John Connolly - El Libro De Las Cosas Perdidas

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John Connolly, el aclamado autor irlandés de novela negra, sorprende agradablemente con la publicación de El libro de las cosas perdidas, una espeluznante y genial novela para el público juvenil y también adulto.
En su dormitorio del desván, David, un niño de doce años, llora la muerte de su madre. Está enfadado y solo, con la única compañía de los libros de sus estantes. Pero los libros han empezado a susurrarle en la oscuridad, y, mientras se refugia en los mitos y los cuentos que su madre tanto amaba, descubre que el mundo real y el mundo imaginario han empezado a mezclarse. Mientras la guerra se extiende por Europa, David aterriza de golpe en una tierra que es producto de su imaginación, pero aterradoramente real…
John Connolly nació en Dublín en 1968. Considerado como uno de los escritores de suspense más importantes de la actualidad, todas sus novelas se han convertido en best sellers según la lista de ventas del Sunday Times.
Esta novela abre la colección avalado por magníficas críticas en la prensa internacional: The Times, The Independent, Daily Mail, Sunday Times…

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– Al final terminará, y entonces podremos volver todos a nuestras vidas normales -dijo su padre.

– ¿Cuándo?

– No lo sé, llevará un tiempo -respondió él, preocupado.

– ¿Meses?

– Creo que más.

– ¿Estamos ganando, papá?

– Estamos resistiendo, David, y, por el momento, es lo mejor que podemos hacer.

David dejó a su padre para que pudiese vestirse. Tomaron el desayuno todos juntos antes de que se fuera, pero Rose y él no se dijeron gran cosa. David sabía que habían estado discutiendo otra vez, así que, cuando su padre se fue a trabajar, decidió alejarse de Rose incluso más de lo normal. Se fue un rato a su cuarto y jugó con sus soldaditos; después se tumbó a la sombra en la parte de atrás de la casa a leer.

Allí lo encontró Rose. Aunque tenía el libro abierto sobre el pecho, la atención del chico estaba en otra parte: miraba hacia el otro extremo del patio, al jardín hundido, con los ojos clavados en el agujero de la pared, como si esperase ver algún movimiento.

– Vaya, aquí estás -le dijo Rose.

David la miró, pero, como el sol le daba en los ojos, tuvo que entornarlos.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

No había pretendido que sonase como sonó, de forma irrespetuosa y maleducada, porque no lo estaba siendo… O, al menos, no más de lo habitual. Supuso que podría haber preguntado: «¿Qué puedo hacer por ti?» o incluso haber empezado la respuesta con un «sí» o un «claro», o sólo «hola», pero, cuando cayó en la cuenta, ya era demasiado tarde.

Rose tenía marcas rojas debajo de los ojos, la cara pálida, y daba la impresión de tener más arrugas en la frente y en el rostro que antes. También había engordado, pero David suponía que tenía algo que ver con el bebé. Se lo había preguntado a su padre, pero su padre le había dicho que nunca jamás se lo comentase a Rose, pasara lo que pasase. Se lo había advertido en tono muy serio y, de hecho, había utilizado las palabras «si en algo valoras tu vida» para enfatizar lo importante que era que se guardase aquellas opiniones para él.

En aquellos momentos, Rose, más gorda, más pálida y más cansada, estaba junto a David, y el chico, incluso con el sol cegándolo, notaba que se ponía furiosa.

– ¡Cómo te atreves a hablarme así! -exclamó-. Te pasas el día sentado, con la cabeza metida en tus libros, y no contribuyes en absoluto a la vida en esta casa. Ni siquiera puedes hablar como una persona civilizada. ¿Quién te crees que eres?

David estaba a punto de disculparse, pero no lo hizo. Lo que Rose decía no era justo, porque se había ofrecido a ayudar, pero ella casi siempre lo rechazaba, sobre todo porque siempre parecía cogerla cuando Georgie estaba de mal humor o cuando Rose estaba muy ocupada con otra cosa. El señor Briggs se encargaba del jardín, y David siempre intentaba ayudarlo barriendo y rastrillando, pero aquello era fuera de la casa, donde ella no podía ver lo que hacía. La señora Briggs se encargaba de la limpieza y de casi todas las comidas, pero, cuando David intentaba echarle una mano, ella lo expulsaba de la habitación, afirmando que no era más que otro estorbo. Sencillamente, le había parecido que lo mejor era no molestar a nadie siempre que pudiera, y, en cualquier caso, eran los últimos días de las vacaciones de verano. El colegio del pueblo había retrasado la apertura un par de días porque les faltaban profesores, pero su padre estaba seguro de que David ocuparía su pupitre nuevo a principios de la semana siguiente, como muy tarde. Desde entonces hasta que acabase el trimestre, estaría en el colegio por la mañana y haría los deberes por la tarde. Su día de trabajo sería casi tan largo como el de su padre, ¿por qué no podía tomárselo con calma mientras tenía ocasión? Su enfado empezaba a equipararse con el de Rose. Se levantó y se dio cuenta de que ya era casi tan alto como ella. Su boca escupió las palabras antes de darse cuenta de que las decía, convertidas en una mezcla de medias verdades e insultos, junto con toda la rabia que había reprimido desde el nacimiento de Georgie.

