Por eso Adela, que está dispuesta a marcharse dejándolo todo, nunca sabrá que ese día, desde la habitación de Néstor, Carlos prefirió deshacerse del camafeo verde para que su esfera brillante, llena de preguntas inconvenientes, desapareciera entre los distintos verdes que forman el jardín de Las Lilas.
Y ahí está aún, entre las ramas, por si alguien desea comprobar la veracidad de esta historia.
Serafín Tous también ha visto marchar el cadáver de Néstor desde su ventana, pero no mandó cortar flores, como había hecho Ernesto Teldi, ni se recreó en ver brillar el sol sobre la dorada mortaja, como hicieron tanto Adela como Carlos. En realidad, este pacífico magistrado prefería no enterarse de lo que sucedía en el jardín, pues estaba muy ocupado en hacer la maleta. Serafín Tous piensa marcharse hoy mismo; bonita casa Las Lilas, pero no es exactamente el decorado en el que él desea permanecer; demasiados recuerdos incómodos rondan aún por allí.
Con todo esmero, el caballero comienza a doblar su ropa, empezando por los pantalones, tal como le había enseñado su difunta esposa, para que estuvieran impecables al llegar a casa. Los descuelga de sus perchas, verifica la rectitud de las perneras y luego procede a guardarlos: los azules sobre los grises, y sobre los grises los beige. Pero al doblar estos últimos, se da cuenta de que a la altura de la entrepierna aún puede verse una conspicua mancha de jerez, producto de su sobresalto al descubrir la presencia de Néstor en la terraza de Las Lilas la tarde anterior. Un tonto accidente doméstico, nada de importancia y, sin embargo, qué oportunos pueden resultar algunos de estos accidentes -se dice-, porque ahora Serafín Tous no está pensando en el pequeño percance ocurrido en la terraza, sino en otro accidente doméstico mucho mayor y muy afortunado: el que la puerta de la cámara de congelación se cerrara de pronto dejando dentro a ese desagradable cocinero. Y en el momento ideal, además -opina Serafín-, y luego se dice que el hecho de que alguien se quede encerrado en una nevera es una gran desgracia doméstica, qué duda cabe, pero a veces dan ganas de gritar: que Dios bendiga las desgracias domésticas.
Serafín Tous procede ahora a recoger las camisas. Primero las guarda en unas fundas muy prácticas y masculinas que también son idea de su difunta esposa y, a continuación, alisa las fundas en el fondo de la maleta: así, muy bien, Nora habría estado orgullosa. Los accidentes domésticos -insiste Serafín, al que empieza a resultarle muy reconfortante esta línea de pensamiento- son imprevisibles. Además, ocurren con gran frecuencia, mucho más de lo que la gente imagina, y los hay de todo tipo: percances grandes, pequeños, desgraciados, muchas veces son incluso ridículos, porque ¿quién está a salvo de electrocutarse con el tostador o de que un día se le incendie una sartén llena de buñuelos, por ejemplo? Nadie, realmente nadie. Y, sin embargo, Serafín Tous, al recrearse ahora en la visión de sus perfectas camisas, siente un estremecimiento de placer como si, al contemplarlas tan ordenadas, hubiera hecho un descubrimiento. De pronto se da cuenta -o cree darse cuenta- de que el percance que lo ha librado para siempre del cocinero tiene un componente distinto a otros accidentes. ¿Cómo explicarlo? Serafín no sabe expresarlo bien; la forma en que sucedió, el lugar del accidente, las circunstancias… todo tiene algo de incomprensiblemente casero y afable, muy maternal, podría decirse. Sí, eso es.
