Kate Morton - La Casa De Riverton

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor
En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento.
Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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Robbie asintió sin mirarla.

– Por favor, hazlo por mí. Dime que vendrás.

– ¿Y seremos una de esas parejas que se encuentran en las casas de campo?

– Sí.

– Como tantas parejas antes que nosotros, jugaremos a ser corteses pero distantes durante el día y nos deslizaremos en la oscuridad para encontrarnos por la noche.

– Sí -dijo ella serenamente.

– Esas no son nuestras reglas.

– Lo sé.

– No es suficiente.

– Lo sé.

– Está bien, lo haré sólo porque tú me lo pides.

Acordaron verse una tarde, a principios de 1924. Teddy estaba de viaje por asuntos de negocios, y Deborah había salido para visitar a unos amigos.

Se habían citado en un lugar de Londres que Hannah no conocía. Mientras el taxi avanzaba por las intrincadas calles de la zona este, Hannah miraba por la ventanilla. Ya era de noche y en general había pocas cosas interesantes que ver: edificios grises, carromatos tirados por caballos iluminados con faroles; de vez en cuando, niñas de mejillas rosadas vestidas con gruesos delantales de lana señalaban el taxi mientras jugaban. Y luego, al llegar a una calle, la sorpresa de las luces de colores, la muchedumbre, la música.

Hannah se inclinó hacia el conductor.

– ¿Qué es esto? ¿Qué ocurre aquí?

– Es la verbena de Año Nuevo -explicó. Su acento indicaba que había nacido en el barrio-. Aunque deberían estar a resguardo del invierno.

Hannah observaba fascinada mientras el taxi seguía su camino. Una hilera de luces se extendía a lo largo de los edificios. La banda de músicos de cuerda, además de un acordeón, había congregado a una multitud que reía y aplaudía. Los niños se mezclaban con los adultos, agitaban serpentinas y hacían sonar silbatos. Hombres y mujeres se reunían en torno a grandes tambores de metal donde se cocían castañas y bebían cerveza en jarras. El conductor del taxi tocó la bocina para que le permitieran pasar.

– Están todos locos -exclamó cuando el automóvil llegó a la esquina y dobló para seguir por una calle a oscuras-. Como cabras.

A Hannah le parecía haber pasado por un lugar de fantasía. Cuando por fin el conductor se detuvo frente al domicilio indicado, corrió a encontrarse con Robbie para contarle lo que había visto. Le rogó, y finalmente lo convenció. Irían juntos a la verbena. Salían muy poco, indicó. ¿Cuándo tendrían otra oportunidad de ir juntos a un festejo? Allí nadie los conocía. Era un lugar seguro.

Ella lo guió, confiando en su memoria, aunque temía que la fiesta hubiera desaparecido como un bosque habitado por las hadas. Pero de pronto oyó los sonidos del violín, los silbatos de los niños, las voces joviales, y supo que estaban cerca.

Unos minutos después ya habían doblado la esquina del país de las maravillas y comenzaban a recorrer la calle del festejo. El viento frío traía el aroma de las castañas asadas, mezclado con el sudor y la algarabía. Había personas asomadas a las ventanas que hablaban a gritos con los que estaban en la calle, cantaban, brindaban por el nuevo año y despedían el anterior. Hannah, del brazo de Robbie, miraba deslumbrada todo aquel panorama. Le señaló las cosas que le llamaron la atención, rió alegremente al ver que algunas personas comenzaban a bailar en una improvisada pista.

Decidieron dejar de ser observadores y unirse a la muchedumbre. Se sentaron en una tabla de madera apoyada sobre cajones de leña. Una mujer con las mejillas coloradas y abundantes bucles negros se sentó en un banco junto a los músicos para cantar y batir un tamboril que sostenía entre sus mullidos muslos. El auditorio la alentaba con sus gritos, las faldas ondeaban al ritmo de la música.

Hannah estaba fascinada. Jamás había visto semejante jolgorio. Había ido a numerosas fiestas, pero, comparadas con ésta, le parecían artificiales, excesivamente civilizadas. Aplaudió, rió, apretó con vehemencia la mano de Robbie.

