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Mario Llosa: Cartas A Un Joven Novelista

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Mario Llosa Cartas A Un Joven Novelista

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Una reflexión en forma epistolar dirigida a todos aquellos a los que domina la ilusión de llegar a ser novelistas. El gran escritor peruano, a través de estas cartas, nos habla con lucidez del oficio y el arte de narrar, y aconseja: «… quien ve en el éxito el estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la literatura. Ambas cosas son distintas. Tal vez, el atributo principal de la vocación literaria sea que, quien la tiene, vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como consecuencia de sus frutos.» Y, a partir de esa idea fundamental sobre la vocación, Vargas Llosa discurre sobre el poder de persuasión, el estilo, el espacio y el tiempo del narrador, la realidad y la experiencia del escritor, la autenticidad y la ficción del relato, la eficacia de la escritura, su coherencia interna que emana del propio lenguaje, la estructura de la novela, «esa artesanía que sostiene como un todo armónico y viviente las ficciones que nos deslumbran»… Un alarde de sabiduría y experiencia, ilustrado con numerosos ejemplos de escritores y novelas, descritos con pinceladas breves y certeras, que acaba con un consejo definitivo: «Querido amigo: estoy tratando de decirle que se olvide de todo lo que ha leído en mis cartas sobre la forma novelesca y de que se ponga a escribir novelas de una vez.»

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»Supe que al fin me había convertido en escritor: supe al fin qué le sucede a un hombre que hace de su vida la de un escritor.» [1]

Creo que sólo quien entra en literatura como se entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un escritor y escribir una obra que lo trascienda. Esa otra cosa misteriosa que llamamos el talento, el genio, no nace -por lo menos, no entre los novelistas, aunque sí se da a veces entre los poetas o los músicos- de una manera precoz y fulminante (los ejemplos clásicos son, por supuesto, Rimbaud y Mozart), sino a través de una larga secuencia, años de disciplina y perseverancia. No hay novelistas precoces. Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción. Es muy alentador, ¿no es cierto?, para alguien que empieza a escribir, el ejemplo de aquellos escritores, que, a diferencia de un Rimbaud, que era un poeta genial en plena adolescencia, fueron construyendo su talento.

Si este tema, el de la gestación del genio literario, le interesa, le recomiendo la voluminosa correspondencia de Flaubert, sobre todo las cartas que escribió a su amante Louise Colet entre 1850 y 1854, años en que escribía Madame Bovary, su primera obra maestra. A mí me ayudó mucho leer esa correspondencia cuando escribía mis primeros libros; Aunque Flaubert era un pesimista y sus cartas están llenas de improperios contra la humanidad, su amor por la literatura no tuvo límites. Por eso asumió su vocación como un cruzado, entregándose a ella de día y de noche, con una convicción fanática, exigiéndose hasta extremos indecibles. De este modo consiguió vencer sus limitaciones (muy visibles en sus primeros escritos, tan retóricos y ancilares respecto de los modelos románticos en boga) y escribir novelas como Madame Bovary y La educación sentimental, acaso las dos primeras novelas modernas.

Otro libro que me atrevería a recomendarle sobre el tema de esta carta es el de un autor muy distinto, el norteamericano William Burroughs: Junkie. Burroughs no me interesa nada como novelista: sus historias experimentales, psicodélicas, siempre me han aburrido sobremanera, al extremo de que no creo haber sido capaz de terminar una sola de ellas. Pero, el primer libro que escribió, Junkie, factual y autobiográfico, donde relata cómo se volvió drogadicto y cómo la adicción a las drogas -una libre elección añadida a lo que era sin duda cierta proclividad- hizo de él un esclavo feliz, un sirviente deliberado de su adicción, es una certera descripción de lo que, creo yo, es la vocación literaria, de la dependencia total que ella establece entre el escritor y su oficio y la manera como éste se nutre de aquél, en todo lo que es, hace o deja de hacer.

Pero, mi amigo, esta carta se ha prolongado más de lo recomendable, para un género -el epistolar- cuya virtud principal debería ser precisamente la brevedad, así que me despido.

Un abrazo.

II . EL CATOBLEPAS

Querido amigo:

El trabajo excesivo de estos últimos días me ha impedido contestarle con la celeridad debida, pero su carta ha estado rondándome desde que la recibí. No sólo por su entusiasmo, que comparto, pues yo también creo que la literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderse contra el infortunio; asimismo, porque el asunto sobre el que me interroga, «¿De dónde salen las historias que cuentan las novelas?», «¿Cómo se le ocurren los temas a un novelista?», me sigue intrigando, después de haber escrito buen número de ficciones, tanto como en los albores de mi aprendizaje literario.

