– No -dije-. ¡La encontré yo!
Bernice me fulminó con la mirada. Amanda no dijo nada.
Adán Uno nos tuvo en cuenta a las tres. Sabía muchas cosas.
– Quizá debería decidirlo la propia Amanda -dijo-. Tendría que conocer a las familias en cuestión. Eso la ayudará a decidirse. Eso sería más justo, ¿no?
– A mi casa primero -dijo Bernice.
Bernice vivía en el Buenavista Condos. Los Jardineros no eran exactamente dueños del edificio, porque la propiedad privada era mala, pero la cuestión es que lo controlaban. Tenía un cartel que decía « Lofts de lujo para solteros de hoy» en letras doradas desdibujadas, pero sabía que eso no era lujo: la ducha del apartamento de Bernice estaba atascada; las baldosas de la cocina, resquebrajadas y melladas; los techos tenían goteras; en el lavabo te resbalabas por el moho.
Las tres entramos en el vestíbulo y pasamos junto a la señora Jardinera de mediana edad que cumplía labores de seguridad allí: estaba ocupada con alguna artesanía de macramé embrollado y apenas reparó en nosotras. Tuvimos que subir seis tramos de escaleras para llegar al piso de Bernice, porque los Jardineros no aprobaban los ascensores salvo para la gente mayor y los parapléjicos. Había objetos prohibidos en la escalera: agujas, condones usados, cucharitas, cabos de vela. Los Jardineros decían que los sinvergüenzas de las plebillas y los matones y macarras entraban de noche y hacían fiestas guarras en la escalera; nunca habíamos visto nada de eso, aunque una vez pillamos a Shackie y Croze y sus colegas bebiendo posos de vino allí.
Bernice tenía su propia llave de tarjeta; abrió la puerta y nos invitó a entrar. El apartamento olía a ropa sin lavar dejada bajo un grifo que gotea, o como los senos taponados de otros niños o a pañal. Entre estos olores flotaba otro: un aroma rico, fértil, especiado, terroso. Quizá subía a través de los conductos de aire acondicionado de lechos de hongos que los Jardineros cultivaban en el sótano.
Sin embargo, ese olor -todos los olores- parecía proceder de la madre de Bernice, Veena, que estaba sentada en el sofá raído como si hubiera echado raíces allí, mirando a la pared. Llevaba su habitual vestido suelto; tenía las rodillas cubiertas con una mantita de color amarillo viejo; el cabello pálido le caía lánguidamente a ambos lados de una cara redonda, blanda y blancuzca; tenía las manos retorcidas de un modo antinatural, como si tuviera los dedos rotos. En el suelo, a sus pies, había unos cuantos platos sucios. Veena no cocinaba: comía lo que le daba el padre de Bernice; o se quedaba sin comer. Y nunca hacía limpieza. Apenas hablaba, y tampoco me habló en esa ocasión. Sus ojos pestañearon cuando pasamos a su lado, así que quizá nos vio.
– ¿Qué le pasa? -me susurró Amanda.
– Está en barbecho -le respondí en otro susurro.
– ¿Sí? -susurró Amanda-. Parece colocada.
Mi madre decía que la madre de Bernice estaba «deprimida». Claro que mi madre no era una auténtica Jardinera, como Bernice siempre me recordaba, porque un auténtico Jardinero nunca diría «deprimido». Los Jardineros creían que la gente que actuaba como Veena estaba en barbecho: descansando, retrayéndose en su interior para obtener un conocimiento espiritual, acumulando energía para el momento en que volverían a abrirse como los capullos en primavera. Sólo en apariencia no hacían nada. Algunos Jardineros podían permanecer mucho tiempo en estado de barbecho.
– Esta es mi casa -dijo Bernice.
– ¿Dónde dormiría? -preguntó Amanda.
Estábamos mirando la habitación de Bernice cuando entró Burt el Pel ó n.
– ¿Dónde está mi nena?
– No respondas -dijo Bernice-. ¡Cierra la puerta!
Lo oímos moviéndose por la habitación principal; hasta que entró en la habitación de Bernice y la levantó por las axilas.
