César Aira - Una novela china

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En una remota provincia china, un campesino sutil se extravía en un hechizo de amor. Como casi todos los amores, este es imposible. Pero Lu Hsin, ingenioso y paciente, decide crear una posibilidad a partir de la nada.
La tarea le lleva casi toda la vida.Esta fábula erótica, atemporal y eterna aunque inelidublemente china, sucede sobre el fondo agotado de veinte años cruciales en la historia del Imperio de la Porcelana: los que van entre la Larga Marcha y la Revolución Cultural. La hidráulica, la pintura, la política, la vida cotidiana en una pequeña aldea, y una colorida galería de personajes, marcan el paso del tiempo de la ficción, que se revela en el desenlace como el fulminante momento de la realidad y el amor.

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– Nada desmiente a un dogma epistemológicamente hablando -dijo el joven científico, con la sonrisa prudente que adoptaba siempre para hablar con Lu Hsin.

– ¿Y que son sino una desmentida, todos los resultados a los que parecen acercarse ustedes mismos? Genes voladores, trucados, alternantes, cromosomas «traspapelados», funámbulos…

– Oh, es un modo poético de hablar.

Lu Hsin sonrió:

– Siempre hay modos poéticos de hablar. -Se quedó callado un instante, y le vino a la memoria, o a la imaginación, un dato interesante que transmitirles a estos jóvenes ignorantes en Historia-. ¿Sabían que en nuestro país, en épocas remotas, incluso algo legendarias (aunque no tanto como para salirse de los cuidadosos márgenes de la cronología de nuestras más recientes innovaciones en la técnica de evaluar la improcedencia del pasado) hubo un arte análogo, en su esfera, a estos «casos» de la genética de los que ustedes se ocupan? -Les dirigió una mirada interrogativa-. ¿No oyeron hablar de la vajilla «de tercera generación»? ¿No? No me extraña. Los expertos en detalles históricos no han dejado obras realmente legibles. Esas porcelanas representaban un trabajo que esperaba el momento de los resultados, no los quería inmediatos. Incluso económicamente: eran la deuda anticipada de los nietos. En ese sentido, debían de ser una especie de exorcismo contra las hambrunas. Lo mismo en cuanto a la legitimación social general: si pensamos que las generaciones se contaban según la descendencia imperial, por un lado, y por otro que los modales en la mesa se transmiten no a los hijos sino por intermedio de ellos, a otros, desconocidos.

Los invitados lo miraban con el rostro en blanco.

– Pero ¿por qué esperar? -dijo él, al tiempo que ella exclamaba, con afectada frivolidad:

– Es melancólico, es… de antropófagos.

Lu Hsin le dio la razón:

– Los platos se rompen, siempre. Basta un mínimo descuido, y después no vale la pena lamentar lo que pasó.

Un rato después, Hin hablaba con el matrimonio, y les mostraba su caja de lápices de colores, gracias a los cuales, decía, había ganado un concurso de pintura unos días atrás. Lu se excusó un momento y salió a la galería externa, para asomarse a lo que había sido la despensa y ahora, transformado en un confortable y diminuto jardín de invierno, hacía las veces de departamento privado de la señora Whu. Allí se pasaba todo el día bebiendo y mirando las montañas. Le pidió una copa y se sentó a bebería en su compañía, sin hablar. El motivo de la visita había sido preguntarle si cenaría con ellos, pero no vio motivos para decir nada, después de todo.

Su ama de llaves había ido más allá del alcoholismo, en un salto elegante y muy preciso. Ya era un oráculo del silencio; en esta ocasión de renunciar a hacerle la más trivial de las preguntas, Lu Hsin veía la cifra de su misterio. Pero un momento después ella habló, con su voz honda y noble de vieja; y fue para hacer una observación muy pertinente sobre las lagartijas:

– Puede decirles a sus comensales que no funden sus esperanzas en ellas. No se reproducirán mecánicamente.

– Había empezado a sospecharlo -dijo Lu-. ¿Pero por qué está tan segura?

– Las tiras de huevos no asimilan el agua. No asimilarían el té, si se lo dieran.

Era muy sagaz de su parte. Aun puestas en el agua, esas tirillas se secaban. Reclamaban la humedad ultramundana del amor. La señora Whu debía de saber mucho de la asimilación de líquidos. El caso de las lagartijas era intrigante, pero su condena no parecía tener apelación. Lu suspiró, y confesó no saber qué hacer al respecto. La señora Whu se encogió de hombros, como si todo fuera muy fácil, una vez que se aceptaba la fatalidad del fracaso.

