A la mañana siguiente, May y yo nos dirigimos a las oficinas de la naviera Dollar Steamship Line, con la esperanza de cambiar nuestros pasajes -de Shanghai a Hong Kong, de Hong Kong a San Francisco y de San Francisco a Los Ángeles- por cuatro pasajes a Hong Kong. La calle Nanjing y las aledañas al hipódromo siguen cerradas para permitir que los trabajadores retiren los cadáveres destrozados y los miembros mutilados, pero ésa no es la mayor preocupación de la ciudad. Siguen llegando miles y miles de refugiados que huyen del avance de los japoneses. Muchos padres desesperados han dejado morir a sus hijos pequeños en las calles, y la Asociación de Beneficencia ha creado una patrulla especial para cargar en camiones los cadáveres abandonados y llevarlos al campo para que los incineren.
Pero pese a toda la gente que quiere entrar en la ciudad, hay miles que intentan salir. Muchos de mis compatriotas vuelven en tren a sus pueblos natales del interior. Los amigos que hemos hecho en los cafés -escritores, pintores e intelectuales- toman decisiones que determinarán su futuro: ir a Chungking, donde Chiang Kai-shek ha establecido su capital de guerra, o a Yunnan, para unirse a los comunistas. Las familias más adineradas -tanto chinas como extranjeras- se marchan en vapores de bandera internacional que pasan, desafiantes, ante los buques de guerra japoneses anclados frente al Bund.
Esperamos horas en una larga cola. A las cinco de la tarde sólo hemos avanzado unos tres metros. Volvemos a casa sin haber resuelto nada. Estoy agotada; May parece angustiada y sin fuerzas. Baba ha pasado todo el día visitando a sus amigos, con la esperanza de que le presten dinero para nuestra huida; pero, en estos tiempos de repentina incertidumbre, ¿quién puede permitirse el lujo de ser generoso con un infortunado? Al trío de matones no le sorprende que hayamos avanzado tan poco, pero no se alegran de nuestro fracaso. Hasta ellos parecen turbados por el caos que nos rodea.
Esa noche, la casa tiembla con las explosiones de Chapei y Hongkew. Las nubes de ceniza que salen de esos barrios se mezclan con el humo de las hogueras donde queman a los críos abandonados y con el de las enormes piras donde los japoneses incineran a sus propios muertos.
Por la mañana, me levanto con sigilo para no despertar a mi hermana. Ayer, May me acompañó sin quejarse. Pero varias veces, cuando ella creía que no la miraba, la vi frotándose las sienes. Anoche se tomó una aspirina y la vomitó enseguida. Debe de tener conmoción cerebral. Espero que sea leve, pero ¿cómo estar segura? Como mínimo, después de todo lo que ha pasado estos dos últimos días, May necesita dormir, porque hoy será otro día duro. El funeral de Tommy Hu es a las diez.
Bajo y encuentro a mama en el salón. Me indica que me acerque.
– Toma un poco de dinero. -Una extraña frialdad tiñe su voz-. Ve a comprar unos pastelillos de sésamo y unos palitos de masa -me encarga. No hemos comido tanto para desayunar desde la mañana que cambió nuestra vida-. Tenemos que alimentarnos. El funeral…
Cojo el dinero y salgo a la calle. Oigo el estruendo de los cañones navales que bombardean nuestras posiciones costeras, los incesantes disparos de ametralladora y fusilería, las bombas que caen sobre Chapei y las encarnizadas batallas que se libran en los barrios de la periferia. Las acres cenizas de las piras funerarias de anoche cubren la ciudad, y hay que volver a lavar la ropa colgada en los tendederos, barrer la entrada de las casas y lavar los coches. El olor me produce arcadas. Hay mucha gente en la calle; quizá estemos en guerra, pero todos tenemos cosas que hacer. Camino hasta la esquina, pero en lugar de comprar los encargos de mama, me subo a una carretilla para que me lleve al apartamento de Z.G. Ya sé que me comporté como una cría aquel día, pero eso fue sólo un momento contra años de amistad. Estoy convencida de que él nos tiene cierto cariño. Seguro que nos ayudará a encontrar la manera de recomponer nuestras vidas.