Tengo una respuesta, que deberá ser muy matizada para no resultar una pura falacia. La raíz de todas las historias es la experiencia de quien las inventa, lo vivido es la fuente que irriga las ficciones. Esto no significa, desde luego, que una novela sea siempre una biografía disimulada de su autor; más bien que en toda ficción, aun en la de imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima, visceralmente ligado a una suma de vivencias de quien la fraguó. Me atrevo a sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la invención químicamente pura no existe en el dominio literario. Que todas las ficciones son arquitecturas levantadas por la fantasía y la artesanía sobre ciertos hechos, personas, circunstancias, que marcaron la memoria del escritor y pusieron en movimiento su fantasía creadora, la que, a partir de aquella simiente, fue erigiendo todo un mundo, tan rico y múltiple que a veces resulta casi imposible (y a veces sin casi) reconocer en él aquel material autobiográfico que fue su rudimento, y que es, en cierta forma, el secreto nexo de toda ficción con su anverso y antípoda: la realidad real.

En una conferencia juvenil traté de explicar este mecanismo como un s triptease invertido. Escribir novelas sería equivalente a lo que hace la profesional que, ante un auditorio, se despoja de sus ropas y muestra su cuerpo desnudo. El novelista ejecutaría la operación en sentido contrario. En la elaboración de la novela, iría vistiendo, disimulando bajo espesas y multicolores prendas forjadas por su imaginación aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo. Este proceso es tan complejo y minucioso que, muchas veces, ni el propio autor es capaz de identificar en el producto terminado, esa exuberante demostración de su capacidad para inventar personas y mundos imaginarios, aquellas imágenes agazapadas en su memoria -impuestas por la vida- que activaron su fantasía, alentaron su voluntad y lo indujeron a pergeñar aquella historia.

En cuanto a los temas, creo, pues, que el novelista se alimenta de sí mismo, como el catoblepas, ese mítico animal que se le aparece a san Antonio en la novela de Flaubert (La tentación de San Antonio) y que recreó luego Borges en su Manual de Zoología Fantástica. El catoblepas es una imposible criatura que se devora a sí misma, empezando por sus pies. En un sentido menos material, desde luego, el novelista está también escarbando en su propia experiencia, en pos de asideros para inventar historias. Y no sólo para recrear personajes, episodios o paisajes a partir del material que le suministran ciertos recuerdos. También, porque encuentra en aquellos habitantes de su memoria el combustible para la voluntad que se requiere a fin de coronar con éxito ese proceso, largo y difícil, que es la forja de una novela.

Me atrevo a ir algo más lejos respecto a los temas de la ficción. El novelista no elige sus temas; es elegido por ellos. Escribe sobre ciertos asuntos porque le ocurrieron ciertas cosas. En la elección del tema, la libertad de un escritor es relativa, acaso inexistente. Y, en todo caso, incomparablemente menor que en lo que concierne a la forma literaria, donde, me parece, la libertad -la responsabilidad- del escritor es total. Mi impresión es que la vida -palabra grande, ya lo sé- le inflige los temas a través de ciertas experiencias que dejan una marca en su conciencia o subconciencia, y que luego lo acosan para que se libere de ellas tornándolas historias. Apenas si es necesario buscar ejemplos de la manera como los temas se les imponen a los escritores a través de lo vivido, porque todos los testimonios suelen coincidir en este punto: esa historia, ese personaje, esa situación, esa intriga me persiguió, obsesionó, como una exigencia venida de lo más íntimo de mi personalidad, y debí escribirla para librarme de ella. Desde luego, el primer nombre que se le viene a cualquiera es el de Proust. Verdadero escritor-catoblepas ¿no es verdad? Quién otro se alimentó más y con mejores resultados de sí mismo, hurgando como un prolijo arqueólogo en todos los recovecos de su memoria, que el moroso constructor de En busca del tiempo perdido, monumental recreación artística de su propia peripecia vital, su familia, su paisaje, sus amistades, relaciones, apetitos confesables e inconfesables, gustos y disgustos, y, al mismo tiempo, de los misteriosos y sutiles encaminamientos del espíritu humano en su afanosa tarea de atesorar, discriminar, enterrar y desenterrar, asociar y disociar, pulir o deformar las imágenes que la memoria retiene del tiempo ido. Los biógrafos (Painter, por ejemplo) han podido establecer prolijos inventarios de cosas vividas y seres reales, escondidos detrás de la suntuosa invención en la saga novelesca proustiana, ilustrándonos de manera inequívoca sobre la manera como esa prodigiosa creación literaria fue erigiéndose con materiales de la vida de su autor. Pero lo que, en verdad, nos muestran esos inventarios de los materiales autobiográficos desenterrados por la crítica es otra cosa: la capacidad creadora de Proust, quien, valiéndose de aquella introspección, de ese buceo en su pasado, transformó los episodios bastante convencionales de su existencia en un esplendoroso tapiz, en deslumbrante representación de la condición humana, percibida desde la subjetividad de la conciencia desdoblada para la observación de sí misma en el transcurrir de la existencia.

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