– Sé que puede ayudarnos. -May ladea la cabeza y deja que una leve sonrisa transforme su expresión, que pasa de la desesperación a la serenidad.
El efecto es inmediato.
– Déjame ver esos billetes. -Los examina atentamente y consulta un par de cuadernos-. Lo siento, pero con esto no podréis salir de Shanghai -dice por fin. Saca un bloc, rellena un formulario y luego se lo da a May junto con nuestros billetes-. Si conseguís llegar a Hong Kong, id a nuestras oficinas de allí y entregad esto. Podréis cambiar vuestros billetes por nuevos pasajes para San Francisco. -Tras una pausa, repite-: Si es que conseguís llegar a Hong Kong.
Le damos las gracias, pero no nos ha ayudado nada. Nosotras no queremos ir a San Francisco. Queremos ir al sur para huir del Clan Verde.
Nos encaminamos hacia casa, sintiéndonos derrotadas. El ruido del tráfico, el olor a gases de tubo de escape y el pestazo a perfume nunca me habían resultado tan opresivos. Nunca las irremediables ansias de dinero, la flagrante transparencia de la conducta criminal y la disolución del espíritu me habían parecido tan vanas y desesperadas.
Encontramos a mama sentada en los escalones de la entrada, donde antes comían con orgullo nuestros criados.
– ¿Han vuelto ya? -pregunto.
No hace falta que especifique a quiénes me refiero. Las únicas personas a las que de verdad tememos son los matones del Clan Verde. Mama asiente con la cabeza. Tardamos un momento en asimilar esa respuesta. Lo que dice mama a continuación me produce un escalofrío:
– Y vuestro padre todavía no ha regresado.
Nos sentamos una a cada lado de mama . Esperamos, escudriñando ambos extremos de la calle, con la esperanza de ver aparecer a baba por la esquina. En vano. Cae la noche y se intensifican los bombardeos. Los incendios de Chapei iluminan la ciudad. Los reflectores recorren el cielo. Pase lo que pase, la Colonia Internacional y la Concesión Francesa, como territorios extranjeros, estarán a salvo.
– ¿Ha dicho si pensaba ir a algún sitio después del funeral? -pregunta May con una vocecilla de niña pequeña.
Mama niega con la cabeza.
– Quizá esté buscando trabajo. O apostando. O con una mujer.
Por mi mente pasan otras posibilidades y, cuando miro a May por encima de la cabeza de mama , veo que ella las comparte. ¿Y si baba se ha marchado, dejando que su mujer y sus hijas lidien con las consecuencias de su comportamiento? ¿Y si el Clan Verde ha decidido matarlo antes del plazo acordado, como advertencia para el resto de la familia? ¿Y si lo ha alcanzado el fuego antiaéreo o la metralla?
Hacia las dos de la madrugada, mama se da una palmada en los muslos y dice:
– Tenemos que dormir un poco. Si vuestro padre no vuelve… -Se le quiebra la voz y respira hondo-. Si no vuelve a casa, seguiremos adelante con mi plan. Su familia nos acogerá. Ahora les pertenecemos.
– Pero ¿cómo vamos a llegar hasta allí? No podemos cambiar los pasajes.
Ella plantea precipitadamente una idea con la desesperación pintada en el rostro:
– Podríamos ir a Woosong. Está a pocos kilómetros de aquí. Si no queda más remedio, yo puedo ir andando. Allí hay un muelle de la petrolera Standard Oil. Con vuestros certificados de matrimonio, quizá nos dejen ir a otra ciudad en una de sus lanchas. Desde allí podríamos llegar al sur.
– No creo que funcione -contesto-. ¿Por qué querría ayudarnos la petrolera?
– Pues podríamos buscar un barco que nos lleve por el Yangtsé…
– ¿Y los micos? -pregunta May-. Hay muchos en el río. Hasta los lo fan se marchan del interior y vienen aquí.