– Yo las dejaría en paz -dijo.

– Es lo que he tratado de hacer.

Pero nunca podría hacerlo lo suficiente. Después de todo, no sabía en qué podía consistir dejar en paz a esos animálculos inexpresivos.

Salía una hermosa luna detrás de las montañas. Desde su puesto, la mujer podía medir su ascenso sin moverse. Desde la sala venía el rumor de la conversación y, muy apagado, el aroma de la comida en el fuego. De pronto, y sin ninguna razón a la que pudiera darle nombre, Lu sacó el tema de Hin, cuya vocecita de cristal se destacaba en el silencio de la noche: por lo visto, hacía buenas migas con el matrimonio de científicos; ellos todavía no tenían hijos. La señora Whu no respondió. Las sombras parecieron condensarse en la distracción de Lu Hsin; sin saber siquiera que hablaba, fue decir algo más, cualquier frase sin importancia:

– Hin…

En ese punto se interrumpió. La luna era el objeto que hacía inimaginable el mareo. La oscuridad sedosa del cielo rozó los hombros de Lu. La palabra resonaba en el silencio previo al mundo, y en la memoria. La insistencia había producido un significado, y él supo que la señora Whu lo había oído. Le dirigió una mirada subrepticia, con una inquietud que no había sentido en años. Ella miraba con placidez un punto oscuro debajo de la luna. En la penumbra, su rostro muy avejentado semejaba el de un guerrero, o una momia… Al cabo, la vio levantar la copita y beber con el borde de los labios; miraba el reflejo de la luna en el círculo inclinado de su aguardiente. ¡Lo sabía! Debía de saberlo. Se sintió aterrorizado, sin querer reflexionar por qué. El espanto suele tener formas muy variadas, y Lu Hsin tuvo la oportunidad esa noche de enfrentar una muy vaga y difusa. Tenía la impresión de que se había abierto un abismo en algún sitio al que podían encaminarse sus pasos. En ese gran vacío, volvió a oír la voz de la señora Whu:

– El señor Hua no vino hoy.

No era la primera vez que manifestaba, en los momentos más intempestivos, su interés por este amigo de su patrón. Lu creyó poder interpretar: lo ayudaría a obtener lo que deseaba, si él la ayudaba a obtener al señor Hua. Podían dar por terminado este entreacto. A modo de colofón, ella dijo con voz ahora arrastrada, como si la bebida hubiera hecho efecto de pronto:

– Me siento enferma.

Lu dejó la copa en la mesa (vacía) y salió. Estaba a punto de volver a entrar a la sala, pero quiso quedarse un minuto más a solas. Dio unos pasos en el jardín, y miró la escena por la ventana. Hin y los dos invitados conversaban sentados a la mesa. Era tarde, y la niña estaba algo pálida. La vio levantarse, ir al armario y sacar platos y cubiertos, tarea en la que la ayudó la joven científica. A veces, los seres humanos parecen autómatas. Se dijo que todo en la vida corría siempre hacia un punto de precipitación, y había que actuar en consecuencia: muy lento en ocasiones, o muy rápido.

Le dio la espalda a la ventana y miró las estrellas. El espejo del cielo pensaba por él, con la precipitación lentísima de las estrellas. Y en medio del cielo negro, la cara de la luna, con sus grises imperceptibles. Recordó algo que le había dicho Hin años atrás, cuando era chica: «La luna es un mapa». Entró a cenar.

Dos días después caía el cierre de la Gaceta, y Lu Hsin había hecho para entonces su buena cuota de reflexión. Seguía dándole vueltas a esa idea de la precipitación. En la vida de las personas, se decía, suceden cosas, y todo el mundo lo sabe: pero nadie sabe nunca cuándo suceden. Y las consecuencias no eran de ninguna utilidad como signos, porque en general sólo eran signos del remordimiento. Sólo escribiendo lograba captar algo de la insensatez del instante: lo demás le parecía excesivamente difícil. Les regaló las lagartijas que venía tratando de criar desde hacía meses a los niños del barrio, y suprimió a último momento el artículo de fondo que había escrito para la Gaceta, una cosa u otra sobre la hidroponia, la clase de tonterías que recortaban y guardaban en carpetas sus lectores. A minutos de iniciar la impresión, se sentó a componer uno nuevo.

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