– No, ¿quién te crees tú que eres? No eres mi madre y no me puedes hablar así. Yo no quería venir a vivir aquí, quería quedarme con mi padre. Nos iba muy bien a los dos solos hasta que llegaste tú. Ahora también está Georgie, y crees que yo no soy más que alguien que se interpone en tu camino. Bueno, pues tú estás en mi camino, y también en el de mi padre. Él todavía quiere a mi madre, igual que yo. Todavía piensa en mi madre, y nunca te va a querer a ti tanto como a ella, nunca. Da igual lo que digas o hagas, porque todavía la quiere a ella. Todavía… la quiere… a ella.

Rose le pegó, le dio con fuerza en la mejilla con la palma de la mano. No fue una gran bofetada, porque frenó el golpe en cuanto se dio cuenta de lo que hacía, pero el impacto bastó para hacer que David se tambaleara. Le escocía la mejilla y los ojos le lloraban. Se quedó boquiabierto de la impresión, y después pasó junto a Rose y corrió hacia su cuarto. No miró atrás, ni siquiera cuando ella lo llamó diciendo que lo sentía. Cerró la puerta con llave detrás de él y se negó a abrirla cuando ella llamó. Al cabo de un rato, Rose se fue y no regresó.

David se quedó en su dormitorio hasta que su padre llegó a casa. Lo oyó hablar con Rose en el vestíbulo, levantando la voz cada vez más, así que el chico sabía lo que le esperaba.

La fuerza de los puños de su padre al llamar a la puerta estuvo a punto de hacerla saltar de sus goznes.

– David, abre ahora mismo.

David hizo lo que le pedía, girando la llave en la cerradura y dando un paso atrás a toda prisa. La cara de su padre estaba prácticamente morada de la furia. Levantó una mano, como si pretendiese pegarle, pero pareció pensárselo mejor, tragó saliva, respiró hondo y sacudió la cabeza. Cuando habló de nuevo, su voz era curiosamente tranquila, lo que preocupó a David todavía más que el anterior arranque de rabia.

– No tienes derecho a hablarle así a Rose -le dijo-. Le mostrarás respeto, como me lo muestras a mí. Las cosas han sido duras para todos, pero eso no es excusa para tu comportamiento de hoy. Todavía no he decidido qué voy a hacer contigo, ni cómo te voy a castigar. Si no fuese demasiado tarde, te mandaría directo a un internado, y entonces te darías cuenta de lo afortunado que eres por estar aquí.

– Pero Rose me pe… -intentó defenderse el chico.

– No quiero oírlo -lo interrumpió su padre, levantando la mano-. Si abres otra vez la boca, lo lamentarás. Por ahora, te quedarás en tu cuarto. No saldrás a la calle mañana, no leerás y no jugarás con tus juguetes. Tu puerta permanecerá abierta, y, como te pille leyendo o jugando, te juro que te pego con el cinturón. Te quedarás sentado en la cama pensando en lo que has dicho y en cómo se lo vas a compensar a Rose cuando te deje volver a relacionarte con personas civilizadas. Me decepcionas, David. Te eduqué para que te comportases mejor; los dos lo hicimos: tu madre y yo.

Tras decir aquello, se fue, y David se dejó caer en la cama. No quería llorar, pero no pudo evitarlo. No era justo, se había equivocado hablándole así a Rose, pero ella también se había equivocado al pegarle. Mientras lloraba, se dio cuenta de los murmullos de los libros en los estantes. Se había acostumbrado tanto a ellos que ya casi no los oía, como el piar de los pájaros o el viento entre los árboles, pero, en aquel momento, era cada vez más fuerte. Olió a quemado, como cerillas encendiéndose y cables de tranvía echando chispas. Apretó los dientes al notar el primer espasmo, pero no había nadie para verlo. Una gran fisura se abrió en su cuarto, rompiendo el tejido de su mundo, y, a través de ella, pudo ver otra esfera distinta; había un castillo, con banderolas agitándose en las almenas y soldados marchando en columna a través de las puertas. De repente, el castillo desapareció y otro ocupó su lugar, uno rodeado de árboles caídos. Estaba más oscuro que el primero, con una silueta difusa y dominado por una sola torre de gran tamaño que apuntaba al cielo como si fuese un dedo. La ventana más alta estaba iluminada, y David sintió una presencia dentro que le resultaba desconocida y familiar, todo a la vez. Lo llamaba con la voz de su madre, diciendo:

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