El pacífico magistrado se detiene ahora en contar cinco pares de calcetines, todos doblados sobre sí mismos, cada uno con una discretísima etiqueta en la que puede leerse el nombre de su propietario, bordado en letra inglesa: Serafín Tous en azul marino, Serafín Tous en negro, Serafín Tous en rojo sangre; se trata de otra idea muy pragmática de su esposa, para que jamás se mezclen los pares al lavarse ni se le pierdan en los hoteles. Y es que Nora tenía, además de otras mucha virtudes, un perfecto dominio de lo doméstico -piensa orgulloso-. No había mancha que se le resistiera, ni percance casero que no resolviera con inusitada pericia. A Serafín le encantaba verla dirigiendo esas maniobras invisibles pero indispensables que logran convertir en idílica la vida conyugal. Con Nora todo parecía funcionar solo en la casa; su perfecta organización, en la que no faltaba un detalle, la comida en su punto y deliciosa, sin que, en apariencia, mediara esfuerzo alguno: nunca hubo en la casa un desagradable olor a cocina, nunca un objeto fuera de lugar, porque Nora tenía la rara virtud de no hacerse notar. Es ahora cuando te haces notar realmente, querida -dice el marido a la esposa-, ahora que me faltas, tesoro, porque es mucho más grande el vacío de aquellos que invisiblemente nos han hecho la vida agradable que el que dejan otros individuos bullangueros y conspicuos, tontos ruidosos.
Serafín Tous ha entrado en el cuarto de baño para recoger sus objetos de aseo, y es a medida que va guardando todo -la maquinilla de afeitar impecablemente limpia, el tubo de pasta de dientes enrollado tal como lo hacía Nora para que él no tuviera que tomarse la molestia- cuando una idea empieza a tomar cuerpo. Se le ocurre pensar otra vez en lo perfectamente casera y limpia que ha sido la forma de solucionarse todos sus problemas. Casera y a la vez muy práctica -se dice-, es como si en todo lo sucedido hubiera mediado una mano femenina o, mejor aún, una delicada mano fantasmal, porque este accidente tiene algo que le recuerda a Nora. Entonces, al guardar la maquinilla y los otros utensilios de aseo, Serafín Tous se pregunta si las almas del Más Allá tendrán la potestad de cerrar las puertas de las cámaras frigoríficas terrenales, y al responderse que sí, no puede por menos que exclamar en voz alta:-Entonces fuiste tú, Nora, ¿verdad, tesoro mío?
En el mismo momento en que el cadáver de Néstor Chaffino abandona la casa de Las Lilas y atraviesa el jardín, Chloe, igual que una niña aplicada, se encuentra frente a la ventana, ante un improvisado pupitre, como si se dispusiera a anotar lo que ve desde allí, igual que un notario. Una libreta negra de tapas de hule está abierta a su izquierda, y en la mano tiene un lápiz que se lleva a los labios de vez en cuando y que ahora mantiene en alto como si pensara en algo muy difícil.
Si en este momento un observador de las conductas humanas la estuviera mirando a través de los ventanales, podría ver cómo, tras esa mesa de trabajo prolijamente ordenada, se extendía una habitación en perfecto desorden, con la mochila de Chloe destripada sobre la cama y la ropa esparcida aquí y allá, mientras que, revuelto entre las sábanas, yacía roto el estuche rojo con la fotografía de su hermano Eddie. Sin embargo, si ese mismo curioseador de ventanas se hubiera asomado sólo unos minutos antes al interior de la alcoba, entonces habría sido testigo de una escena aún más extravagante. Habría visto a Chloe pasear de un lado a otro de la habitación, como una niña enrabietada, mientras descubría el contenido de la libreta y luego rebuscaba en su mochila hasta encontrar la foto de su hermano, como si quisiera confrontar un objeto con el otro, con tal furia que se diría que ambos, foto y libreta, eran los culpables de una traición o, peor aún, de un asesinato estéril.
Pero no hay ningún espectador curioso asomado a las ventanas de Las Lilas, sólo hay una cucaracha sobre el felpudo de la entrada, que mueve las antenas de un modo sabio, como si comprendiera las razones que mueven a los seres humanos. Aunque ¿quién puede comprender realmente los secretos mecanismos que impulsan las acciones de las niñas caprichosas?, ¿por qué éstas llegan a creer que se puede modificar el destino de aquellos que han muerto antes de tiempo?, ¿por qué piensan que los muertos jóvenes, tarde o temprano regresan a este mundo para completar la parte de sus vidas que quedó trunca? Son muy pocos los que llegan a comprender pensamientos tan irracionales y, sin embargo, nada impide que estos mecanismos existan y sean los responsables de que Néstor se encuentre ahora dentro de una mortaja dorada camino del cementerio, mientras Chloe observa la escena y sonríe.
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