Carmen Posadas - Invitación a un asesinato

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Olivia Uriarte acaba de ser abandonada por su marido. Ha sido reemplazada por una mujer más joven y además está al borde de la ruina.
¿Qué puede hacer? Planear al milímetro su propio asesinato.
¿Cómo? Invitando a todos sus enemigos a un lujoso velero en el Mediterráneo.
Sin embargo… Será su hermana Ágata quien reconstruirá los últimos minutos de la vida de Olivia y buceará en los posibles motivos de cada invitado para asesinarla.
Esto, cambiará su propia vida y la de su hermana.

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Pedro Fuguet nunca había leído a los hermanos Grimm. Sus lecturas infantiles iban más por Julio Verne y el Capitán Trueno, pero años más tarde, cuando ya Olivia había desaparecido de su vida, consultando internet logró comprobar que su historia con Olivia Uriarte guardaba muchas similitudes con la de Rapunzel. Y es que aquella casa suya tan alta y estrecha había sido punto de encuentro siempre que ella necesitaba algo y él, muchas veces a su pesar, la dejaba entrar y disponer a su antojo… pero en fin, qué más daba todo eso ahora, para bien (y para mal), las visitas de Olivia eran cosa del pasado.

En los años que habían transcurrido desde la despedida definitiva, Fuguet había logrado erradicar por fin de su casita de ferroviario todos los recuerdos de Olivia. A Dios gracias, porque, según él, casi lo más doloroso de los amores fracasados es la captura y exterminación de todo lo que recuerde a aquella persona, tantos minúsculos y terribles fantasmas. Afortunadamente, en su caso la «limpieza» no entrañó la eliminación de fotos, libros, ni mucho menos (y gracias al cielo) otros efectos personales como ropa o lencería íntima. Ya fuera por suerte o por desgracia, Olivia nunca había pasado allí más que unas horas, lo que libraba a Fuguet de eso que Joaquín Sabina certeramente llama «la maldición del cajón sin su ropa». Pero los amores desdichados dejan su rastro por todas partes, opinaba él, incluso donde no han reinado nunca. Por eso a Fuguet le había llevado años eliminar de su vida otros espectros que se manifiestan de muy diversa manera. Aquellos, por ejemplo, que asaltan la primera vez que se hace algo sin la persona amada, ya sea pasear por cierta calle, oír determinada música, o degustar su plato preferido. Sí, según Fuguet, la vida de quien se ha amputado voluntaria -o no tan voluntariamente como en su caso- un amor, está llena de dolorosos muñones, y él los conocía todos. Los conocía y los creía cicatrizados, y sin embargo, igual que dicen que aquellos que han perdido una mano o un pie sienten a veces picor en sus inexistentes extremidades, Fuguet descubrió esa mañana que también los dedos del alma dolían como si no se los hubiese cercenado varios años atrás.

Tal vez por eso ahora, en su patio y junto a su único rosal, al mirar desde la puerta de la calle su bonita casa de ferroviario, Pedro Fuguet la vio de pronto destartalada y vieja tal como era antes de la reforma, cuando Olivia llenaba su vida. E incluso le pareció oír el repiqueteo del timbre alegre e impaciente que anunciaba su llegada con un: «¿Estás ahí Fug?»

Nadie antes ni tampoco después le había llamado Fug, era un nombre absurdo, pero sonaba tan bien en sus labios. «Mira, he traído todos los papeles que necesitamos para conspirar, vamos dentro», añadía ella entonces. Y qué deliciosas eran esas tardes juntos, solos los dos, cuando Olivia reinaba en su vida y el mundo exterior dejaba de existir. De la vieja casa, sólo la planta superior estaba más o menos habitable en aquella época y allí se encerraban ellos, como Oli decía, a conspirar. ¿Y de qué tipo de maquinaciones se trataba? Pedro Fuguet prefería no pensar en eso por el momento, sino en rememorar los besos, las caricias, los deliciosos juegos de amor que Olivia le regalaba antes de entrar en materia. «Reconócelo, te vendiste a esa mujer por un mísero plato de lentejas.» Algo así le había dicho Perkanta X, una amiga que se había hecho por internet el año pasado, y que era la primera persona a la que se había atrevido a confesar al menos en parte su vieja historia de amor. Pero ¿qué demonios podía saber Perkanta X, que vivía en Jujuy, Argentina? Desde la distancia (y la ignorancia) lo suyo con Olivia es lógico que pareciera una relación desigual: él había arriesgado, entregado y también perdido mucho, mientras que ella le había dado a cambio lo que, en palabras de Perkanta, eran sólo lentejas o peor aún, migajas de un cariño. «Pero ¿se pueden realmente considerar migajas -pensaba a menudo Fuguet- varias tardes de amor de un mendigo con una reina?»