Llamo a su puerta. Como no contesta nadie, bajo y busco a la casera en el patio central.
– Se ha marchado -me dice la mujer-. Pero ¿qué más te da? Las chicas bonitas estáis perdidas. ¿Crees que podremos repeler a los micos eternamente? Cuando ellos hayan tomado el país, nadie necesitará ni querrá vuestros lindos calendarios. -Su rencor va en aumento-. Pero quizá esos micos os quieran para otras cosas. ¿Es eso lo que deseas para tu hermana y para ti?
– Sólo dígame dónde está -pido, cansada.
– Se ha marchado para unirse a los comunistas -me espeta, y cada sílaba es como una bala.
– No puedo creer que se haya ido sin despedirse -replico sin convicción.
La mujer ríe a carcajadas.
– ¡Qué estúpida eres! Se ha marchado sin pagar el alquiler. Ha dejado aquí sus pinturas y pinceles. Se ha marchado sin llevarse nada.
Me muerdo el labio inferior para no llorar. Ahora tengo que concentrarme en mi propia supervivencia.
Como no quiero gastarme el dinero que tengo, vuelvo a casa en otra carretilla, apretujada con otros tres pasajeros. Mientras avanzamos dando tumbos, pienso en quién podría ayudarnos. ¿Los hombres con quienes vamos a bailar? ¿Betsy? ¿Alguno de los otros pintores para los que posamos? Pero todo el mundo tiene sus propios problemas.
Cuando llego, encuentro la casa vacía. He pasado tanto tiempo fuera que me he perdido el funeral de Tommy.
May y mama regresan un par de horas más tarde. Ambas van vestidas de blanco, el color del luto. May tiene los ojos hinchados como melocotones pasados de tanto llorar, y mama parece vieja y cansada, pero no me preguntan dónde he estado ni por qué no he ido al funeral. Baba no está con ellas. Se habrá quedado con los otros padres en el banquete ceremonial.
– ¿Cómo ha ido? -les pregunto.
May se encoge de hombros, así que no insisto. Se apoya en la jamba de la puerta, se cruza de brazos y se queda mirándose los pies.
– Tenemos que volver a la naviera -dice.
No quiero salir otra vez. Estoy muy afectada por lo de Z.G. Me gustaría contarle que nuestro amigo se ha marchado, pero ¿de qué serviría? Esta situación me desespera. Quiero que alguien me rescate. Y si no puede ser, quiero meterme en la cama, esconderme bajo las sábanas y llorar hasta que no me queden lágrimas. Pero soy la hermana mayor de May. Debo ser valiente y dominar mis emociones. Debo ayudar a combatir nuestra desgracia. Respiro hondo y me levanto.
– Vamos. Estoy lista.
Volvemos a las oficinas de la Dollar Steamship Line. Hoy la cola avanza más deprisa, y cuando llegamos al mostrador entendemos por qué: el empleado ya no soluciona nada. Le enseñamos nuestros billetes, pero el agotamiento le ha robado la capacidad para expresarse y la paciencia.
– ¿Qué esperáis que haga con esto? -nos espeta casi gritando.
– ¿Podemos cambiar estos billetes por cuatro a Hong Kong? -pregunto, convencida de que lo considerará un acuerdo ventajoso para la empresa.
En lugar de contestarme, hace señas a las personas que tenemos detrás:
– ¡El siguiente!
No me muevo.
– ¿Podemos tomar otro barco? -insisto.
El empleado golpea la reja que nos separa.
– ¡Estúpida! -Por lo visto, hoy todo el mundo piensa lo mismo de mí. Entonces agarra la reja y la sacude-. ¡No quedan billetes! ¡Se han acabado! ¡El siguiente! ¡El siguiente!
Su frustración y su histerismo me recuerdan a los de la casera de Z.G. May estira un brazo para tocar los dedos del empleado. En Shanghai está muy mal visto que dos personas de sexo opuesto se toquen, y más si no se conocen. Su gesto deja perplejo al hombre, que enmudece. O quizá de pronto lo tranquiliza que una chica bonita le hable con voz melosa.
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