pero debía suponer que el acertijo tenía algo de cierto, porque, si no, bueno, ¿para qué proponerlo?
«En uno yace la verdad, en otro la verdad es mentira.» David conocía aquel verso, se lo había encontrado antes, quizás en una historia. ¡Ah, lo tenía! Uno sólo podía decir mentiras y el otro sólo la verdad. Así que podías preguntarle a un trol qué puente escoger, pero él (o ella, el niño no estaba seguro del sexo de los trols) podía no estar diciéndote la verdad. Había una solución al problema, pero no la recordaba. ¿Qué era?
La luz desapareció del todo, y un gran aullido surgió del bosque; parecía estar muy cerca.
– Tenemos que cruzar -dijo el Leñador-. Los lobos han encontrado nuestro rastro.
– No podemos cruzar hasta escoger un puente -le explicó David-. No creo que estos trols nos dejen pasar a menos que lo hagamos, y, si los obligamos a dejarnos pasar y escogemos el que no es…
– No tendremos que preocuparnos más por los lobos -afirmó el Leñador, terminando la frase por él.
– Hay una solución -le aseguró David-. Sé que la hay, sólo tengo que recordar cómo era. -Oyeron ruido en el bosque: los lobos se acercaban cada vez más-. Una pregunta -murmuró David.
El Leñador levantó el hacha con la mano derecha y, con la izquierda, sacó el cuchillo. Estaba mirando hacia la línea de los árboles, listo para enfrentarse a lo que surgiera del bosque.
– ¡Lo tengo! -exclamó el niño-. Creo -añadió, en voz más baja.
Se acercó al trol de la izquierda, que era un poco más alto que el otro y olía un poquito mejor, lo que tampoco era decir mucho.
– Si le pidiese al otro trol que me señalase el puente correcto, ¿qué puente escogería? -le preguntó, tras respirar hondo.
Se hizo el silencio. El trol frunció el ceño, lo que hizo que algunas de las llagas de su cara supurasen de forma muy desagradable. David no sabía cuánto tiempo llevaba construido el puente, ni cuántos viajeros habían pasado por allí, pero le dio la impresión de que al trol nunca le habían hecho aquella pregunta. Finalmente, el trol dejó de intentar comprender la lógica de David y señaló a su izquierda.
– Es el de la derecha -le dijo David al Leñador.
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