Julián Barnes - La mesa limón

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Este libro habla sobre la certeza de que somos mortales. Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de El silencio, aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En Higiene, un militar retirado se encuentra cada año en Londres con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de Vigilancia lleva a cabo una campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez…

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Sin mover la cabeza, miró en el espejo contiguo al jubilado que estaba dos sillones más allá. Había estado cotorreando con esa voz alta que siempre tenían los vejetes. Ahora el barbero, encorvado sobre él, le estaba cortando pelos de las cejas con un par de tijeras pequeñas de punta redonda. Hizo lo mismo con los orificios nasales y luego con las orejas. Le extraía de ellas grandes hebras. Qué asquerosidad. Por último, el barbero empezó a untar de polvos con un cepillo la nuca del viejales. ¿Para qué eran los polvos?

El torturador jefe sacaba ahora la maquinilla. Era otra de las cosas que a Gregory no le gustaban. A veces utilizaban maquinillas manuales, como abrelatas, que chirrían y rechinan alrededor del cráneo hasta que te abren los sesos. Pero aquélla era eléctrica, todavía peor, porque te podían electrocutar con ella. Se lo había imaginado centenares de veces. El barbero se distrae parloteando, no se entera de lo que está haciendo, te odia, de todos modos, porque eres un chico, te corta un cacho de oreja, la sangre fluye sobre la maquinilla, se produce un cortocircuito y te quedas electrocutado allí mismo. Debe de haber sucedido millones de veces. Y el barbero siempre sobrevivía porque llevaba zapatos con suela de goma.

En la escuela nadaban desnudos. El señor Lofthouse llevaba un taparrabos y no se le veía la pilila. Los chicos se quitaban toda la ropa, se duchaban por si tenían piojos o verrugas o cosas así, o porque olían mal, como en el caso de Wood, y se lanzaban a la piscina. Dabas un gran salto hacia arriba y al aterrizar el agua te daba en las pelotas. Como era algo soez, procurabas que el profe no te viera hacer esto. El agua te ponía las pelotas muy duras, con lo cual la minga sobresalía más, y después todos se secaban con una toalla y se miraban unos a otros sin mirar, como de reojo, como en el espejo de la barbería. Todos los alumnos de la clase tenían la misma edad, pero algunos seguían siendo calvos ahí abajo; algunos, como Gregory, tenían una especie de franja de vello en la parte de arriba, pero nada en los huevos; y algunos, como Hopkinson y Shapiro, eran ya tan velludos como un hombre, y con un vello de un tono más oscuro, más moreno, como el de papá una vez que había fisgado desde el mingitorio de al lado. Por lo menos él tenía algo de vello, no como Hall y Wood y el lampiño de Bristowe. Pero ¿de dónde lo habían sacado Hopkinson y Shapiro? Todo el mundo tenía pilila, pero ellos dos tenían ya un badajo.

Tenía ganas de mear. No podía. Tenía que pensar en otra cosa. Podía aguantar hasta que llegase a casa. Los cruzados combatieron contra los sarracenos y liberaron del infiel la Tierra Santa. ¿Como el infidel Castro, señor? Era uno de los chistes de Wood. Llevaban cruces en la tela sobre la armadura. La cota de malla debía de dar calor en Israel. Tenía que dejar de pensar en que ganaría una medalla de oro en un torneo de a ver quién meaba más alto contra una pared.

– ¿Vives aquí? -dijo de pronto el barbero. Por primera vez, Gregory le miró como es debido en el espejo. Cara roja, bigotito, gafas, pelo del mismo color amarillento que una regla del cole. Quis custodiet ipsos custodes [1], les habían enseñado en clase. Entonces, ¿quién corta el pelo a los peluqueros? Se veía a la legua que aquél, aparte de majara, era un pervertido. Todo el mundo sabía que había millones de pervertidos sueltos. El monitor de natación era uno de ellos. Después de clase, cuando todos estaban tiritando con la toalla encima y las pelotas tiesas y las pililas y los dos badajos que sobresalían, Lofthouse recorría andando toda la longitud de la piscina, se subía al trampolín, hacía una pausa hasta que todos le prestaban atención, con sus músculos enormes y el tatuaje y los brazos extendidos, y el taparrabos atado con cuerdas alrededor de las nalgas, respiraba hondo, se zambullía y buceaba un largo entero. Veinticinco metros buceando. Tocaba la pared, emergía y todos aplaudían -aunque lo hiciesen sin ganas-, pero él no se inmutaba y practicaba diferentes estilos. Era un pervertido. Probablemente lo eran la mayoría de los profesores. Había uno que llevaba anillo de boda. Eso demostraba que lo era.

