Carmen Posadas - Invitación a un asesinato

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Olivia Uriarte acaba de ser abandonada por su marido. Ha sido reemplazada por una mujer más joven y además está al borde de la ruina.
¿Qué puede hacer? Planear al milímetro su propio asesinato.
¿Cómo? Invitando a todos sus enemigos a un lujoso velero en el Mediterráneo.
Sin embargo… Será su hermana Ágata quien reconstruirá los últimos minutos de la vida de Olivia y buceará en los posibles motivos de cada invitado para asesinarla.
Esto, cambiará su propia vida y la de su hermana.

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…un grupo de grandísimos amigos… ¿Qué pinta ella, Cristobalina o Ana Christie o incluso la más que respetable doña Cristina entre aquel «grupo»? ¿No es acaso extraño que la incluya en la invitación?

En su vida doña Cristina ha visto muchas cosas raras y sabe que ante ellas existen dos actitudes posibles: una es plantarles cara; la otra, esquivarlas, y ésta es la actitud que suele preferir la mayoría de la gente. Sin embargo, ella no sería esa particular santísima trinidad que es si hubiera evitado situaciones extrañas en el pasado, y no va a empezar a hacerlo ahora.

– Sí, princesita -le dice a su hija- contesta a esa amiga tuya que iremos encantadas. Encantados -corrige rápidamente recordando con desagrado que la invitación incluye también al perro Pisco.

Luego, y por una inevitable asociación de ideas, Cristobalina dedica un fugaz recuerdo a aquel perro pulguiento, a su viejo amigo, consuelo en tantas noches. ¿No será mejor -piensa- dejar a un lado todo reparo y aceptar que la niña sea feliz con quien elija, sea quien sea? Pero en seguida tanto Ana Christie como doña Cristina neutralizan tan incómodo pensamiento. Cojudeces, claro que no es mejor. Además, quién sabe, tal vez quien esté detrás de esta invitación tan rara sea el mismísimo Señor de los Temblores. ¿Por qué no? Quizá todo esto haya sido planeado por él para que la niña conozca por fin a alguien que le haga olvidar a Churri (la esperanza es lo último que se pierde). Y si no es así, a lo mejor la razón es otra. Como por ejemplo, permitir que ella, Cristobalina Sosa, encuentre el modo de darle a Olivia su merecido por interferir en los designios de alguien como servidora, que siempre ha conseguido cincelar su destino y el de su hija como si fuera un bajorrelieve mochica y sin reparar en obstáculos.

«"La venganza es mía", eso dice el dios de la Biblia, el justiciero Yavé -recuerda ahora la doña-. Sin embargo, es necesario recordar siempre que para que Papalindo haga sus milagritos allá arriba, alguien acá abajo tiene que poner los panes y los peces. ¿Verdad que sí, Taita-Dios?»

– ¿Quieres mi hijita que te prepare un baño calentito en la tina, con sus aceites y perfumes? -le dice a continuación la madre mientras se acerca a darle el beso en la frente que todas las mañanas marca el comienzo del día para ambas-. ¿Un bañito ni muy frío ni muy caliente y con dos pastillitas de aroma de ámbar con magnolia? ¿O te gusta más de ámbar con azahar? ¿Azahar prefieres? Claro que sí, preciosura, el azar es algo muy importante en la vida de las personas, si lo sabré yo. Ahora dale otro beso a tu mamá. Ella se va a ocupar de todo lo relacionado con este viaje. Como siempre, mi princesita.

Último invitado, doctor Fuguet

Dos años. Ese era el tiempo que Pedro Fuguet llevaba sin noticias de Olivia Uriarte: veinticuatro largos meses, ciento seis semanas, setecientos treinta interminables días con sus noches en las que su vida había sido plácida pero también plana como los son aquellas que carecen del divino (otros opinan que el maldito) desasosiego de una pasión. Y durante todo este tiempo Pedro Fuguet había logrado adaptarse bien a las ventajas de una vida sin sobresaltos, en la que el timbrazo del teléfono no provocaba en su cerebro una corriente eléctrica tanto de alegría como de temor y en la que los sobres de correo no eran sospechosos de contener nada más inconveniente que una multa de tráfico.

