El timbre de la puerta sonó, rompiendo el hechizo de armonía que se había apoderado de David y Rose. Era el cartero, y Rose fue a saludarlo. Cuando regresó, le preguntó a David si quería algo de comer, pero David respondió que no. Ya empezaba a enfadarse consigo mismo por haber bajado las defensas ante Rose, aunque hubiese aprendido algo gracias a ello. No quería que la mujer pensara que, de repente, todo estaba bien entre ellos, porque no era así, en absoluto. Así que la dejó sola en la cocina y se fue a su cuarto.
De camino a su habitación, le echó un vistazo a Georgie. El bebé estaba profundamente dormido en la cuna, con el gran respirador y el fuelle para insuflarle aire al lado. David intentó convencerse de que no era culpa del crío estar allí, que él no había elegido nacer, pero no consiguió preocuparse demasiado por el niño, y algo dentro de él se desgarraba cada vez que veía a su padre cogerlo en brazos. Era como un símbolo de todo lo que iba mal, de todo lo que había cambiado. Tras la muerte de su madre, todo se había reducido a él y su padre, y se habían unido más porque sólo se tenían el uno al otro. Pero ahora su padre también tenía a Rose y a un hijo nuevo, mientras que David, bueno, no tenía a nadie más: estaba solo.
Dejó al bebé y regresó a su buhardilla, donde pasó el resto de la tarde hojeando los libros de Jonathan Tulvey. Se sentó junto a la ventana y se le ocurrió que Jonathan también se había sentado allí, hacía mucho tiempo; había caminado por los mismos pasillos, había comido en la misma cocina, había jugado en el mismo salón y hasta había dormido en la misma cama que David. Quizás, en algún momento del pasado, todavía estaba haciendo todas aquellas cosas, y tanto David como Jonathan ocupaban el mismo lugar en el espacio, aunque en distintos puntos de la historia, de modo que Jonathan pasaba como un fantasma invisible a través del mundo de David, sin saber que compartía cama cada noche con un desconocido. La idea le hizo sentir escalofríos, pero también le gustó pensar en que dos chicos tan parecidos pudieran de algún modo compartir semejante conexión.
Se preguntó qué les habría pasado a Jonathan y a la pequeña Anna. Quizás hubiesen huido, aunque David era lo suficientemente mayor para entender que había una gran diferencia entre el tipo de huida que tenía lugar en los libros de cuentos y la realidad que le esperaba a un chico de catorce años con una niña de siete a rastras. Si algo los había hecho huir, no habrían tardado mucho en cansarse, sentir hambre y arrepentirse de lo que habían hecho. El padre de David le había dicho una vez que, si alguna vez se perdía, tenía que buscar a un policía o pedirle a un adulto que se lo buscara, pero que no debía acercarse a hombres solos. Siempre debía acercarse a una señora o a un señor y una señora que fuesen juntos, sobre todo si tenían niños con ellos. «Nunca se es demasiado precavido», solía decir su padre. ¿Era eso lo que les había pasado a Jonathan y Anna? ¿Habían elegido a la persona equivocada, a alguien que no quería ayudarlos a volver a casa, sino secuestrarlos, esconderlos en un lugar donde nadie los encontrase nunca? ¿Por qué iba a hacer algo así?
Tumbado en la cama, David supo que había una respuesta a aquella pregunta. Antes de que su madre se fuese al lugar que no era del todo un hospital, la había oído hablar con su padre de la muerte de un chico local llamado Billy Golding, que había desaparecido de camino a casa de la escuela. Billy Golding no iba al colegio de David y no era amigo suyo, pero David sabía qué aspecto tenía porque Billy era un gran jugador de fútbol que solía jugar partidos en el parque los sábados por la mañana. La gente decía que un hombre del Arsenal había hablado con el señor Golding para que Billy se uniese al club cuando fuese mayor, pero otros decían que el chico se lo había inventado y que no era cierto. Entonces Billy desapareció, y la policía fue al parque dos sábados seguidos para hablar con cualquiera que supiese algo sobre él. Hablaron con David y su padre, pero David no pudo ayudarlos, y, después del segundo sábado, la policía no volvió al parque.
