Mario Llosa - Cartas A Un Joven Novelista

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Cartas A Un Joven Novelista: краткое содержание, описание и аннотация

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Una reflexión en forma epistolar dirigida a todos aquellos a los que domina la ilusión de llegar a ser novelistas. El gran escritor peruano, a través de estas cartas, nos habla con lucidez del oficio y el arte de narrar, y aconseja: «… quien ve en el éxito el estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la literatura. Ambas cosas son distintas. Tal vez, el atributo principal de la vocación literaria sea que, quien la tiene, vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como consecuencia de sus frutos.» Y, a partir de esa idea fundamental sobre la vocación, Vargas Llosa discurre sobre el poder de persuasión, el estilo, el espacio y el tiempo del narrador, la realidad y la experiencia del escritor, la autenticidad y la ficción del relato, la eficacia de la escritura, su coherencia interna que emana del propio lenguaje, la estructura de la novela, «esa artesanía que sostiene como un todo armónico y viviente las ficciones que nos deslumbran»… Un alarde de sabiduría y experiencia, ilustrado con numerosos ejemplos de escritores y novelas, descritos con pinceladas breves y certeras, que acaba con un consejo definitivo: «Querido amigo: estoy tratando de decirle que se olvide de todo lo que ha leído en mis cartas sobre la forma novelesca y de que se ponga a escribir novelas de una vez.»

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Sin embargo, pese a ser quimérica, esta empresa se realiza de una manera subjetiva, figurada, no histórica, y ella llega a tener efectos de largo aliento en el mundo real, es decir, en la vida de las gentes de carne y hueso.

Este entredicho con la realidad, que es la secreta razón de ser de la literatura -de la vocación literaria-, determina que ésta nos ofrezca un testimonio único sobre una época dada. La vida que las ficciones describen -sobre todo, las más logradas- no es nunca la que realmente vivieron quienes las inventaron, escribieron, leyeron y celebraron, sino la ficticia, la que debieron artificialmente crear porque no podían vivirla en la realidad, y por ello se resignaron a vivirla sólo de la manera indirecta y subjetiva en que se vive esa otra vida: la de los sueños y las ficciones. La ficción es una mentira que encubre una profunda verdad; ella es la vida que no fue, la que los hombres y mujeres de una época dada quisieron tener y no tuvieron y por eso debieron inventarla. Ella no es el retrato de la Historia, más bien su contracarátula o reverso, aquello que no sucedió, y, precisamente por ello debió de ser creado por la imaginación y las palabras para aplacar las ambiciones que la vida verdadera era incapaz de satisfacer, para llenar los vacíos que mujeres y hombres descubrían a su alrededor y trataban de poblar con los fantasmas que ellos mismos fabricaban.

Esa rebeldía es muy relativa, desde luego. Muchos escribidores de historias ni siquiera son conscientes de ella, y, acaso, si tomaran conciencia de la entraña sediciosa de su vocación fantaseadora, se sentirían sorprendidos y asustados, pues en sus vidas públicas no se consideran en absoluto unos dinamiteros secretos del mundo que habitan. De otro lado, es una rebeldía bastante pacífica a fin de cuentas, porque ¿qué daño puede hacer a la vida real el oponerle las vidas impalpables de las ficciones? ¿Qué peligro puede representar, para ella, semejante competencia? A simple vista, ninguno. Se trata de un juego ¿no es verdad? Y los juegos no suelen ser peligrosos, siempre y cuando no pretendan desbordar su espacio propio y enredarse con la vida real. Ahora bien, cuando alguien -por ejemplo, don Quijote o madame Bovary- se empeña en confundir la ficción con la vida, y trata de que la vida sea como ella aparece en las ficciones, el resultado suele ser dramático. Quien actúa así suele pagarlo en decepciones terribles.

Sin embargo, el juego de la literatura no es inocuo. Producto de una insatisfacción íntima contra la vida tal como es, la ficción es también fuente de malestar y de insatisfacción. Porque quien, mediante la lectura, vive una gran ficción -como esas dos que acabo de mencionar, la de Cervantes y la de Flaubert- regresa a la vida real con una sensibilidad mucho más alerta ante sus limitaciones e imperfecciones, enterado por aquellas magníficas fantasías de que el mundo real, la vida vivida, son infinitamente más mediocres que la vida inventada por los novelistas. Esa intranquilidad frente al mundo real que la buena literatura alienta, puede, en circunstancias determinadas, traducirse también en una actitud de rebeldía frente a la autoridad, las instituciones o las creencias establecidas.