«Dios mío -pensó mientras extraía aquella carta del buzón-. Es de ella», y acto seguido, al notar el temblor de su mano izquierda, se maravilló de cuánto se equivoca el bolero cuando dice que la distancia es el olvido. De lo mucho que mienten también los libros de autoayuda, esos que sostienen que hay cura para el mal de amores. Y de cómo se columpian por fin todos los tratados de antropología moderna que aseguran que el enamoramiento no es más que un cóctel de endorfinas con dopamina o serotonina y que dura exactamente treinta meses.

A diferencia del resto de las personas que hasta ahora habían recibido la invitación de Olivia Uriarte para embarcar en el Sparkling Cyanide, Pedro Fuguet no retrasó ni un instante el momento de rasgar el sobre. ¿De qué le serviría hacerlo? Sabía que fuera cual fuese el contenido, no tendría más remedio que obedecer sus mandatos.

Una vez leída la tarjeta, apenas le sorprendió el hecho de que su antigua amiga celebrara de modo tan poco usual su nuevo divorcio, uno más. Tampoco prestó demasiada atención a la lista de invitados que, dicho sea de paso, le resultaban todos desconocidos. En cambio, lo que sí llamó su atención fue la firma de Olivia. Y es que él conocía cada trazo de aquella rúbrica, la había visto muchas veces en cheques, en papeles oficiales, en los documentos que ambos habían falsificado juntos. «El crimen une tanto», eso le había dicho ella más de una vez, mientras le regalaba una de esas maravillosas sonrisas suyas que tenían la virtud de derretir icebergs y también conciencias. «Aquellos que delinquen unidos permanecen unidos», había dicho, y sin duda, así habría sido, ligados para siempre por tan corredizo nudo si él no hubiese logrado juntar coraje y cortar.

Y es que, desde el comienzo de su relación varios años atrás, ella tenía por costumbre aparecer y desaparecer de la vida de Fuguet a su antojo, hasta que un día él logró no verla más. Se había dejado jirones de piel y también de alma al hacerlo, pero lo había conseguido. O al menos eso creía hasta que recibió aquella carta. Pedro Fuguet podría haber cavilado a continuación qué nuevos sufrimientos y peligros se anunciaban con la llegada de la invitación de Olivia. Podría haber reflexionado también sobre lo que era ahora su vida en comparación con lo que fue años atrás cuando Olivia reinaba en ella, pero en lo único que atinó a pensar fue en la firma que tenía delante y lo que ésta delataba. El no era grafólogo ni mucho menos adivino pero algo en esos trazos inciertos y en la vacilante forma de la «O» mayúscula, que dejaban traslucir un cierto temblor, lo convencieron de que no había duda: «Dios mío -se dijo-, algo muy serio le sucede y necesitará mi ayuda. ¿Qué voy a hacer entonces?»

Era sábado. En la vida sin contratiempos que de dos años a esta parte se había forjado con tanto esfuerzo, los sábados de Pedro Fuguet estaban dedicados a la jardinería, y allí se encontraba él ahora, en el patio, podando su único rosal. Vivía en una pequeña y vieja casa de ferroviario, cerca de la estación de un pueblo cercano a Madrid, una que él mismo había ido reformando poco a poco y de la que se sentía orgulloso. Se trataba de un edificio de posguerra construido con materiales de entonces, de baja calidad: ciento quince metros cuadrados repartidos en tres minúsculas plantas. «Una torrecita alta y estrecha como en la que vivía encerrada Rapunzel», eso había dicho Olivia cuando Fuguet la llevó a conocer el edificio antes de la reforma, casi cuatro años atrás. «¿Que quién es Rapunzel, dices? Tesoro, hasta los niños lo saben. Es esa doncella de larguísimos cabellos rubios de la que hablan los hermanos Grimm y que vivía prisionera de una bruja en una alta y estrecha torrecita sin puerta y con un solo ventanuco allá arriba. "¡Rapunzel, Rapunzel, tira tus trenzas de oro!", gritaba desde abajo la hechicera cuando le llevaba de comer, y entonces la doncella no tenía más remedio que dejar caer sus largas trenzas para que la malvada trepara por ellas. Hasta que un día llegó un príncipe…»

Aquí acababa Olivia su relato con una gran carcajada, no sin antes explicar que -a pesar de su casi metro noventa de estatura- él era Rapunzel, el de las trenzas de oro encerrado en su torrecita; ella, la mala hechicera que lo iba a visitar siempre que le daba la gana, y que príncipe no había ni se le esperaba.

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