– ¿Quiere que le sirva a usted también una copa de vino, señor? -pregunté, levantando la cabeza.
Estaba arrimado al armario que rodeaba la cama, aplastando las cortinas de seda, que, reparé yo entonces por primera vez, estaban hechas de la misma tela que el vestido de Catharina. Su vista pasó de mí a Catharina y de nuevo a mí. Había puesto su cara de pintor.
– ¡Estás tonta! ¡Me has manchado de vino el vestido! -Catharina se alejó de la mesa y se pasó la mano por el vientre. Le habían caído unas gotas de vino tinto.
– Lo siento, señora. Voy a buscar un paño húmedo para frotarlo.
– ¡Déjalo! ¡Déjalo! Me pone nerviosa verte a mi alrededor. Vete ya.
Yo lo miré de reojo mientras recogía la bandeja. Tenía los ojos clavados en los pendientes de perla de su esposa. Cuando ella se volvió para empolvarse la cara, el pendiente se balanceó y reflejó el sol que entraba por la ventana. Esto hizo que todos la miráramos a la cara, y despedía el mismo brillo que sus ojos.
– Tengo que subir al estudio un momento -le dijo a Catharina-. Enseguida vuelvo.
Ya está, pensé. Ya ha encontrado lo que estaba buscando. Cuando al día siguiente por la tarde me pidió que subiera al estudio, no me entró la excitación que me entraba cuando sabía que iba a posar. Por primera vez, lo temí. Aquella mañana, la colada me pareció especialmente pesada y empapada y mis manos sin la fuerza necesaria para retorcerla. Me movía pesarosa entre el lavadero y el patio y me senté a descansar más de una vez. María Thins me sorprendió sentada cuando entró a buscar una sartén de las de cobre.
– ¿Qué te pasa, muchacha? ¿Estás enferma? -me preguntó.
Yo me puse de pie de un salto.
– No, señora. Sólo un poco cansada.
– ¿Cansada, eh? No es propio de una criada estar cansada, y menos aún por la mañana -me miró como si no me creyera.
Yo hundí las manos en el agua fría y saqué una blusa de Catharina.
– ¿No quiere que le haga ningún recado esta tarde, señora?
– ¿Recados? ¿Esta tarde? No creo. No me parece que sea lo más adecuado para alguien que está cansado -entrecerró los ojos-. ¿No te ha pasado nada, verdad, muchacha? No te habrá agarrado Van Ruijven estando sola, ¿no?
– No, señora.
En realidad sí lo había hecho, pero yo me las había apañado para apartarlo.
– ¿Te ha descubierto alguien arriba? -me preguntó María Thins en voz baja, levantando la barbilla para indicar al estudio.
– No, señora.
Por un instante me asaltó la tentación de decirle lo del pendiente. Pero en lugar de ello, dije:
– He comido algo que me ha sentado mal. Eso es todo.
María Thins se encogió de hombros y se fue. Seguía sin creerme, pero había decidido que no importaba.
Esa tarde subí pesadamente las escaleras y me detuve delante de la puerta del estudio. No iba a ser como las otras veces que había posado. Me iba a pedir algo, y yo estaba en deuda con él.
Abrí la puerta. Estaba sentado frente al caballete, estudiando la punta de un pincel. Cuando levantó la vista y me miró, vi en su cara algo que nunca había visto. Estaba nervioso.
Eso fue lo que me infundió valor para decir lo que dije. Di unos pasos hasta quedarme junto a mi silla y puse una mano en uno de los leones que remataban el respaldo.
– Señor -empecé a decir, apretando el duro y frío león torneado-. No puedo hacerlo.
– ¿Hacer qué, Griet? -parecía sinceramente sorprendido.
– Lo que me va a pedir que haga. No puedo ponérmelos. Las criadas no llevan perlas.
Me miró durante un buen rato y luego movió varias veces la cabeza de un lado a otro.
– Qué impredecible eres. Siempre me sorprendes.
Pasé los dedos por la nariz y el hocico del león, hasta la melena, suave y nudosa. Sus ojos seguían mis dedos.
– Tú sabes que el cuadro lo requiere -dijo en un murmullo-, necesita la luz que reflejan las perlas. Si no, no estará acabado.