– Son maravillosos -exclamó, incapaz de apartar la vista de las parejas que bailaban. Hombres y mujeres de todas las edades y tamaños giraban con los brazos enlazados, y aplaudían-. ¿No son absolutamente maravillosos?

El volumen aumentaba, el ritmo se aceleraba. La música hacía vibrar la piel, entraba por los poros, fluía por la sangre; aceleraba el ritmo del corazón.

– Tengo sed, vamos a buscar algo para beber -le susurró Robbie al oído.

Ella casi no le oía. Meneó la cabeza. Advirtió que respiraba agitadamente.

– No, no. Ve tú. Yo quiero mirar.

Robbie dudó.

– No quiero dejarte sola.

– Estaré bien.

Hannah apenas advirtió que la mano de Robbie apretó fuertemente la suya por un instante y la soltó después. No lo miró mientras se alejaba. Había muchas otras cosas que ver, oír y sentir.

Más tarde se preguntó si había pasado por alto algún indicio en la voz de Robbie, si el ruido, la agitación, la muchedumbre le habían resultado opresivos. Pero en ese momento no lo pensó, estaba cautivada.

El lugar de Robbie fue ocupado inmediatamente. Otro muslo tibio se apretó contra el suyo. Hannah miró de reojo. Era un hombre bajo y fornido, de patillas pelirrojas y un sombrero de fieltro marrón.

El hombre la miró, se acercó más y le señaló con el dedo la pista.

– ¿Bailamos?

Su aliento olía a tabaco. Los ojos celestes se detuvieron en ella.

– Oh, no -se disculpó Hannah con una sonrisa-. Gracias, pero estoy con una persona.

Miró hacia atrás buscando a Robbie entre la multitud. Le pareció verlo en el otro extremo de la calle, fumando junto a un tonel humeante.

– No tardará en volver.

El hombre ladeó la cabeza.

– Vamos, sólo una pieza. Para entrar en calor.

Hannah volvió a mirar hacia el lugar donde creía haber visto a Robbie. No había rastro de él. ¿Le había dicho adonde iba, cuánto tiempo tardaría?

– ¿Y bien? -insistió el hombre. Ella lo miró. La música invadía el lugar. Recordó una calle de París algunos años atrás, en su luna de miel. Se mordió el labio. ¿Qué daño podía hacer bailar un poco? ¿Qué sentido tenía desperdiciar las oportunidades que la vida le brindaba?

– De acuerdo -accedió Hannah. Tomó la mano del hombre y sonrió nerviosamente-. Pero no estoy segura de saber los pasos.

El hombre sonrió y la llevó al centro de la pista, donde se arremolinaban los bailarines.

Y Hannah se encontró bailando. Y aunque no recordaba saber los pasos, guiada por su compañero se defendió bastante bien. Giraron y se dejaron llevar por el frenesí de las otras parejas. Los violines sonaban, las botas taconeaban, las manos aplaudían. Ella y su pareja se tomaron del brazo, codo con codo, y comenzaron a girar. Hannah no pudo contener la risa. Nunca se había sentido tan libre. Miró el cielo nocturno, cerró los ojos, sintió el aire frío en los párpados y las mejillas tibias. Al abrirlos buscó a Robbie. Anhelaba bailar con él. Trató de encontrarlo en medio de esa multitud de caras. Se preguntó si siempre habían sido tantas. Pero giraba demasiado rápido. Eran una masa de ojos, bocas y sonidos.

– Yo… -Estaba sin aliento. Se pasó una mano por la nuca sudorosa-. Tengo que irme. Mi amigo volverá en cualquier momento -anunció Hannah. El hombre no pareció oírla. Ella le dio un golpecito en el hombro para que dejara de girar-. Ya he tenido bastante. Gracias -le gritó al oído.

Por un instante creyó que no iba a detenerse, que seguiría girando y jamás la dejaría ir. Luego sintió una desaceleración, un vahído, y se encontró nuevamente sentada en el banco de madera. Estaba ocupado por nuevos espectadores, pero entre ellos no vio a Robbie.

– ¿Dónde está su amigo? -preguntó el hombre, pasando su mano por un mechón de cabello rojo. Había perdido el sombrero mientras bailaba.

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