John Connolly - El Libro De Las Cosas Perdidas

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John Connolly, el aclamado autor irlandés de novela negra, sorprende agradablemente con la publicación de El libro de las cosas perdidas, una espeluznante y genial novela para el público juvenil y también adulto.
En su dormitorio del desván, David, un niño de doce años, llora la muerte de su madre. Está enfadado y solo, con la única compañía de los libros de sus estantes. Pero los libros han empezado a susurrarle en la oscuridad, y, mientras se refugia en los mitos y los cuentos que su madre tanto amaba, descubre que el mundo real y el mundo imaginario han empezado a mezclarse. Mientras la guerra se extiende por Europa, David aterriza de golpe en una tierra que es producto de su imaginación, pero aterradoramente real…
John Connolly nació en Dublín en 1968. Considerado como uno de los escritores de suspense más importantes de la actualidad, todas sus novelas se han convertido en best sellers según la lista de ventas del Sunday Times.
Esta novela abre la colección avalado por magníficas críticas en la prensa internacional: The Times, The Independent, Daily Mail, Sunday Times…

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El chico se quedó donde estaba, limpiándose las hojas y la tierra de la ropa. Intentó acercarse al avión que ardía: era un Ju88, lo sabía por la barquilla. Podía ver los restos del artillero, que estaba prácticamente cubierto por las llamas, y se preguntó si habría sobrevivido algún tripulante. El cuerpo del aviador estaba aplastado contra el cristal rajado de la barquilla, con todos los dientes del cráneo achicharrado formando una blanca sonrisa. Nunca había visto la muerte tan de cerca, o, al menos, no así, tan violenta, apestosa y negra.

No podía evitar pensar en los últimos momentos del alemán, atrapado en el asiento en llamas, con la piel ardiendo. Sintió un arranque de pena por el hombre muerto, cuyo nombre nunca sabría.

Algo le pasó zumbando junto a la oreja, como el cálido vuelo de un insecto nocturno, seguido inmediatamente de un chasquido. Un segundo insecto lo siguió, pero, para entonces, David ya estaba tirado en el suelo buscando refugio, porque se trataba de los estallidos de la munición de la metralleta calibre 303. Encontró un hueco en la tierra, se lanzó dentro, se cubrió la cabeza con las manos e intentó abultar lo menos posible hasta que la lluvia de balas cesó. Cuando estuvo seguro de que se había gastado toda la munición, se atrevió a levantar de nuevo la cabeza. Observó con cautela las llamas y chispas que salían disparadas hacia el cielo, y, por primera vez, empezó a darse cuenta de lo enormes que eran los árboles de aquel bosque, mucho más altos y anchos que los más viejos robles de los bosques de casa. Los troncos eran grises y no tenían rama alguna hasta alcanzar, como mínimo, los treinta metros, punto en el cual reventaban en unas enormes copas prácticamente peladas.

Un objeto negro con forma de caja se había separado del cuerpo principal del avión destrozado y yacía en el suelo, humeando un poco, cerca de donde estaba David. Parecía una vieja cámara, pero con ruedas en un lado, y pudo distinguir la palabra Blickwinkel en una de las ruedas. Debajo tenía una etiqueta en la que ponía: Auf Farbglas Ein .

Era un visor, David los había visto en dibujos; los aviadores alemanes los utilizaban para escoger los blancos del suelo. Quizá fuese aquélla la tarea del hombre que había ardido en el accidente, porque la ciudad habría pasado debajo de él, que estaba metido en la barquilla. Parte de la lástima que sentía por el hombre muerto se esfumó: el visor hacía que la labor del bombardero pareciese, en cierto modo, más real, más horrible. Pensó en las familias que estarían apiñadas en sus refugios prefabricados, en los niños que lloraban y los adultos que esperaban que la bomba cayese lejos de ellos, o en las multitudes reunidas en las estaciones del metro, atentas a las explosiones, bajo la lluvia de polvo y tierra que provocaban las bombas al hacer temblar el suelo.

Y aquéllos eran los afortunados.

Le dio una patada al visor, consiguiendo un lanzamiento perfecto con la derecha, y sintió una gran satisfacción al oír el sonido del cristal del interior y saber que las delicadas lentes se habían roto.

