– Mire, joven, ya estamos servidos, tendrá usted otras personas a las que atender, supongo. Váyase.
La voz de Stephanopoulos se ha impuesto sobre los pensamientos de Carlos, que apenas se atreve a mirar a Adela, como si temiese que los demás adivinaran su secreto. Luego, pidiendo disculpas, el muchacho se dispone a alejarse, no sin antes reparar en que el coleccionista de puñales luce en el ojal una pequeña cimitarra verde que se enfrenta con el camafeo también verde de la señora Teldi, como dos rostros en el espejo de un estanque. Claro que… ¿y si ese camafeo no fuera el del cuadro?, duda. ¿Y si se tratara sólo de una coincidencia, un engaño de esa vieja, madame Longstaffe, cuyas profecías todos dicen que se cumplen de un modo tramposo?
Carlos se aleja, intentando no volverse, pero la sorpresa de lo ocurrido puede más: mira hacia donde está Adela charlando con el coleccionista de cuchillos y, desde lejos, en un vistazo furtivo aún llega a unir el brillo de las dos joyas, el camafeo y la cimitarra, caro y frío, como el distintivo de un mundo opulento que para él está lleno de enigmas. Eres un patán. Quizá antes las joyas fueran piezas únicas, pero ahora se fabrican en serie; seguro que existen, en ese mundo de los ricos que no conoces y por tanto tiendes a idealizar, no uno, sino cientos de camafeos verdes, igual que existirán miles de cimitarras verdes como la de ese tipo griego tan estirado.
Carlos se gira. Sobre su bandeja tintinean las copas, unas llenas, otras semivacías, que rápidamente se encargan de borrar esta última idea. Qué tontería. Es ella, no hay duda posible; se parece demasiado. Ahora sólo me falta averiguar qué relación puede tener conmigo y con la casa de Almagro 38. ¿Conocerá a Abuela Teresa?, y ¿a mi padre? Cuando se lo cuente a Néstor, le parecerá increíble comprobar qué extraños son los guiños del destino…
También Chloe estaba siendo víctima de un guiño en ese momento, pero no precisamente del destino, sino de Liau Chi, coleccionista de libros de fantasmas.
– Acércate un momento, muchacho -le había dicho la dama, y acto seguido acaparó a Chloe, empujándola con su charla hacia una esquina del salón.
– ¿Cómo te llamas, muchacho?, ¿cuántos años tienes?, ¿dónde naciste?, ¿de qué signo eres?, ¿Aries?, ¿Capricornio, tal vez?, ¿te gustan las historias de fantasmas?, ¿crees en la reencarnación?, ¿sabes que aquellos que han muerto jóvenes siempre encuentran la forma de volver a la Tierra para vivir la parte de sus vidas que el Destino les ha negado?
Esta guiri está pa'llá -pensaba Chloe intentando zafarse-. El traje de camarero cerrado hasta el cuello le daba calor, aquella china loca la había tomado por un tío y estaba intentando ligarla, joder, a ella, que sólo pensaba en buscar a su hermano.
Durante toda la cena, mientras servía a los invitados, Chloe había intentado volver a encontrar los ojos de Eddie en los distintos espejos de la casa de Las Lilas, tal como le había parecido verlos fugazmente en el cuarto de baño mientras se vestía. Los buscó sin éxito en los altos espejos del comedor, también en uno redondo que había a la entrada y en cualquier superficie bruñida que estuviera a su alcance. Incluso, entre los postres y el café, había logrado escapar unos minutos para subir de dos en dos la escalera que llevaba a su habitación sobre el garaje, por si, mirándose nuevamente en aquella luna, lograba revivir lo que había sucedido horas antes.
¿Estás ahí, Eddie?
La cara que la miraba desde el otro lado de todos esos espejos sin duda se parecía a Eddie, pero los ojos eran los de ella, tan azules como siempre.
Coño, ¿qué esperabas, tía? Te has hecho un taco, Eddie no está aquí ni en ninguna parte, deja de hacer el gilipollas -se dice-. Aun así, antes de volver a la fiesta, Chloe vuelve a mirarse en cada uno de ellos, y está sola.
Ahora, en la biblioteca, la niña Chloe se afana por vislumbrar aunque sea la sombra de esos ojos oscuros en la consola espejada que hay junto a la chimenea, pero no encuentra más que el reflejo pálido de una cara, la de la señorita Liau Chi, especialista en fantasmas.
