John Connolly - El Libro De Las Cosas Perdidas

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John Connolly, el aclamado autor irlandés de novela negra, sorprende agradablemente con la publicación de El libro de las cosas perdidas, una espeluznante y genial novela para el público juvenil y también adulto.
En su dormitorio del desván, David, un niño de doce años, llora la muerte de su madre. Está enfadado y solo, con la única compañía de los libros de sus estantes. Pero los libros han empezado a susurrarle en la oscuridad, y, mientras se refugia en los mitos y los cuentos que su madre tanto amaba, descubre que el mundo real y el mundo imaginario han empezado a mezclarse. Mientras la guerra se extiende por Europa, David aterriza de golpe en una tierra que es producto de su imaginación, pero aterradoramente real…
John Connolly nació en Dublín en 1968. Considerado como uno de los escritores de suspense más importantes de la actualidad, todas sus novelas se han convertido en best sellers según la lista de ventas del Sunday Times.
Esta novela abre la colección avalado por magníficas críticas en la prensa internacional: The Times, The Independent, Daily Mail, Sunday Times…

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XIII. Sobre los enanos y su carácter, a veces irascible

El Libro De Las Cosas Perdidas - изображение 14

David estaba en un camino blanco elevado, pavimentado con gravilla y piedras. No era recto, sino que serpenteaba para rodear los obstáculos que salían a su encuentro: un arroyo por aquí, un afloramiento rocoso por allá. A cada lado había una zanja, y allí empezaba una zona de maleza y hierba que llevaba hasta el inicio de los árboles. Los árboles eran más pequeños y más dispersos que en el bosque del que acababa de salir, y podía ver las siluetas de unas pequeñas colinas rocosas que se elevaban tras ellos. De repente, se sintió muy cansado. Una vez terminada la persecución, se había quedado sin energía y sólo quería dormir, pero temía hacerlo en campo abierto o demasiado cerca del abismo. Necesitaba un refugio. Los lobos no le perdonarían lo que había pasado en los puentes y encontrarían otra forma de cruzar, para después buscar de nuevo su rastro. Levantó la cabeza instintivamente para mirar al cielo, pero no vio pájaros que lo siguieran desde las alturas, no había cuervos traidores deseando revelarles a los cazadores dónde se encontraba.

Para recuperar la energía, se comió un trocito del pan que llevaba en la bolsa y bebió agua. Se sintió mejor durante un momento, pero ver la bolsa y la comida cuidadosamente empaquetada le recordó al Leñador. Los ojos se le volvieron llenar de lágrimas, pero se negó a permitirse el lujo de llorar. Se puso en pie, se echó la bolsa al hombro… y estuvo a punto de tropezarse con un enano que acababa de subir al camino desde la zanja de la izquierda.

– Mira por dónde vas -protestó el enano. Apenas medía un metro de alto y llevaba una túnica azul, pantalones negros botas negras que le llegaban hasta las rodillas. En la cabeza lucía un largo sombrero azul, de cuyo extremo colgaba un cascabel que ya no hacía ningún ruido. Tenía la cara y las manos mugrientas, un pico al hombro, la nariz muy roja y una barba blanca cortita. La barba parecía tener restos de comida pegados.

– Lo siento -se disculpó David.

– Más te vale.

– No te he visto.

– Oh, ¿y qué se supone que significa eso? -preguntó el enano, agitando el pico con actitud amenazadora-. ¿Eres de los que discriminan a las personas de otra talla? ¿Estás diciendo que soy bajo?

– Bueno, es que eres bajo -contestó David-, aunque eso no tiene nada de malo -añadió a toda prisa-. Yo también soy bajo, comparado con alguna gente.

Pero el enano ya no estaba escuchándolo, sino que había empezado a llamar a gritos a una columna de figuras achaparradas que se dirigía al camino.

– ¡Aquí, camaradas! -exclamaba-. El tipo este dice que soy bajo.

– ¡Qué desfachatez! -gritó una voz.

– Contenlo mientras llegamos, camarada -añadió otro, que después pareció pensárselo mejor-. Espera, ¿es muy grande?

– No demasiado -respondió el enano, examinando a David-. Enano y medio, enano y dos tercios, como mucho.

– De acuerdo, vamos a por él -le respondió el otro.

De repente, David se vio rodeado por un grupo de hombres bajitos y enfadados que murmuraban sobre «derechos» y «libertades», y que afirmaban que ya estaban hartos de aquel tipo de cosas. Todos estaban sucios, y llevaban sombreros con cascabeles rotos. Uno de ellos dio una patada a David en la espinilla.

– ¡Ay! -gritó David-. Me has hecho daño.