– Podríamos ir al norte, a Tientsin, y buscar pasaje en un barco -insiste mama , pero esta vez levanta una mano para que no hablemos-. Lo sé: los micos ya están allí. Entonces podríamos ir al este, pero ¿cuánto tardarán en invadir esas regiones? -Hace una pausa para pensar. Es como si yo viera a través de su cráneo, dentro de su cerebro, mientras anticipa los peligros que implican las diferentes formas de salir de Shanghai. Al final se inclina y, en voz baja pero firme, dice-: Vayamos al sudoeste, al Gran Canal. Una vez allí, conseguiremos un barco… un sampán, cualquier cosa, para continuar hasta Hangchow. Allí buscaremos un barco de pesca que nos lleve a Hong Kong o Cantón. -Me mira a mí y luego a May-. ¿Estáis de acuerdo?
Me da vueltas la cabeza. No tengo ni idea de qué es lo mejor.
– Gracias, mama -susurra May-. Gracias por cuidar tan bien de nosotras.
Entramos en casa. La luz de la luna se cuela por las ventanas. Hasta que nos damos las buenas noches a mama no se le quiebra la voz, pero entonces se mete en su habitación y cierra la puerta.
May me mira en la oscuridad.
– ¿Qué vamos a hacer?
Creo que la pregunta es: «¿Qué va a ser de nosotras?», pero no la formulo. Soy la jie jie de May y mi obligación es ocultarle mis temores.
A la mañana siguiente, recogemos con prisas lo que consideramos práctico y útil: artículos de aseo, un kilo y medio de arroz por persona, una olla y utensilios para comer, sábanas, vestidos y zapatos. En el último momento, mama me llama a su habitación. De la cómoda saca unos papeles, entre ellos el manual y los certificados de matrimonio. Nuestros álbumes de fotografías están encima del tocador. Pesan demasiado para llevárnoslos, así que supongo que mama cogerá algunas fotos de recuerdo. Retira una de la cartulina negra: detrás hay un billete doblado. Repite la operación varias veces hasta que reúne un pequeño fajo de billetes. Se guarda el dinero en el bolsillo, me pide que la ayude a apartar la cómoda de la pared y coge una bolsita que pende de un clavo.
– Esto es lo que queda de mi dote.
– ¿Cómo has podido tenerlo escondido? -pregunto, indignada-. ¿Por qué no pagaste al Clan Verde con este dinero?
– No habría bastado.
– Pero quizá habría ayudado.
– Mi madre siempre decía: «Guárdate algo para ti» -replica-. Sabía que quizá tendría que utilizarlo algún día. Y ese día ha llegado.
Sale de la habitación. Yo me quedo mirando las fotografías: May de bebé, las dos vestidas de fiesta, la boda de mama y baba. Recuerdos felices, recuerdos absurdos, danzan ante mí. Se me empañan los ojos y parpadeo para contener las lágrimas. Cojo un par de fotografías, las guardo en mi bolsa y bajo. Mama y May están esperando en la entrada.
– Búscanos una carretilla, Pearl -me ordena mama.
Como es mi madre y no tenemos alternativa, la obedezco; no importa que se trate de una mujer con los pies vendados que jamás ha tenido ningún plan más allá de sus estrategias en el majong.
Me quedo en la esquina esperando a que aparezca una carretilla grande y en buen estado y cuyo conductor parezca fuerte. Los carretilleros están por debajo de los conductores de rickshaw y sólo un poco por encima de los orinaleros. Se los considera miembros de la clase de los culis: lo bastante pobres para hacer cualquier cosa con tal de ganar un poco de dinero o recibir unos cuencos de arroz. Después de varios intentos, encuentro a uno dispuesto a negociar en serio. Está tan delgado que su vientre parece juntarse con su columna vertebral.
– ¿A quién se le ocurre intentar salir de Shanghai ahora? -pregunta, y con razón-. No quiero que me maten los micos.
No le explico que el Clan Verde nos persigue.
– Vamos a nuestro pueblo natal -le digo-, en la provincia de Kwangtung.
– ¡No puedo llevaros tan lejos!
– Claro que no. Sólo queremos ir hasta el Gran Canal…
Accedo a pagarle el doble de lo que gana en un día.
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