La Montaña Peladaes una colina desnuda y árida de 266 metros de altura, y su nombre tiene un origen confuso. En su ladera oriental se han hallado fósiles de tortugas prehistóricas y huesos de mamut. Cerca de la cumbre hay una gran roca plana con tres peldaños de una escalera que nunca se terminó. Nadie ha podido explicarse adónde iba a conducir una escalera en semejante lugar, tan yermo y desolado.
11 Un lugar no muy limpio ni bien iluminado
– Ringo, ¿te vienes al Chino?
Es el tercer sábado consecutivo que el Quique se presenta en el bar Rosales después de cenar y con la misma sugerencia. Si aún no te has colado en alguna casa de putas del Barrio Chino, nano, es que no te has enterado de qué va la vida. En la calle Robadors hay tres casi juntas, El Recreo, El Jardín y La Gaucha, y es fácil colarse. Aunque al Quique le está prohibida la entrada por edad, y suele acabar de patitas en la calle con algún sopapo o una patada en el culo, fisgar en los burdeles se ha convertido en su diversión favorita.
– ¡No veas qué furcias tienen en El Jardín, parecen de antes de la guerra! Pero hay una, la Manoli… ¡Guau! Nada más verla, ya estoy empalmado.
– Ya. No hace falta que lo jures.
– Bueno, ¿te vienes o qué?
Él está sentado tomando el fresco en la acera del bar, la silla recostada contra la pared, la americana echada sobre los hombros y una cerveza en la mano útil, viendo pasar a la gente, y no parece tener ganas de nada. Hace un rato estaba leyendo el muy sobado pero predilecto libro de cuentos y ahora lo lleva en el bolsillo más desfondado de la chaqueta.
– Si vais en pandilla, no -responde-. Demasiado follón.
– Tú y yo solos.
Es una noche con neblina y bochorno de finales de septiembre. El Quique ha irrumpido en el bar embutido en un sofocante traje marrón a rayas de americana cruzada, con corbata de lunares, un litro de brillantina en el pelo y gafas de sol de aparatosa montura, porque las gafas de sol te hacen mayor, nano, dice, y es más fácil colarte. Del bolsillo superior de la americana asoman cuatro cigarrillos Lucky Strike que habrá birlado a su padre. Muy pincho, acalorado y sonriente, deja caer la cara redonda y grasienta sobre la de su amigo y espera la respuesta. Pero le ve tan absorto que una vez más se queda mirándole intrigado, preguntándose cómo puede dejar pasar la noche del sábado aquí sentado, o dentro del bar, volcado durante horas sobre un libro o escuchando las aburridas conversaciones de los viejos y el golpeteo de las fichas de dominó en el mármol. A veces piensa que Ringo no se está haciendo mayor como los demás, de manera normal, como él y Roger, le parece que todavía sigue rumiando alguna de sus estrambóticas aventis tumbado de bruces en el techo de la diligencia y disparando contra los apaches que le persiguen a galope por la pradera. Dan ganas de decirle: Ringo, aquellos caballos eran de cartón.
– ¡Hosti, no seas tarugo! ¡Venga, hombre, anímate!
– Búscate a otro -dice él-. No tengo ni para el tranvía.
Antes de salir de casa, después que su madre se fue a La Esperanza a cumplir su turno de noche, había mirado dentro de una tacita de café del aparador; algún sábado, ella solía dejarle dos o tres pesetas en esa tacita. Esta vez había calderilla. La visión de la calderilla manejada por su madre lo afligía siempre; veía la mano flaca y pálida rebuscando para él unas monedas del fondo del pequeño monedero, sólo para él, y eso le hacía sentirse egoísta, inútil y derrochador. Debajo de un platillo había un billete de cinco, pero era para el pan y la leche y un kilo de boniatos que él mismo debía comprar mañana temprano, antes de que ella se levantara, y, si el dinero alcanzaba, también para un cuenco de nata espolvoreada con azúcar.
– No te va a costar ni una pela -insiste el Quique, animoso-. Yo pago. ¡Estoy forrado, chaval, esta tarde he ganado a la garrafina! Venga, hombre. Nos damos un garbeo por El Jardín y a ver qué pasa.
– Qué va a pasar. Nada.
– Bueno, sólo podemos mirar, pero…
– Ya. Vamos de florero.