Claro que lo sabía. No había pasado mucho tiempo mirando el cuadro -se me hacía muy raro verme allí-, pero enseguida había sabido que necesitaba la perla del pendiente. Sin ésta, sólo estaban mis ojos, mi boca, la banda de mi camisa, el oscuro espacio detrás de mi oreja, cada cosa por su lado. El pendiente lo uniría todo. Completaría la pintura.
Y además me echaría a la calle. Sabía que no iba a pedir un pendiente prestado a Van Ruijven ni a Van Leeuwenhoek ni a nadie. Había visto la perla de Catharina y ésa sería la que me haría ponerme. Utilizaba lo que quería para sus pinturas, sin tener en cuenta las consecuencias. Era como me había avisado Van Leeuwenhoek.
Cuando Catharina viera el pendiente en el cuadro, explotaría. Debería haberle suplicado que no arruinara mi vida.
– Está pintando este cuadro para Van Ruijven -argumenté-, no para usted. ¿Importa mucho entonces que lleve o no lleve el pendiente? Usted mismo dijo que Van Ruijven se quedaría satisfecho con el cuadro tal como está.
Su rostro se endureció, y yo supe que había dicho una inconveniencia.
– Nunca dejaría de trabajar en un cuadro si supiera que no está terminado, sea para quien sea -murmuró-. Yo no trabajo así.
– No, señor -tragué y clavé los ojos en las baldosas del suelo. Idiota, pensé, y sentí crecer la tensión en mi mandíbula.
– Ve a prepararte.
Incliné la cabeza y me apresuré hacia el almacén, donde guardaba las telas amarilla y azul. Nunca había sentido su desaprobación de una forma tan palpable. Pensaba que no podía soportarlo. Me quité la cofia y, sintiendo que se estaba soltando la cinta que me sujetaba el cabello, tiré de ella. Estaba intentando volver a atármelo cuando oí una de las baldosas sueltas del estudio. Me quedé paralizada. Nunca había entrado en el almacén mientras yo me preparaba. Nunca me lo había pedido.
Me volví, con las manos todavía alzadas, sujetándome los cabellos. Estaba parado en el umbral, y me miraba. Bajé las manos. Mi cabello cayó en una cascada sobre mis hombros, marrón como los campos en otoño. Nadie lo había visto nunca, salvo yo.
– Tu cabello… -dijo, y ya no parecía enfadado.
Por fin apartó la vista de mí.
Después de que viera él mis cabellos, después de que descubriera mí secreto, dejé de sentir que tenía algo precioso escondido y que sólo yo podía ver. Me sentí más libre, si no con él, sí con los demás. Ya no importaba lo que hiciera o dejara de hacer.
Esa noche salí furtivamente de la casa y fui a buscar a Pieter el hijo a una de las tabernas donde solían ir los carniceros, junto a la Lonja de la Carne. Pasando por alto los silbidos y comentarios, fui hasta él y le pedí que se viniera conmigo. Dejó la jarra de cerveza en la mesa y, abriendo unos ojos como platos, me siguió fuera, donde lo tomé de la mano y lo conduje hasta un callejón cercano. Allí me subí la falda y le dejé hacer lo que quisiera. Me agarré a él, mis manos rodeándole el cuello, mientras él entraba en mí y empujaba rítmicamente. Me hacía daño, pero cuando recordé mis cabellos sueltos sobre los hombros en el estudio, también sentí algo semejante al placer.
Más tarde, de regreso en el Barrio Papista, me lavé con vinagre.
Cuando volví a mirar el cuadro, había añadido un mechoncito de pelo asomando por debajo de la tela azul, sobre el ojo izquierdo.
La siguiente vez que posé, no mencionó el pendiente. No me lo entregó, como me había temido que hiciera, ni me cambió la pose ni dejó de pintar.
Tampoco volvió al almacén a ver mi cabello suelto. Pasaba mucho tiempo sentado, mezclando los colores en la paleta. Tenía rojo y ocre en ella, pero el color que más mezclaba era el blanco, al que iba añadiendo pizquitas de negro, trabajándolo luego con gran meticulosidad, sin prisa, y el diamante plateado de la espátula destellaba en la pintura gris.
Читать дальше