Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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Volvemos a casa. El carretillero sube nuestro equipaje a la carretilla. Ponemos las bolsas que contienen nuestros vestidos en la parte de atrás para que mama tenga algo en que apoyarse.

– Antes de marcharnos -dice ella- quiero daros esto, niñas. -Nos cuelga del cuello sendas bolsitas atadas a un cordón de cuero-. Se las compré a un adivino. Contienen tres monedas, tres semillas de sésamo y tres habichuelas. Me aseguró que os protegerían de los malos espíritus, de la enfermedad y las máquinas voladoras de los bandidos enanos.

Mi madre es una mujer impresionable, crédula y anticuada. ¿Cuánto pagaría por esa tontería? ¿Cincuenta peniques por cada una? ¿Más?

Monta en la carretilla y mueve el trasero para ponerse cómoda. Lleva nuestros documentos en la mano -los pasajes, los certificados de matrimonio y el manual-, envueltos en un pedazo de seda y atados con cinta de seda. Miramos la casa por última vez. Ni el cocinero ni nuestros huéspedes han salido a despedirnos y desearnos suerte.

– ¿Estás segura de que debemos irnos? -pregunta May, angustiada-. ¿Y baba ? ¿Y si vuelve? ¿Y si está herido?

– Tu padre tiene el corazón de una hiena y los pulmones de una pitón -contesta mama -. ¿Crees que él se quedaría aquí esperándonos? ¿Crees que iría a buscarnos? Entonces, ¿por qué no está aquí?

No concibo que sea tan cruel. Aunque baba nos haya mentido y haya puesto en una situación desesperada, es su marido y nuestro padre. Pero mama tiene razón: si está vivo, dudo mucho que esté pensando en nosotras. Y nosotras tampoco podemos pensar en él si queremos sobrevivir.

El muchacho agarra las varas de la carretilla, mama se sujeta a los lados y nos ponemos en marcha. De momento, May y yo vamos a pie, una a cada lado. Tenemos un largo camino por delante y no queremos que el chico se canse demasiado pronto. Como dicen aquí, ninguna carga es ligera si hay que llevarla lejos.

Cruzamos el puente del Jardín. Hombres y mujeres ataviados con prendas de algodón acolchadas acarrean cuanto poseen: jaulas de pájaros, muñecas, sacos de arroz, relojes, láminas enrolladas. Caminamos por el Bund y miro al otro lado del Whangpoo. Los barcos extranjeros brillan al sol, y de sus chimeneas salen nubes negras. Junto con su escolta, el Idzumo reposa en el agua: sólido, gris e intacto, pues el fuego chino no lo ha alcanzado. Los juncos y sampanes se mecen en las estelas. Por todas partes, incluso ahora que estamos en guerra, los culis van de un lado a otro transportando sus pesadas cargas.

Torcemos a la derecha por la calle Nanjing, donde han eliminado con arena y desinfectante la sangre y el hedor a muerte. La calle Nanjing desemboca en Bubbling Well. La calle, protegida del sol por los árboles, está llena de gente, lo que dificulta llegar hasta la estación del Oeste, donde vemos los vagones abarrotados en cuatro niveles: el suelo, los asientos, las literas y los techos. Nuestro carretillero sigue adelante. Antes de lo que imaginábamos, el cemento y el granito dejan paso a los campos de arroz y algodón. Mama saca algo de comida, y se asegura de ofrecerle al chico una ración generosa. Paramos varias veces para hacer nuestras necesidades detrás de un matorral o un árbol. Caminamos bajo un calor intenso. De vez en cuando miro hacia atrás y veo salir humo de Chapei y Hongkew, y me pregunto cuándo se consumirán los fuegos.

Nos salen ampollas en los talones y los dedos de los pies, pero no se nos ha ocurrido coger vendas ni medicinas. Cuando las sombras empiezan a alargarse, el carretillero -sin pedir nuestra opinión- toma un sendero de tierra que conduce a una granja con tejado de paja. Un caballo atado mordisquea alubias de un cubo y unas gallinas picotean el suelo frente a una puerta abierta. Mientras el conductor deja las varas de la carretilla en el suelo y sacude los brazos, una aldeana sale de la casa.

– Vengo con tres mujeres -dice el carretillero en el basto dialecto del campo-. Necesitamos comida y un sitio para dormir.