– Ahora sabes cómo se sienten nuestros… eh… sentimientos -contestó el primer enano.

Una manita mugrienta tiró de la bolsa de David, otra intentó robarle la espada, y una tercera parecía divertirse dándole empujoncitos.

– ¡Ya vale! -gritó David-. ¡Parad!

Movió la bolsa como un loco y le alegró ver que lograba golpear a un par de enanos, que cayeron a la zanja y rodaron teatralmente durante un rato.

– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó el primer enano, bastante escandalizado.

– Me estabais dando patadas.

– No es verdad.

– Sí que lo es. Y alguien intentó robarme la bolsa.

– No es verdad.

– Oh, esto es ridículo -exclamó David-. Sí es verdad, y tú lo sabes.

– Bueno, vale -respondió el enano, después de agachar la cabeza y darle una patada al camino, levantando una nubecilla de polvo blanco-. Quizá sea verdad. Lo siento.

– No pasa nada -respondió David.

Se agachó y ayudó a los enanos a sacar a sus dos compañeros de la zanja. Nadie estaba herido, y, de hecho, una vez terminado todo, los enanos parecían haber disfrutado bastante de todo el asunto.

– Me recuerda a la Gran Lucha, eso es -dijo uno-. ¿Verdad, camarada?

– Cierto, camarada -contestó otro-. Los trabajadores deben resistirse a la opresión siempre que puedan.

– Bueno, en realidad no os estaba oprimiendo -repuso David.

– Pero podrías haberlo hecho, de haber querido -contestó el primer enano-, ¿verdad? -preguntó mirando a David con una expresión que resultaba conmovedora. David se dio cuenta de que al enano le habría gustado mucho, pero mucho, que alguien hubiese intentado oprimirle sin éxito.

– Bueno, si tú lo dices -respondió el niño, sólo por hacerlo feliz.

– ¡Hurra! -gritó el enano-. Hemos resistido ante la amenaza de la opresión. ¡Nunca podrán encadenar a los trabajadores!

– ¡Hurra! -gritaron los otros enanos al unísono-. No tenemos nada que perder, salvo nuestras cadenas.

– Pero no tenéis cadenas -comentó David.

– Son cadenas metafóricas -le explicó el primer enano, asintiendo con la cabeza, como si acabase de decir algo muy profundo.

– Vaaale -contestó David. No estaba muy seguro de lo que era una cadena metafórica. De hecho, no estaba muy seguro de entender lo que decían los enanos, pero eran siete, lo que parecía muy apropiado.

¿Tenéis nombres? -les preguntó.

– ¿Nombres? -repitió el primer enano-. ¿Nombres? Claro que tenemos nombres. Yo -empezó, con una tosecilla vanidosa- soy el Camarada Hermano Número Uno. Estos son los Camaradas Hermanos Números Dos, Tres, Cuatro, Cinco y Ocho.

– ¿Qué le pasó a Siete? -preguntó David, a lo que siguió un silencio embarazoso.

– No hablamos del Antiguo Camarada Hermano Número Siete -respondió por fin el Camarada Hermano Número Uno-. Ha sido expulsado oficialmente de los registros del Partido.

– Se fue a trabajar con su madre -le explicó el Camarada Hermano Número Tres, servicial.

– ¡Un capitalista! -exclamó con asco el Hermano Número Uno.

– Un panadero -lo corrigió el Hermano Número Tres-. Ahora no se nos permite hablar con él -le susurró a David al oído, poniéndose de puntillas-. Tampoco podemos comernos los bollos que hace su madre, ni siquiera los del día anterior, que vende a mitad de precio.

– Te he oído -dijo el Hermano Número Uno-. Podemos hacer nuestros propios bollos -añadió, malhumorado-. No necesitamos los bollos de un traidor de clase.

– No, no podemos hacerlos -replicó el Hermano Número Tres-. Siempre están duros, y entonces ella se queja.

De repente, el relativo buen humor de los enanos desapareció, recogieron sus herramientas y se prepararon para marcharse.

– Tenemos que irnos -dijo el Hermano Número Uno-. Ha sido un placer conocerte, camarada. Porque eres un camarada, ¿verdad?

– Supongo que sí. -David no estaba seguro, pero no quería meterse en otra pelea con los enanos-. ¿Puedo seguir comiendo bollos si soy un camarada?

– Siempre que no los haya horneado el Antiguo Camarada Hermano Número Siete…

– O su madre -añadió el Hermano Número Tres en tono sarcástico.

– … puedes comer lo que quieras -concluyó el Hermano Número Uno, levantando un dedo de advertencia al Hermano Número Tres.

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