Pero Brownlow, sentado ahora frente a Riaz con las piernas cruzadas, reabría la llaga de la incertidumbre.
– En mi vida adulta -decía, dirigiéndose tanto a Riaz como a Shahid-, en muchas ocasiones he deseado, a veces desesperadamente, tener un sentimiento religioso. Pero a los catorce años leí a Bertrand Russell. Supongo que lo conoces, ¿verdad?
– Un poco -admitió Shahid.
Brownlow removió en las sandalias los húmedos dedos de los pies.
– ¿Deedee te ha hablado de él? ¿O sólo te hace ver vídeos de Prince?
– Es buena profesora.
Brownlow emitió un gruñido y prosiguió:
– Russell pone en su sitio a la divinidad, ¿eh? Dice que si Dios existiera, sería un idiota. Ja, ja, ja! También dijo textualmente: «Toda la concepción de Dios se deriva de los antiguos despotismos orientales.» Bueno, ¿eh? Desde entonces… yo… frecuentemente me he sentido abandonado en el mundo. El ateísmo puede producir una angustia tremenda, como bien sabéis. Eso de tener que dar sentido al universo. Sería maravilloso creer que después de morir de cáncer en seguida se disfruta -quiero decir, se goza-de uvas, melones y vírgenes en el paraíso. El paraíso es como Venecia. Sin los malos olores ni las tempranas horas de cierre. El cielo es sin duda, como dijo alguien, el invento más fácil del hombre.
Shahid intentó sonreír. Le apetecía una copa. No sabía qué le había dado aquella sed repentina: si el miedo o la compañía. La mención del paraíso, probablemente.
Brownlow se estaba animando.
– Maravilloso arrodillarse. Existir en un reino imaginario dirigido por seres imaginarios. Maravilloso tener todas las normas de conducta dictadas desde lo alto. Qué comer. Cómo limpiarse el trasero. -Tenía ahora los arracimados dedos a unos centímetros de la nariz de Riaz, como si fuera a arrancársela y a limpiarse el culo con ella-. ¡Qué aberrante! Ser esclavo de la superstición.
Shahid dio un respingo. ¡Brownlow estaba llamando esclavo de la superstición a Riaz! ¡Nadie le hablaba así! ¿Cómo reaccionaría?
– ¡Realismo mágico en cuentos de siglos remotos! -prosiguió Brownlow-. Servidumbre…, seguro que reconoce la servidumbre, ¿no? ¿Es que algunos débiles de corazón no preferimos eso al libre albedrío? Abusar de la dependencia infantil, ¿no es eso? ¿Comprende?
Quizá fuesen los vapores alcohólicos que emanaba Brownlow lo que hacía ansiar a Shahid la oscuridad de un pub. Una pinta de Speckled Hen, Southern Comfort, Heineken, Tennents, Guinness, Becks, Pils, Bud…, ¡Qué nombres tan encantadores, como de poetas! Tenía la boca seca.
Pero Shahid luchó contra la tentación. No quería que el deseo lo arrastrase de acá para allá. Los excesos y el egoísmo de Chili, por ejemplo, le repugnaban. Pero las imágenes de la mujer de Brownlow seguían tentándole. En aquel momento le hubiera gustado tocarle la bien formada pantorrilla, apretarle la rodilla, meterle la mano entre los muslos y deslizaría suavemente hacia dentro.
– Desde luego -decía Brownlow-, el acto de creer…
– ¿Creer en contraposición a qué?
Riaz no se había desconcertado por el contraataque de Brownlow, sino que mantenía la confianza del jugador de ajedrez que piensa con anticipación en los siguientes movimientos.
– En contraposición al acto de pensar. Pensar sin prejuicios ni ideas preconcebidas. Sí, la tensión de creer algo que no puede demostrarse ni explicarse con un sentido lógico sin duda debe ser, para una persona inteligente como usted… debe ser… es… -Brownlow buscaba el calificativo menos tendencioso-. ¡Deshonesto! Sí. ¡Deshonesto!
Brownlow estaba incontenible aquella noche.
Shahid estudió la sonrisa que tan a menudo aparecía en el rostro de Riaz. Se estaba quedando calvo, tenía una verruga en el mentón y otra en la mejilla; a veces olía a sudor. Shahid daba por sentado que su sonrisa indicaba alegría, amor a la humanidad, paciencia. Pero, observándola con atención, era desdeñosa. Riaz no sólo pensaba que Brownlow era imbécil, sino que además lo consideraba despreciable.