Fuguet rememoró cómo se habían conocido. Él tenía veintisiete años, acaba de llegar de Soria y comenzaba a ejercer como ginecólogo en una pequeña clínica privada cerca del paseo de La Habana. Por eso le sorprendió tanto que una mujer como Olivia apareciera un día por su consulta; más aún, que le pidiese que fuera su médico de ahí en adelante, porque las señoras de su clase tienen siempre ginecólogos de campanillas, no jóvenes inexpertos y sin pedigrí como él. «Pero es que yo me parezco muy poco a esas cacatúas de las que hablas, ya te irás dando cuenta», le había respondido ella mientras le dedicaba la primera de sus sonrisas derrite-icebergs, y desde ese día se había colado en la vida de Fuguet, iluminándola entera. Por eso era mentira que él se vendiera por un plato de lentejas, tonta e ignorante Perkanta X. Olivia se había convertido, para empezar, en su paciente; las conspiraciones vendrían más tarde, y hasta cierto punto a él le gustaba pensar que, incluso, la primera idea de saltarse la legalidad había sido suya y no de ella.

Por aquel entonces, Olivia acababa de divorciarse de su tercer ¿o era su cuarto? marido, pero aún así -o quién sabe si precisamente por eso- su mayor deseo era tener un hijo. Según llegó a confesarle a Fuguet, en los últimos años lo había intentado todo sin éxito: tratamientos de fertilidad, inseminaciones, fecundación in vitro, curanderos, charlatanes, rogativas. «En realidad sólo me falta vender mi alma al diablo. Y lo haré, puedes estar seguro, cuando no me quede más remedio, pero antes me gustaría que me ayudaras.» Eso le había dicho la tercera vez que acudió a su consulta, muy poco antes de que comenzaran los periódicos encuentros en casa de él. La carrera profesional de Pedro Fuguet no era tan corta como para ignorar que existen mujeres capaces de cualquier cosa con tal de tener un hijo. Y las que están diagnosticadas desde muy jóvenes como estériles más aún. En sus años de MIR, Fuguet había visto cosas increíbles. Mujeres que hipotecan su casa o se prostituyen con tal de pagarse una inseminación artificial. Mujeres que engañan a maridos que ellas suponen estériles con el único propósito de quedar embarazadas. Mujeres que hasta llegan a robar criaturas del nido y luego aseguran que son suyas. «Yo también estoy dispuesta a eso y a lo que haga falta. Tú me ayudarás ¿verdad, Fug? Júralo.»

El entonces se había reído diciéndole que no necesitaba convertirse en una asalta cunas, que había otros métodos para conseguir su deseo. Primero, porque ella era aún joven pero es que, además, suponiendo que su problema fuera irreversible, existía siempre la posibilidad de una adopción. Algo que, a pesar de no estar casada en ese momento, con su dinero e influencias no tenía por qué ser demasiado difícil.

Así empezó todo. Las primeras conspiraciones a las que se refería Olivia habían sido muy inocentes. Consistían en cosas tan relativamente sencillas para Fuguet como extenderle un certificado médico en el que se aseguraba que Olivia no estaba sometiéndose a ningún tratamiento de fertilidad, requisito éste obligatorio para iniciar los largos y complicados trámites de una adopción. Un punto, por cierto, sobre el que las autoridades no admiten engaños. Era falso que ella no estuviera en tratamiento. Como pronto descubrió Fuguet, Olivia seguía intentándolo mes tras mes con uno de esos ginecólogos de moda en Madrid «… Pero lo hago sólo por si suena la flauta, Fug. Todas las mujeres que estamos en esta triste situación jugamos a dos barajas ¿tú me comprendes verdad?»

Naturalmente que la comprendía y, a medida que ella se refugiaba más en él, ayudarla se convirtió en su único deseo. En realidad lo habría hecho sin contrapartida alguna, por una mirada, por una sonrisa siquiera, pero Olivia se había mostrado mucho más generosa que todo eso, y fue por aquel entonces cuando comenzaron a hacerse frecuentes sus citas fuera de la consulta, sus divinos encuentros en la casita de ferroviario. «Porque ahora, además de ser mi médico y mi cómplice, eres mi amante, Fug», le dijo una tarde, y aquel título que era tanto más grande que todo lo que Pedro Fuguet jamás se había atrevido a soñar, le pareció muy poca contrapartida a cambio de esa primera falsificación que ella le había solicitado, una que, por cierto, es bastante común desde que se han puesto de moda las adopciones. Pasaron varios meses, seis o tal vez siete. En una ocasión Olivia había quedado embarazada y Fuguet, a pesar de ser ginecólogo, a pesar también de saber las remotísimas posibilidades de que tal cosa fuera posible, llegó a fantasear con la idea de que el bebé fuera suyo y no de una probeta. Sin embargo el cuerpo de Olivia no logró retener aquel feto más allá de unas semanas y las ilusiones de ambos se malograron. Ni uno ni otro se detuvieron demasiado a sentir lástima de sí mismos; había que seguir adelante. Olivia debía ocuparse de la desesperante carrera de obstáculos a la que las autoridades someten a las personas que aspiran a adoptar un bebé: papeleos, entrevistas psicológicas, cursillos, súplicas, sobornos… Y durante toda esta larga ordalía, él estuvo a su lado, ayudándola a preparar las entrevistas, conjurando sus temores, mirando hacia otro lado mientras ella intentaba comprar voluntades. «Dios mío, parece que se aprovechan de la desesperación de personas como yo, cuántos requisitos estúpidos, cuántas trabas, eso por no mencionar que, en mi caso, al tratarse de una maldita adopción monoparental todo es mucho más difícil. Tal vez debería buscarme un nuevo marido. ¿Tú qué opinas, Fug?»

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