Entonces, un par de días más tarde, David oyó en el colegio que habían encontrado el cadáver de Billy Golding junto a las vías del tren.
Aquella noche, cuando se preparaba para acostarse, oyó que sus padres hablaban en el dormitorio, y así supo que habían encontrado a Billy desnudo y que la policía había arrestado a un hombre que vivía con su madre en una casita muy limpia, no muy lejos de donde habían encontrado el cuerpo. Por la forma en que lo decían, David sabía que le había pasado algo muy malo antes de morir, algo que tenía que ver con el hombre de la casita limpia.
Aquella noche, la madre de David se había esforzado por salir de su dormitorio para darle un beso de buenas noches a David. Lo abrazó con fuerza y le advirtió que no se acercase a hombres desconocidos. Le dijo que siempre fuese directamente a casa al salir del colegio y que, si un desconocido se acercaba para ofrecerle caramelos o prometerle una paloma de mascota si se iba con él, tenía que seguir caminando lo más deprisa posible; y, si el hombre intentaba seguirlo, David tenía que acercarse a la primera casa que viera y contarles a sus habitantes lo que pasaba. Hiciera lo que hiciese, nunca, nunca debía irse con un desconocido, daba igual lo que le dijera, y David le juró a su madre que nunca lo haría. Se le ocurrió una pregunta cuando se lo estaba prometiendo, pero no se la hizo, porque ella ya parecía bastante preocupada, y David no quería inquietarla tanto que le prohibiese salir a jugar. Pero la pregunta no se le fue de la cabeza, ni siquiera después de apagar la luz y quedarse solo en la oscuridad de su cuarto. La pregunta era: ¿y si me obliga a ir con él?
En aquellos momentos, en otro dormitorio distinto, pensó en Jonathan Turvey y en Anna, y se preguntó si un hombre de una casita muy limpia, un hombre que vivía con su madre y llevaba caramelos en los bolsillos, los habría obligado a ir con él hasta las vías del tren.
Y allí, en la oscuridad, habría jugado con ellos, a su manera.
Por la noche, en la cena, su padre empezó a hablar de nuevo de la guerra. A David seguía sin parecerle que estuviesen en guerra, porque todas las batallas tenían lugar lejos, aunque a veces veían algo en los noticieros que ponían en el cine antes de las películas. Era todo mucho más aburrido de lo que David pensaba. La guerra sonaba como algo emocionante, pero, por el momento, no había sido así. Era cierto que los escuadrones de Spitfires y Hurricanes a menudo sobrevolaban la casa, y que siempre había combates aéreos sobre el Canal. Los bombarderos alemanes habían realizado vanas incursiones en las pistas aéreas del sur y también habían soltado bombas en la iglesia St. Giles de Cripplegate, en el East End; el señor Briggs lo consideraba un «comportamiento típicamente nazi», pero, más tarde, el padre de David explicó, de una manera mucho menos emotiva, que se trataba de un intento por destruir la refinería de petróleo de Thameshaven. Sin embargo, David se sentía alejado de todo aquello; no era como si pasase en el patio de atrás. En Londres, la gente se llevaba como recuerdo cosas de los aviones alemanes estrellados, aunque se suponía que nadie podía acercarse a ellos, y los pilotos nazis que saltaban en paracaídas proporcionaban un entretenimiento constante a los ciudadanos. En la casa de Rose, aunque apenas estaban a ochenta kilómetros de Londres, todo estaba muy tranquilo.
Su padre colocó el Daily Express doblado junto al plato. El periódico era más fino que antes, ya sólo ocupaba seis páginas, y el padre de David le explicó que era porque habían empezado a racionar el papel. Habían dejado de imprimir el Magnet en julio, lo que dejaba a David sin las aventuras de Billy Bunter, aunque seguía recibiendo otro tebeo, el Boy's Own , todos los meses; el niño siempre lo guardaba cuidadosamente junto con sus libros de modelos de aviones de los contendientes.
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