– Las personas deben elegir por sí mismas entre el bien y el mal -afirmó Brownlow.
Riaz soltó una carcajada.
– ¡El hombre es la última persona a quien yo confiaría esa tarea!
Shahid se puso en pie.
Preguntaría a Chad si podía salir a dar un paseo. Llamaría a Deedee desde la calle. Ahora sólo quería oír su voz. Pero ¿y si Chad no se lo permitía, cosa harto probable? Entonces estaba apañado. Deedee creería que la había dejado plantada.
¿Por qué debía temer a Chad? Chad había sentido cumbres inolvidables, y ahora se imponía a sí mismo una permanente coerción. No era de extrañar que estuviese molesto y furioso; la realidad tenía que decepcionarle a cada momento. En el fondo sólo era un hermano más, aunque necesitaba comprensión. Shahid tenía que valerse por sí mismo.
– Disculpe, por favor -decía Riaz a Brownlow-, pero es usted un poco arrogante. -Brownlow emitió una risita. Estaba disfrutando de la discusión-. Sus creencias liberales son propias de una minoría que vive en el norte de Europa. Sin embargo, da por hecha su superioridad moral sobre el resto de la humanidad. Pretenden ustedes dominar a los demás con su moralidad particular que, como muy bien sabe, ha ido de la mano con el imperialismo fascista. -Riaz se inclinó hacia Brownlow-. Por eso tenemos que guardarnos del ambiente intelectual, tan hipócrita y presuntuoso, de la civilización occidental.
Brownlow se enjugó el sudor de la frente y sonrió. Su mirada se dispersó. No sabía por dónde empezar. Respiró hondo.
– Desprecia ese ambiente. Y con razón. Pero esta civilización también nos ha traído…
– Díganos qué nos ha traído, doctor Brownlow -le interrumpió Shahid.
– Bien, Tariq. Un estudiante con curiosidad. Veamos. -Contó con los dedos- Literatura, pintura, arquitectura, psicoanálisis, ciencia, periodismo, música, cultura, política estable, deporte organizado…, a escala bastante elevada. Y todo esto ha ido de la mano de algo significativo: el análisis crítico sobre la naturaleza de la verdad. Es decir: prueba y demostración.
– ¿Como la famosa dialéctica de Marx, quiere decir? -preguntó Riaz, en tono malicioso.
Brownlow se quedó un momento callado.
– Y preguntas inexorables. Sin vacilar. Preguntas e ideas. Las ideas son enemigas de la religión.
– Tanto peor para las ideas -replicó Riaz, con un bufido.
Brownlow y Shahid se le quedaron mirando. Era una discusión en la que Shahid no se consideraba en condiciones de participar. Se maldijo por ser un ignorante incapaz de expresarse, igual que cuando Chad le preguntó por qué le gustaba la literatura. Pero eso también suponía un acicate: tenía que estudiar, leer y pensar más, para estar en condiciones de relacionar hechos y argumentos que encajaran con su visión del mundo.
Shahid alzó la vista hacia Chad. Se puso en pie y se dirigió a la puerta.
– Salgo un momento -musitó a Riaz, saliendo del cuarto lo más rápidamente que pudo.
En el vestíbulo cogió el teléfono y marcó deprisa.
– Tengo miedo -le dijo Tahira-. ¿Y tú?
Él asintió. Tahira no se marchaba. Cuando oyó la voz de Deedee, colgó.
– Vuelvo en seguida -dijo a Tahira, descorriendo cerrojos, girando llaves y quitando la cadena de la puerta.
– ¿Adónde vas?
– Alguien tiene que reconocer el terreno. Estudiar la distribución del barrio y todo eso.
– Bien. Pero no solo. Déjame acompañarte.
– No, no.
– No tengo miedo, de verdad.
– Pero yo lo tendría por ti.
Salió rápidamente.
Tardó un poco en salir de la barriada. Incluso entonces dudó de encontrar un teléfono. Caía una leve llovizna, era como andar a través de una nube. Olió la lluvia; hacía tiempo que, en aquella ciudad, no olía nada tan fresco. Además el ambiente estaba cargado de humedad y de las aceras subía vaho, como en un vídeo musical. No sería fácil encontrar el camino de vuelta. Ni tampoco el de casa.
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