La campesina no habla, pero nos indica con señas que entremos. Vierte agua caliente en una tina y nos señala los pies a May y a mí. Nos quitamos los zapatos y metemos los pies en el agua. La mujer regresa con un tarro de cerámica que contiene una cataplasma casera, hedionda, y nos la aplica en las ampollas reventadas. A continuación ayuda a mi madre a sentarse en un taburete en un rincón de la habitación, vierte más agua caliente en un barreño y se queda de pie para taparla. Aun así, veo cómo mama se agacha y empieza a quitarse las vendas. Miro hacia otro lado. Para mi madre no hay nada más íntimo y privado que el cuidado de sus pies de loto. Yo nunca se los he visto, ni quiero.

Una vez que mama se ha lavado los pies y se los ha vendado con vendas limpias, la aldeana empieza a preparar la cena. Le damos un poco de nuestro arroz, que ella vierte en una olla con agua hirviendo, y empieza a removerlo sin parar hasta convertirlo en jook.

Miro alrededor por primera vez. La casa está muy sucia, tanto que me produce pavor comer o beber en un lugar así. Por lo visto, la mujer se da cuenta. Pone unos cuencos y unas cucharas de latón encima de la mesa, junto con una olla de agua caliente. Nos hace señas.

– ¿Qué quiere que hagamos? -pregunta May.

Ni mama ni yo lo sabemos, pero el carretillero coge la olla, vierte agua en los cuencos, sumerge nuestras cucharas en el agua caliente, remueve el líquido y luego lo arroja al suelo de tierra apisonada, que lo absorbe. A continuación, la mujer nos sirve el jook , al que añade unas hojas de zanahoria salteadas. Éstas tienen un sabor amargo y me dejan un regusto ácido en la garganta. La aldeana vuelve al cabo de un momento con un poco de pescado salado que pone en el cuenco de May. Luego se coloca detrás de mi hermana y le masajea los hombros.

De pronto siento rabia. Esta mujer -pobre, sin educación, una perfecta desconocida- le ha dado el cuenco más grande de jook al carretillero, le ha proporcionado intimidad a mama , y ahora se preocupa por May. ¿Qué tendré yo, que hasta los desconocidos se percatan de que no valgo nada?

Después de la cena, el chico sale para dormir junto a su carretilla, mientras nosotras nos tumbamos sobre unas esteras de paja tendidas en el suelo. Estoy agotada, pero mama parece muy animada. El mal genio que la caracteriza desaparece cuando se pone a hablarnos de su infancia y de la casa donde creció.

– Cuando yo era niña, en verano, mi madre, mis tías, mis hermanas y todas mis primas dormíamos fuera, en unas esteras como éstas -recuerda; habla en voz baja para no molestar a nuestra anfitriona, que descansa en una plataforma elevada junto a la cocina-. Vosotras no conocéis a mis hermanas, pero nos parecíamos mucho a vosotras dos. -Ríe con melancolía-. Nos queríamos mucho y nos gustaba discutir. Pero esas noches de verano, cuando estábamos fuera bajo las estrellas, no peleábamos. Escuchábamos las historias que nos contaba mi madre.

Oímos el canto de las cigarras. A lo lejos se oye el estallido de las bombas que caen sobre nuestra ciudad. Las explosiones hacen retumbar el suelo y el temblor se extiende por nuestros cuerpos. May empieza a gimotear, y mama dice:

– Creo que todavía no sois demasiado mayores para que os cuente una…

– ¡Sí, mama , por favor! -exclama May-. Cuéntanos la historia de las hermanas de la luna.

Mama le da unas cariñosas palmaditas.

– Érase una vez -empieza, con una voz que me transporta a la infancia- dos hermanas que vivían en la luna. Eran unas niñas maravillosas -narra, y yo espero; sé exactamente qué va a decir a continuación-. Eran hermosas como May: delgadas como el bambú, gráciles como las ramas de un sauce sacudidas por la brisa, y con el rostro ovalado como las semillas de melón. Y eran listas y diligentes como Pearl: bordaban sus zapatos de loto con puntadas diminutas. Las dos hermanas pasaban la noche bordando con sus setenta agujas. Su fama fue creciendo y al poco tiempo todo el mundo iba a contemplarlas.

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