– Se cambió el nombre por el de Mohamed Shahabuddin Alí-Shah.
– ¡No!
– Insistía en que le llamaran por su nombre completo. Jugaba al fútbol y sus compañeros se hartaban de repetir: «Pasa el balón, Mohamed Shahabuddin Alí-Shah.» «Centra para que remate de cabeza, Mohamed Shahabuddin Alí-Shah.» Nadie se lo pasaba a él. Así que se quedó con Chad. -Deedee bebió otro trago de vino. Se estremeció-. Pero no es él quien me da miedo. No es Trevor.
– ¿Quién, entonces?
– Riaz es el peor.
– ¿Sí?
– Ya lo creo.
Por el camino, Shahid había ido pensando en Riaz. ¿No habían crecido todos en una época que admiraba a los rebeldes, a los excéntricos, a los marginados de todas clases, desde Bowie a Idol, desde Boy George a Madonna? En la adolescencia, sus amigos llevaban el pelo a lo mohicano y se agujereaban la nariz -uno incluso se atravesó la lengua-, convirtiendo sus cuerpos en un insulto. Pero rebelarse no costaba nada. Sólo los ancianos recordaban lo que había sido la «respetabilidad». Sus amigos, inclinados todas las noches sobre la mesa de billar, eran fantasmas, no de difuntos ambulantes, como ellos llamaban a los viejos, sino de nonatos.
Riaz, en cambio, en una época de arribismo y ambición, había abrazado una causa y mantenía su impopular individualidad. En el fondo era más inconformista -y sin afectación- que nadie que Shahid hubiera conocido. Si el mundo se movía en una dirección, Riaz iba en sentido contrario.
Deedee le ofreció otra vez la botella.
– Se te traba la lengua -observó Shahid, moviendo la cabeza-. ¿Por qué siempres quieres obligarme a tomar algo?
– El alcohol es uno de los grandes placeres.
– ¿Sólo se vive para el placer, entonces?
– ¿Qué otra cosa tenemos?
– No estoy seguro. Sé que sólo intentas provocarme. Pero el placer no basta, ¿verdad?
– Es un comienzo.
– ¿Y dedicarse a mejorar el mundo?
– ¿Crees que es eso lo que hace Riaz? -repuso ella, haciendo una mueca.
– En este momento está arriesgando su vida, montando guardia en el piso de una familia perseguida.
– A Riaz le echaron a patadas de la casa paterna por denunciar que su propio padre bebía alcohol. Además, le reprendía por rezar en el sofá y no de rodillas. Decía a sus amigos que si los padres pecaban, debían ser arrojados al implacable fuego del infierno.
– No esperes que me crea eso, Deedee.
– ¿Cómo?
– Riaz es una persona de lo más amable. -Antes de que ella pudiera protestar, Shahid prosiguió-: Y es un individuo que se enfrenta a toda la sociedad. Reconoce que hay que ser valiente para eso. No empieces a tomarla con él. Sólo te pregunto lo que pasó cuando conoció a Chad.
– Se hizo cargo de Trevor, y con su mezcla de amabilidad y disciplina lo metió en vereda mejor de lo que lo hubieran hecho en cualquier centro de rehabilitación.
– Eso pensaba. Sin él…
– Sí, probablemente uno u otro habría muerto.
– Y ahora el propio Chad se ocupa de la gente de una forma que ni te puedes imaginar.
– Pero ¿no te dan miedo? -inquirió ella, sin dejar de mirarlo.
– ¿Quiénes?
– Tus amigos.
– ¿Por qué tendrían que darme miedo?
– No tienen la más mínima duda.
– Algunos tienen creencias apasionadas, y están furiosos -repuso él, sacudiendo la cabeza-. Sin eso no puede hacerse nada.
– ¿Estás tú furioso, tienes creencias apasionadas?
– El caso es, Deedee -contestó Shahid, ruborizándose-, que los blancos inteligentes como tú sois demasiado cínicos. Veis lo malo que hay en todo y no dejáis títere con cabeza, pero nunca hacéis nada. ¿Por qué querríais cambiar algo cuando todo funciona ya a vuestra manera?
– No te conozco bien, Shahid, pero sólo digo que no quisiera que te pasara nada malo.
– ¿Quién iba a hacerme daño?
– Tus nuevos compañeros.
– ¡Pero si las víctimas somos nosotros! ¡Y cuando luchamos tú dices que nos excitamos por nada! ¡Te pasas el día fumando hierba y calumnias a los que realmente hacen algo!