– ¿Dónde está mi nena? -repitió, y me hizo sentir vergüenza ajena.
Le había visto hacer lo mismo antes, no sólo a Bernice. Simplemente le gustaban las axilas de las niñas. Te arrinconaba detrás de las hileras de plantas de judías cuando estabas recolocando babosas y caracoles y simulaba que quería ayudarte. Luego venían las manos. Era un capullo.
Bernice estaba poniendo cara de enfadada y retorciéndose.
– Yo no soy tu nena -dijo, lo cual podía significar: No soy una nena o no soy tuya. Pero Burt se lo tomó a broma.
– ¿Entonces adónde ha ido mi nena? -preguntó con voz acongojada.
– Bájame -gritó Bernice.
Sentí pena por ella, y también me sentí afortunada, porque sintiera lo que sintiera por Zeb, él no te hacía sonrojar.
– Ahora me gustaría ver tu casa -dijo Amanda.
Así que las dos bajamos la escalera, dejando allí a Bernice, más colorada y más enfadada que nunca. Me sentía mal por eso, pero no tan mal como para ceder a Amanda.
A Lucerne no le complació descubrir que Amanda se había añadido a nuestra familia, pero le dije que lo había ordenado Adán Uno; o sea que poco podía hacer.
– Tendrá que dormir en tu habitación -dijo enfadada.
– No le importará -aseguré-. ¿Verdad, Amanda?
– Claro que no -dijo Amanda.
Tenía una manera muy educada de expresarse, como si fuera ella la que te hacía el favor. A Lucerne le molestó.
– Y tendrá que deshacerse de toda esa ropa colorida -dijo Lucerne.
– Pero todavía no está gastada -dije inocentemente-. ¡No podemos tirarla! ¡Eso sería un desperdicio!
– La venderemos -masculló Lucerne-. Desde luego el dinero no nos vendrá mal.
– El dinero debería ser para Amanda -dije-. Es su ropa.
– No importa -dijo Amanda, con voz suave pero majestuosa-. No me ha costado nada.
Entonces fuimos a mi cubículo, nos sentamos en la cama y nos reímos tapándonos con las manos.
Cuando Zeb volvió esa tarde, al principio no hizo ningún comentario. Todos cenamos juntos, y Zeb despreció la soja y la cazuela de alubias verdes y observó a Amanda con su gracioso cuello y manos plateadas escogiendo con delicadeza lo que había en su plato. Todavía no se había quitado los guantes. Finalmente le dijo a ella:
– Eres una pequeña picara, ¿no? -Era su voz amistosa, la que usaba para decir ¡buena chica! en el dominó.
Lucerne, que le estaba sirviendo otra vez, se quedó rígida a medio movimiento, con el cucharón en el aire, como si fuera algún tipo de detector de metales. Amanda lo miró muy seria, con los ojos muy abiertos.
– ¿Disculpe, señor?
Zeb rio.
– Eres muy buena -dijo.
Tener a Amanda viviendo conmigo era como tener una hermana, pero mejor. Ya llevaba ropa de Jardinera, así que su aspecto era el del resto de nosotros; y enseguida olió como el resto de nosotros.
En la primera semana le enseñé todo. La llevé al Salón del Vinagre, a la Sala de Costura y al gimnasio Corre hacia la Luz. El encargado era Mugi; lo llamábamos Mugi el M ú sculo porque sólo le quedaba un músculo. No obstante, Amanda se hizo amiga de él. Se hacía amiga de todos preguntándoles cuál era la forma correcta de hacer las cosas.
Burt el Pel ó n explicó cómo realojar las babosas y los caracoles del jardín lanzándolos por encima de la barandilla al tráfico, desde donde se arrastrarían para encontrar nuevos hogares, aunque yo sabía que en realidad los aplastaban. Katuro el Curvatubos, que arreglaba las fugas y se ocupaba de los sistemas de agua, le mostró cómo funcionaban las cañerías.
Philo el Niebla apenas le dijo nada; se limitó a sonreírle mucho. Los Jardineros más viejos explicaban que había trascendido el lenguaje y estaba viajando con el Espíritu, aunque Amanda sentenció que estaba acabado.
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