Y éste también. «¿Vives en el barrio?», estaba diciendo otra vez. Gregory no iba a picar el anzuelo. El barbero iría a verle para que se alistase en los scouts o los cruzados. Luego le preguntaría a mamá si podía llevarse a Gregory a una acampada en el bosque; sólo que habría una sola tienda y le contaría a Gregory historias de osos, y aunque en clase habían estudiado geografía y sabía que los osos se habían extinguido en Gran Bretaña, allá por la época de las cruzadas, si el pervertido le decía que había un oso él casi se lo creería.

– No por mucho tiempo -contestó Gregory. Al instante se dio cuenta de que no era una respuesta muy sagaz. Acababan de mudarse al barrio. El barbero le lanzaría pullas cuando él siguiese yendo a la barbería durante años y años. Gregory lanzó una mirada al espejo, pero el pervertido no delataba nada. Estaba dando un último tijeretazo distraído. Luego hundió las manos en el cuello de Gregory y lo sacudió para asegurarse de que le cayese la mayor cantidad de pelo posible dentro de la camisa.

– Piensa en los cruzados -dijo, cuando empezaba a quitarle la sábana-. Podría interesarte.

Gregory se vio renacer debajo del sudario, sin más cambios que en las orejas, ahora más salientes. Empezó a deslizarse hacia delante sobre el cojín de caucho. El peine le golpeó la coronilla, más recio ahora que tenía menos pelo.

– No tan deprisa, jovencito.

El barbero recorrió de un lado a otro la estrecha barbería y volvió con un espejo oval como una bandeja. Lo bajó para que Gregory se viese la nuca. El miró al primer espejo, vio el reflejo en el segundo, volvió a mirar el primero. No era su nuca. La suya no era así. Notó que se sonrojaba. Tenía ganas de mear. El pervertido le estaba enseñando la nuca de otra persona. Magia negra. Gregory miró y remiró, cada vez más colorado, la nuca de otra persona, toda afeitada y esculpida, hasta que comprendió que la única manera de volver a casa era seguirle el juego al barbero, y entonces echó una última ojeada a aquel cráneo ajeno, alzó una mirada intrépida hacia la parte superior del espejo, hacia las gafas indiferentes del barbero y dijo, en voz baja: «Sí.»

2

El peluquero echó un vistazo, con un desprecio cortés, y pasó un cepillo exploratorio por el pelo de Gregory: como si, en el fondo de aquella maleza, pudiese haber una raya perdida hacía mucho tiempo, como una senda de peregrinos medievales. Un displicente floreo del cepillo desplazó la masa de pelo sobre los ojos de Gregory y hasta la barbilla. Por debajo de aquella cortina súbita, pensó: Que te jodan, tío. Estaba allí únicamente porque Allie ya no le cortaba el pelo. Bueno, por el momento, en todo caso. Evocó de ella un recuerdo apasionado: él en la bañera, ella le lavaba el pelo y luego se lo cortaba mientras él estaba sentado. El quitaba el tapón y ella le cepillaba los pelos cortados con la alcachofa de la ducha, jugando con el chorro, y cuando él se levantaba ella, la mayoría de las veces, le chupaba la polla, así, como si nada, al mismo tiempo que le sacudía los últimos pelos. Sí.

– ¿Algún sitio… en especial…, señor?

El tío fingía que se daba por vencido en su búsqueda de una raya.

– Córtelo hacia atrás.

Gregory dio un cabezazo vengativo para que el pelo volviera a su sitio sobre la coronilla. Sacó las manos de la fina sábana de nailon, se peinó con los dedos como estaba antes y luego se ahuecó el pelo. Igual que lo tenía cuando entró en el local.

– ¿Cómo de largo…, señor?

– Un palmo más abajo del cuello. Por los lados hasta el hueso, hasta aquí.

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