Una vez terminada la emoción, David se metió las manos en los bolsillos de la bata e intentó examinar lo que le rodeaba. A cuatro o cinco pasos de él había cuatro flores de un fuerte color morado que se erguían bien altas sobre la hierba. Eran los primeros colores de verdad que había visto hasta el momento; tenían las hojas amarillas y naranjas, y los corazones de las flores le recordaban las caras de niños dormidos. Incluso en la oscuridad del bosque, creyó poder distinguir los párpados cerrados, las bocas ligeramente abiertas, los agujeros gemelos de la nariz. No tenían nada que ver con ninguna flor que hubiese visto antes, así que pensó que, si cogía una y se la llevaba a su padre, quizá lograse convencerlo de que aquel lugar existía realmente.

Se acercó a las flores, aplastando hojas muertas a su paso. Estaba casi junto a ellas, cuando los párpados de una se abrieron y dejaron al descubierto unos ojos amarillos. Entonces, la flor abrió los labios y dejó escapar un chillido. Al instante, las demás flores se despertaron y, como si todas fueran una, cerraron las hojas para rodearse y dejaron al descubierto unos tallos espinosos que relucían ligeramente con un residuo pegajoso. Algo le dijo a David que no era buena idea tocar aquellas espinas. Pensó en ortigas y en hiedra venenosa, que ya eran lo bastante malas. ¿Quién sabía qué venenos podrían utilizar aquellas plantas desconocidas para protegerse?

David arrugó la nariz, porque, aunque el viento se llevaba el hedor del avión en llamas, otro ocupó su lugar: el olor metálico que había detectado antes era más fuerte en el punto donde se encontraba. Dio unos cuantos pasos más y vio una formación irregular bajo las hojas caídas, y unos puntos azules y rojos que sugerían la presencia de algo apenas escondido debajo. Tenía, más o menos, la forma de un hombre. Se acercó más y vio ropa, y piel debajo de la ropa. Frunció el ceño: era un animal, un animal vestido con ropa. Tenía garras y patas como las de un perro. Intentó verle la cara, pero no había: le habían cortado la cabeza limpiamente y hacía poco, porque todavía podía verse una larga salpicadura de sangre arterial sobre el lecho del bosque.

David se tapó la boca para no vomitar, porque ver dos cadáveres en dos minutos empezaba a revolverle el estómago. Se apartó del cadáver y regresó hacia el árbol, pero, al hacerlo, el gran agujero del tronco desapareció, el árbol se encogió hasta recuperar su tamaño normal y la corteza pareció crecer sobre el hueco ante sus ojos, cubriendo por completo el camino de vuelta a su mundo. Se convirtió en otro árbol más dentro de un bosque de grandes árboles, todos prácticamente iguales. David tocó la madera, apretando y dando golpecitos con la esperanza de encontrar la forma de abrir de nuevo el portal hacia su antigua vida, pero no pasó nada. Estuvo a punto de llorar, pero sabía que, si lo hacía, todo estaría perdido y no sería más que un niño pequeño, impotente y asustado, lejos de casa. En vez de hacerlo, miró a su alrededor y encontró la punta de una gran roca plana que sobresalía del suelo. Excavó hasta sacarla y, utilizando el lado más afilado, astilló el tronco del árbol: una vez, después otra, una y otra vez, hasta que la corteza se fragmentó y cayó al suelo. A David le pareció notar que el árbol se estremecía, como una persona que, de repente, ha sufrido un buen susto. El blanco de la pulpa interior se volvió rojo, y algo muy parecido a sangre empezó a salir de la herida, a fluir por los canales y hendiduras de la corteza hasta caer a la tierra.

– No hagas eso, a los árboles no les gusta -dijo una voz.

David se volvió y descubrió que había un hombre de pie entre las sombras, a poca distancia de él. Era grande y alto, con hombros anchos y pelo oscuro y corto. Llevaba botas de cuero marrón que le llegaban casi hasta las rodillas, y un abrigo corto hecho de pieles y pelajes. Tenía los ojos muy verdes, tanto que parecía como si parte del bosque hubiese tomado forma humana. Sobre el hombro derecho llevaba un hacha.

– Lo siento -repuso David, soltando la piedra-. No lo sabía.

– No -contestó el hombre, tras observarlo en silencio unos instantes-, no creo que lo supieras.

Avanzó hacia David, y el chico retrocedió instintivamente unos pasos hasta notar que rozaba el árbol con las manos. De nuevo, el tronco pareció temblar ante su contacto, pero la sensación era menos pronunciada, como si se recuperase poco a poco de la herida recibida y estuviese seguro, al ver al desconocido del hacha de que nadie volvería a causarle daño. David no se sentía tan seguro con aquel hombre: tenía un arma, un hacha con aspecto de poder cortarle la cabeza a un cuerpo.

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