– Y qué más se puede hacer. Tocar no te dejan. Y follar, por ahora, ni lo sueñes… En El Recreo, quince pelas el polvo. Pero puedes verlas de cerca. Luego en casa te la pelas, y ya está.
– No nos dejarán entrar
– ¡Que sí, ¿qué te juegas?! Nos colamos cuando quieras, chaval, te lo digo yo. Los sábados por la noche aquello está a tope de tíos y no se fijan mucho, sólo hay que ponerse en la cola y entrar. El único sitio donde no me dejaron entrar fue en la Carola, y tampoco en la Madame Petit, allí las tías son muy caras… Oye, te enseñaré cosas que nunca has visto, Ringo. En un escaparate de la calle San Ramón hay un consolador que parece la tranca de un burro, te troncharás de la risa cuando lo veas… Pero antes nos tomamos unas cañas en Los Cabales, para entonarnos. Yo invito. ¿Eh, qué me dices?
Él se excusa alzando la mano vendada.
– Ni siquiera puedo meter la mano en el bolsillo para pagar una ronda.
– Te repito que eso corre de mi cuenta. ¡Venga ya, hombre!
En esos atolondrados ojos saltones se le nota que sigue pensando en mujeres desnudas todo el tiempo, se dice Ringo. De la pandilla que formaban cuatro años atrás, el Quique, Roger y Rafa Cazorla son los únicos que siguen frecuentando el Rosales, al principio por el futbolín más que nada, luego por las partidas de garrafina y por ir juntos al baile cada domingo. El Quique, que no oculta su predilección por Ringo y presume de ser su mejor amigo, y de entender y respetar su querencia por los pianos y las novelas, incluso por las novelas que no son de misterio ni de vaqueros, ha intentado muchas veces arrastrarle al Verdi o a la Cooperativa La Lealtad, las dos salas de baile que Violeta frecuenta con su mamá de carabina, pero él siempre ha rehusado.
Esta noche se deja llevar por la curiosidad, y al cabo, visto lo que había que ver, se le ocurre que de algún modo aquella fantasía del Quique demandando en todas las aventis tetas y culos a ser posible bajo transparencias orientales, siempre pidiendo odaliscas detrás de gasas y tules de brillante tecnicolor a lo Yvonne de Carlo o María Montez, finalmente su amigo ha conseguido hacerla realidad en sus incursiones sabatinas fisgando en los burdeles más tronados, sobre todo en ese concurrido habitáculo de El Jardín escasamente iluminado y con ocho o diez mujeres en el centro dando vueltas como en un mercado árabe de esclavas. Se exhiben en combinación o sólo con bragas y sostén, acaloradas y atropellándose un poco por falta de espacio, sonámbulas, sobradas de carnes y abanicándose, con los cabellos cayendo grasos y crinados sobre los hombros desnudos, una de ellas con una toalla liada a la cabeza igual que un turbante. Calzan raídas zapatillas de raso y zapatos verdes y rojos de tacón altísimo, alguna luce medias negras con ligas y moretones y la más joven lleva calcetines blancos y sandalias de goma. Se contonean aburridamente con sus culos gordos y sonríen a los hombres que las miran con una mueca burlona de deseo o de sumisa tristeza, la mayoría de pie y algunos sentados en el banco corrido que circunda las paredes pintadas de un verde amarillento y grumoso como un vómito. Hay una puerta pequeña que da acceso a una escalera en penumbra y escupideras desbordadas de colillas y salivazos en los rincones. Una delgada lámina azulosa de humo de cigarrillos flota en el aire, saturado de tufos de sudor rancio y polvos talco, y se oyen murmullos y alguna risa, pero predomina un silencio espeso de toses, muchas y variadas toses, carraspeos insidiosos y frotar de pies, un rumor desasosegante, cohibido y reverente que a él le devuelve por un momento a los Viernes Santos en la capilla de Las Ánimas abarrotada de fieles que avanzan hacia el altar como sonámbulos. Algunas putas canturrean en voz baja mientras dan vueltas y más vueltas, aparentemente ajenas al reclamo de sus encantos, una de ellas con las manos ocupadas en una labor de ganchillo, y la más joven y menos fea, pero fea de todos modos, con cejas muy espesas y hoyuelos como tajos en las mejillas de muñecona, llama su atención al avistarle por encima del hombro con mirada dolorida, como diciéndole: ¿qué haces aquí, criatura, cuántos años tienes?
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