Se quedó sentada, con los ojos bajos, como si no quisiera empeorar las cosas. Pero no se retractó.
– No sé por qué me he molestado en venir hasta aquí -dijo él.
– ¿Es que no querías verme? ¿Te he obligado yo? -inquirió ella en tono tan violento que Shahid dio un respingo. Deedee se puso en pie-. Pensé que había algo. -Cogió el bolso y empezó a guardar cosas-. Qué estúpida he sido. Eres un alumno. ¡Debo haber perdido la cabeza, coño! ¿En qué estaría pensando? Estoy desesperada, eso es. Ojalá no lo estuviera. Supongo que eso es lo que piensas de mí. -Se dio una palmada en la frente-. Quisiera olvidar todo este asunto.
– Deedee…
– ¡Olvidémoslo y volvamos a nuestra vida de antes!
Apagó la música y la calefacción, puso el tapón a la botella de vino y fregó los vasos con furia, sin dejar de sollozar, de espaldas a él. Shahid se preguntó lo que Chili, que sabía de aquellas cosas, habría hecho para arreglar la situación. El cabrón probablemente se la habría ganado con zalamerías; la lisonja era una técnica que tanto podía utilizarse con hombres como con mujeres, decía Chili. Pero siempre añadía que, si no se quería resultar rastrero, había que acertar con el punto débil.
Se acercó a ella antes de que se pusiera el abrigo y le dijo:
– Hoy estás arrebatadora, de verdad.
– ¿En serio? -repuso ella, ladeando la cabeza y sonriendo-. Gracias.
– Ha habido tantas confusiones. Hemos tenido una discusión estúpida. Había olvidado lo atractiva que eres. No te marches.
– De acuerdo.
– ¿Qué quieres hacer?
– Acostarme.
– ¿Por qué no?
– El dormitorio está ahí -indicó ella-. Y, por favor…, ¿podrías no mirarme el cuerpo?
– ¿Cómo?
– Mira a los visillos o algo así. Tú eres demasiado joven para avergonzarte de tu cuerpo. Pero he empezado a ir otra vez al gimnasio. Ah, y otra cosa.
– ¿Qué?
– No te quites la chaqueta de cuero, ¿quieres?
Más tarde, el cielo se había aclarado: era apacible y diáfano. Con los labios juntos, Shahid y Deedee habían dormitado sin llegar a caer en el sueño. Luego, sintiéndose satisfechos y audaces, se vistieron y salieron del sótano. Ahora iban abrazados, y cada vez que él se volvía para besarla -si, por ejemplo, estaban esperando a cruzar la calle-, ella se apretaba contra él, estrechándolo en sus brazos, y se fundían el uno con el otro. Habían hecho el amor; ella era su amante. Le había gustado sudar en la cama con la chaqueta de cuero; era ella quien se lo había follado, poniéndose encima, no sentada, sino tumbada con las piernas abiertas sobre las suyas, empujando sobre su picha. Él había extendido los brazos, diciendo:
– Quiero que me folles.
– No te preocupes -jadeó ella-. Déjame a mí.
En las tiendas vendían camisetas, bisutería, cinturones, bolsos, tenues pañuelos estampados de la India. En pequeños tenderetes callejeros, ex estudiantes con el pelo rosa a lo mohicano y perros mugrientos vendían paquetes de incienso y copias piratas de los Dead, Charlie Hero, Sex Pistols.
Había animación en las calles regadas. Parte del caos había desaparecido; la gente se congregaba de nuevo en torno a la estación del metro, esperando a amigos. La multitud se sentía atraída por los pubs o las brasseries estilo francés que se estaban poniendo de moda; o hacía cola para la sesión de noche de Fahrenheit 451 de Truffaut. Era raro ver a alguien de más de cuarenta años, como si hubiera un toque de queda para la gente mayor.
Shahid observaba a su amante desde el fondo de la librería, un espacioso local de dos pisos con las existencias expuestas sobre enormes mesas; en el pasado, las librerías siempre habían sido bastante sombrías. Al ver los montones de libros nuevos, a Shahid le entraron deseos de cogerlos todos, preguntándose cómo sobreviviría sin ellos. Deedee compró Rastros de carmín y él la siguió a la caja, esperando el punto de libro y la bolsa, con unos relatos de Flannery O'Connor y un par de antologías, todo comprado con el dinero que le había dado Chili.
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