– ¿Quién puede haber hecho algo así? -preguntó.
– Un tramposo -contestó el Leñador-. Un hombre torcido con un sombrero torcido.
– Pero ¿por qué? -insistió David-. ¿Por qué no se llevó la cuerda que habías atado tú y ya está? ¿No habría sido más fácil?
– Sí -respondió el Leñador, después de pensarlo durante unos instantes-, pero no se habría divertido tanto, y la historia no sería tan buena.
– ¿La historia? -preguntó el niño-. ¿Qué quieres decir?
– Tú eres parte de una historia. A él le gusta crearlas, le gusta coleccionar cuentos que contar, y esto da para una historia muy buena.
– Pero ¿cómo voy a volver a casa? -le preguntó David. Una vez perdida la vía de regreso a su mundo, de repente estaba deseando volver, mientras que, cuando pensaba que el Leñador le obligaba a regresar contra su voluntad, David sólo quería quedarse en la nueva tierra y buscar a su madre. Era todo muy curioso.
– No quiere que vuelvas a casa -dijo el Leñador.
– Nunca le he hecho nada, ¿por qué intenta mantenerme aquí? ¿Por qué está siendo tan malo?
– No lo sé -respondió el Leñador, sacudiendo la cabeza.
– Entonces, ¿quién lo sabe? -David estaba tan frustrado que lo preguntó casi a gritos. Empezaba a desear encontrar a alguien que supiese un poco más que el Leñador. Aquel hombre estaba bien para decapitar lobos y dar consejos innecesarios, pero no parecía estar al día de lo que ocurría en el reino.
– El rey -contestó el hombre por fin-. Puede que el rey lo sepa.
– Pero me pareció haber entendido que el rey ya no controlaba las cosas, que nadie lo había visto en mucho tiempo.
– Eso no quiere decir que no sepa qué está pasando -repuso el Leñador-. Dicen que el rey tiene un libro, El libro de las cosas perdidas . Es su posesión más preciada, lo esconde en la sala del trono de su palacio y no permite que nadie lo mire, salvo él. He oído que contiene en sus páginas todos los conocimientos del rey, y que recurre a él para que lo guíe cuando se enfrenta a problemas o vacilaciones. Quizás en el libro haya una respuesta a la pregunta de cómo devolverte a tu casa.
David intentó leer la expresión del Leñador, porque, aunque no sabía por qué, le daba la impresión de que no le contaba toda la verdad acerca del rey. Antes de poder seguir preguntándole, el Leñador tiró el saco con la ropa vieja de David a unos arbustos y volvió por donde habían venido.
– Una cosa menos que llevar en nuestro viaje -explicó-. Nos queda un largo camino por delante.
Tras echar una última mirada cargada de nostalgia al bosque de árboles anónimos, David siguió al Leñador de vuelta a la casa.
Cuando se fueron y todo quedó en silencio, una figura surgió de debajo de las extendidas raíces de un árbol grande y antiguo. Tenía la espalda jorobada, los dedos doblados, y llevaba un sombrero torcido en la cabeza. Se movió rápidamente a través de la maleza hasta llegar a unos arbustos salpicados de bayas gordas cubiertas de escarcha, como si tuviesen azúcar, pero hizo caso omiso de la fruta para centrarse en el saco tosco y sucio que yacía entre las hojas. Metió la mano dentro, sacó la parte de arriba del pijama de David, se la llevó a la cara y respiró hondo.
– El chico perdido -susurró para sí- y el niño perdido que vendrá.
Y, dicho esto, cogió el saco, y se lo tragaron las sombras del bosque.
XI. Sobre los niños perdidos en el bosque y lo que fue de ello s
David y el Leñador regresaron a la casita sin incidentes. Allí empaquetaron comida en dos bolsas de cuero y llenaron un par de cantimploras de hojalata con agua del arroyo que corría detrás de la casa. El niño vio cómo el Leñador se arrodillaba en la orilla y examinaba algunas marcas en la tierra húmeda, pero no le dijo nada a David sobre ellas. El chico las miró al pasar y pensó que parecían las huellas de un perro grande o de un lobo; como había un poco de agua en el fondo de cada una de ellas, David supo que eran recientes.