– Mira, muchacho, no creas que voy a dejarte escapar ahora que te he encontrado, ¿has oído bien lo que acabo de decirte? Es muy importante, tanto que, antes de entrar en temas astrales, necesito otro whisky. Vete a buscarlo y vuelve aquí en seguida, ¿comprendes?
Una vez más, de camino a la cocina, Chloe inicia su inútil búsqueda y se asoma a otros espejos. Al del vestíbulo: por favor, que pueda ver al menos una sombra, aunque sea un engaño. También se detiene largamente ante los cristales oscuros de las ventanas, por si esas lunas falsas, que se prestan más a la simulación y por tanto a las ilusiones, le permitiesen ver lo que otras le niegan.
– Psst…
– Psst, jovencita.
Sólo hay una persona en el mundo que utiliza esa anticuada expresión, «jovencita», y en otro juego de espejos, mientras busca a su hermano, Chloe ve la figura de Néstor Chaffino, que le hace señas desde la puerta de la cocina.
El cocinero ha desaparecido tras la puerta de vaivén para reaparecer un instante después pidiéndole por señas que se acerque, como si se tratara de una urgencia.
No es ortodoxo que el jefe de cocina salga a los salones, a menos que sea para cumplimentar el rito de saludar a los invitados y recibir sus felicitaciones por el éxito de la cena. Pero Néstor ya había cumplido esta ceremonia un rato antes y ahora se veía confinado a la cocina y con un problema estúpido.
– Acércate, solamente será un segundo, y luego podrás continuar con lo que estabas haciendo.
Chloe está contenta de poder escapar de los invitados. Vaya panda de locos, a cual más grillado -piensa mientras se aproxima con su bandeja llena de vasos vacíos.
– ¿En qué puedo ayudarte, Néstor?
Entonces los dos entran en la cocina, con Néstor señalando hacia la cámara frigorífica y más concretamente a un estante muy alto, encima de la puerta metálica.
– A algún imbécil -dice el cocinero a Chloe- se le ha ocurrido guardar el Calgonit allá arriba, ¿lo ves? Venga, súbete a una silla y me lo alcanzas.
Chloe sube. La puerta metálica de la cámara refleja la leve silueta de la niña trepada a la improvisada escalera.
Aquel estante inaccesible está muy sucio. Viejas cajas de matarratas, botellas de aguarrás y diversos productos de limpieza se agolpan bajo una masa compacta de telarañas que da reparo remover, pues parece el refugio de más de una presencia indeseable. Y en efecto, al mover una botella, la niña ve dispersarse a un sinfín de esos bichos negros que, en su infancia, ella solía tocar para que se volvieran bolitas. Miles de patas minúsculas, de carcasas redondas y húmedas, corren a buscar refugio en algún rincón mientras que uno de ellos, cegado por la luz, se atreve incluso a trepar por el brazo de Chloe, buscando la oscuridad de su bocamanga. Pero nada de esto, ni el olor a podrido, ni el cosquilleo frío que sube por su carne, parece preocuparla, pues antes de asomarse a aquel estante, al mirarse brevemente en la superficie bruñida de la cámara Westinghouse, a Chloe le ha parecido percibir en sus ojos, por un instante casi inaprensible, el destello oscuro de los de su hermano. Entonces los cierra para que no se escape.
– ¿Se puede saber qué haces? Sube más, alarga la mano, no te quedes ahí mirándote la cara a mitad de camino como una idiota, no tengo toda la noche para aguantar tus extravagancias.
Pero Chloe no se mueve, tampoco se atreve a abrir los ojos, pues sabe que cuando lo haga Eddie habrá desaparecido otra vez como siempre jamás, como Nunca Jamás. El bicho camina ya por su hombro, el detergente que le ha pedido Néstor aguarda sólo unos centímetros más arriba, en ese estante sucio y húmedo, pero ni esto ni la voz de la señorita Liau Chi, que acaba de entrar en la cocina buscándola («Vuelve aquí, muchacho, tengo que decirte algo que va a interesarte mucho, te lo aseguro»), hacen que la niña se mueva. Hasta que por fin, no pudiendo sostener por más tiempo esa posición absurda, Chloe Trías estira su cuerpo para recoger lo que le han pedido, y cuando baja, al mirarse en la puerta espejada de la cámara, comprueba que una vez más todo ha sido una fantasía y sus ojos son de un azul sin esperanza.
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