Por eso, la Inquisición española desconfió de las ficciones, las sometió a estricta censura y llegó al extremo de prohibirlas en todas las colonias americanas durante trescientos años. El pretexto era que esas historias descabelladas podían distraer a los indios de Dios, la única preocupación importante para una sociedad teocrática. Al igual que la Inquisición, todos los gobiernos o regímenes que aspiran a controlar la vida de los ciudadanos han mostrado igual desconfianza hacia las ficciones y las han sometido a esa vigilancia y domesticación que es la censura. No se equivocaban unos y otros: bajo su apariencia inofensiva, inventar ficciones es una manera de ejercer la libertad y de querellarse contra los que -religiosos o laicos- quisieran abolirla. Ésa es la razón por la que todas las dictaduras -el fascismo, el comunismo, los regímenes integristas islámicos, los despotismos militares africanos o latinoamericanos- han intentado controlar la literatura imponiéndole la camisa de fuerza de la censura.

Pero, con estas reflexiones generales nos hemos apartado algo de su caso concreto. Volvamos a lo específico. Usted ha sentido en su fuero interno esa predisposición y a ella ha superpuesto un acto de voluntad y decidido dedicarse a la literatura. ¿Y ahora, qué?

Su decisión de asumir su afición por la literatura como un destino deberá convertirse en servidumbre, en nada menos que esclavitud. Para explicarlo de una manera gráfica, le diré que acaba usted de hacer algo que, por lo visto, hacían en el siglo XIX algunas damas espantadas con el grosor de su cuerpo, que, a fin de recobrar una silueta de sílfide, se tragaban una solitaria. ¿Ha tenido usted ocasión de ver a alguien que lleva en sus entrañas ese horrendo parásito? Yo sí, y puedo asegurarle que aquellas damas eran unas heroínas, unas mártires de la belleza. A comienzos de los años sesenta, en París, yo tenía un magnífico amigo, José María, un muchacho español, pintor y cineasta, que padeció esa enfermedad. Una vez que la solitaria se instala en un organismo se consubstancia con él, se alimenta de él, crece y se fortalece a expensas de él, y es dificilísimo expulsarla de ese cuerpo del que medra, al que tiene colonizado. José María enflaquecía a pesar de que debía comer y beber líquidos (leche, sobre todo) constantemente, para aplacar la ansiedad del animal aposentado en sus entrañas, pues, si no, su malestar se volvía insoportable. Pero, todo lo que comía y bebía no era para su gusto y placer, sino para los de la solitaria. Un día, que estábamos conversando en un pequeño bistrot de Montparnasse, me sorprendió con esta confesión: «Nosotros hacemos tantas cosas juntos. Vamos al cine, a exposiciones, a recorrer librerías, y discutimos horas de horas sobre política, libros, películas, amigos comunes. Y tú crees que yo estoy haciendo esas cosas como las haces tú, porque te divierte hacerlas. Pero, te equivocas. Yo las hago para ella, la solitaria. Ésa es la impresión que tengo: que todo en mi vida, ahora, no lo vivo para mí, sino para ese ser que llevo adentro, del que ya no soy más que un sirviente.»

Desde entonces, me gusta comparar la situación del escritor con la de mi amigo José María cuando llevaba adentro la solitaria. La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas victimas) unos esclavos. Como mi amigo de París, la literatura pasa a ser una actividad permanente, algo que ocupa la existencia, que desborda las horas que uno dedica a escribir, e impregna todos los demás quehaceres, pues la vocación literaria se alimenta de la vida del escritor ni más ni menos que la longínea solitaria de los cuerpos que invade. Flaubert decía: «Escribir es una manera de vivir.» En otras palabras, quien ha hecho suya esta hermosa y absorbente vocación no escribe para vivir, vive para escribir.

Esta idea de comparar la vocación del escritor a una solitaria no es original. Acabo de descubrirlo, leyendo a Thomas Wolfe (maestro de Faulkner y autor de dos ambiciosas novelas: Del tiempo y el río y El ángel que nos mira), quien describió su vocación como el asentamiento de un gusano en su ser: «Pues el sueño estaba muerto para siempre, el piadoso, oscuro, dulce y olvidado sueño de la niñez. El gusano había penetrado en mi corazón, y yacía enroscado alimentándose de mi cerebro, mi espíritu, mi memoria. Sabía que finalmente había sido atrapado en mi propio fuego, consumido por mis propias lumbres, desgarrado por el garfio de ese furioso e insaciable anhelo que había absorbido mi vida durante años. Sabía, en breve, que una célula luminosa, en el cerebro o en el Corazón o en la memoria, brillaría por siempre, de día, de noche, en cada despertar o instante de sueño de mi vida; que el gusano se alimentaría y la luz brillaría; que ninguna distracción, comida, bebida, viajes de placer o mujeres podrían extinguirla y que nunca más, hasta que la muerte cubriera mi vida con su total y definitiva oscuridad, podría yo librarme de ella.

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