El Leñador se armó con su hacha, un arco con un carcaj de flechas y un cuchillo de hoja larga. Finalmente, sacó una espada corta de un cofre y, después de una ligera pausa para soplarle el polvo, se la dio a David, junto con un cinturón de cuero en el que llevarla. David nunca había tenido en sus manos una espada de verdad, y sus conocimientos sobre aquel arte no pasaban de jugar a piratas con palos de madera, pero tener la espada a su lado le hacía sentirse más fuerte y un poco más valiente.
El hombre cerró la casita, puso la palma de la mano sobre la puerta y bajó la cabeza, como si rezara. Parecía triste, y David se preguntó si, por alguna razón, el Leñador creía que no volvería a ver su hogar. Después se introdujeron en el bosque, en dirección noreste, y mantuvieron un buen ritmo mientras la enfermiza luminiscencia que pasaba por ser luz del día les iluminaba el camino. Al cabo de unas cuantas horas, David estaba muy cansado. El Leñador le permitió descansar, pero sólo un ratito.
– Tenemos que salir del bosque antes de que caiga la noche -le dijo a David, y el chico no tuvo que preguntarle por qué. Ya empezaba a temer que los aullidos de lobos y loups rompiesen el silencio de los bosques.
Mientras caminaban, David pudo examinar el paisaje. No era capaz de darle nombre a ninguno de los árboles que veía, aunque algunas partes de ellos le resultaban familiares. Un árbol que parecía un viejo roble tenía piñas colgándole de las hojas perennes. Otro era del tamaño y la forma de un gran árbol de Navidad, y las bases de sus hojas plateadas estaban cubiertas de racimos de bayas rojas. Sin embargo, la mayoría de los árboles estaban pelados. De vez en cuando, el niño veía algunas de aquellas flores aniñadas, con los ojos bien abiertos y llenos de curiosidad, aunque, en cuanto notaban que el Leñador y David se acercaban, se tapaban con las hojas para protegerse y temblaban suavemente hasta que la amenaza desaparecía.
– ¿Cómo se llaman esas flores? -preguntó el chico.
– No tienen nombre -respondió el Leñador-. A veces, los niños se apartan del sendero, se pierden en el bosque, y nadie vuelve a verlos. Mueren allí, comidos por los animales o asesinados por hombres malvados, y su sangre se filtra en el suelo. Con el tiempo nace una de estas flores, a menudo lejos de donde el muchacho tomó su último aliento. Surgen en grupos, como si fuesen críos asustados. Es la forma que tiene el bosque de recordarlos, creo, porque el bosque siente la pérdida de un niño.
David había aprendido que el Leñador no hablaba a no ser que él le hablase antes, así que tenía que hacerle preguntas para que se las respondiese de la mejor forma posible. Intentó que David entendiese la geografía de aquel lugar: el castillo del rey estaba a muchos kilómetros hacia el este, y había poca población en la zona intermedia, nada salvo algunos asentamientos que interrumpían el paisaje. Un profundo abismo separaba el bosque del Leñador de los territorios más al este, y tendrían que cruzarlo para seguir su viaje hasta el castillo del rey. Al sur había un gran mar negro, pero pocos se aventuraban en él. Era el dominio de las bestias marinas y los dragones del agua, y lo azotaban continuas tormentas y enormes olas. Al norte y al oeste había cadenas montañosas, pero resultaban infranqueables durante la mayor parte del año, por la nieve que cubría sus picos.
Mientras caminaban, el Leñador le contó más cosas a David sobre los loups.
– En los viejos tiempos, antes de la llegada de los loups, los lobos eran criaturas predecibles -le explicó-. Cada manada, rara vez mayor de quince o veinte lobos, tenía un territorio en el que vivía, cazaba y se reproducía. Entonces los loups hicieron su aparición, y todo cambió: las manadas crecieron; se formaron alianzas; los territorios aumentaron de tamaño o dejaron de tener significado; y la crueldad asomó la cabeza. Antes moría más o menos la mitad de los lobeznos porque, al necesitar más comida que sus padres, si ésta era escasa, se morían de hambre. A veces los mataban sus propios padres, pero sólo cuando mostraban indicios de alguna enfermedad o locura.
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