Saldías hizo el inventario de lo que encontraron. Cinco mil dólares en una cartera, varios miles de pesos argentinos amontonados sobre la cómoda, junto a un reloj y un llavero, un atado de cigarrillos Kent, un encendedor Ronson, un paquete de Velo Rosado, un pasaporte norteamericano a nombre de Anthony Durán, nacido el 5 de febrero de 1940, en San Juan. Había un recorte de un periódico de Nueva York con los resultados de las grandes ligas, una carta en español escrita por una mujer, [9]una foto con la imagen del líder nacionalista Albizu Campos hablando en un acto, con la bandera de Puerto Rico flameando atrás; la foto de un soldado con gafas redondas vestido con el uniforme de los Marines; había un libro de versos de Pales Matos, un long-play de salsa de Ismael Rivera dedicado a Mi amigo Tony D ., había muchas camisas, muchos pares de zapatos, varios trajes, ninguna agenda, le iba diciendo Saldías al comisario.
– Lo que deja un muerto no es nada -dijo Croce.
Ése es el misterio de los crímenes, la sorpresa del que muere sin estar preparado. ¿Qué ha dejado sin hacer? ¿A quién ha visto por última vez? Siempre había que empezar la investigación por la víctima, era el primer rastro, la luz oscura.
En el baño no había nada especial, un frasco de Actemin, un frasco de Valium, una caja de Tylenol. En el canasto de mimbre de la ropa sucia encontraron una novela de Ben Benson, The Ninth Hour , un mapa del Automóvil Club con las rutas de la provincia de Buenos Aires, un corpiño de mujer, una bolsita de nylon con monedas norteamericanas.
Volvieron a la pieza; antes de que el cadáver fuera fotografiado y llevado a la morgue para la autopsia tenían que preparar un informe escrito. Tarea bastante ingrata que el comisario delegaba en su asistente.
Croce se paseaba de un lado a otro, observando a saltos, sin detenerse en ningún lugar, murmurando, como si pensara en voz alta, en una especie de susurro continuo. Está raro el aire, dijo. Coloreado, una especie de arco iris contra la luz del sol, un aire azul. ¿Qué era ?
– ¿Ves eso? -dijo con los ojos quietos en la claridad de la pieza.
Le mostró los rastros de un polvillo casi invisible que parecía flotar en el aire. Saldías tenía la impresión de que Croce veía las cosas a una velocidad inusual, como si estuviera medio segundo (media milésima de segundo) adelantado a los demás. Siguió la pista del polvito celeste -una bruma tenue movida por el sol, que Croce observaba como si fuera un rastro en la tierra- hasta llegar al fondo del cuarto. En la pared había un cuadrado de tela negra con arabescos amarillos, una especie de batik o tapiz pampa, todo muy pobre, no era un adorno, claro, tapaba algo. El viento de la ventana movía los bordes del tapiz.
Croce despegó el tejido con un cortapluma que tenía en el llavero y vio que ocultaba una ventana guillotina. La abrió fácilmente. Daba a una especie de pozo. Había una soga. Una roldana.
– El montacargas de servicio.
Saldías lo miró sin entender.
– Antes te servían de comer en la pieza, si querías. Llamabas y te la hacían subir por aquí.
Se asomaron por el hueco; entre las sogas, llegaba el rumor de las voces y el ruido del viento.
– ¿Adónde da?
– A la cocina, y al sótano.
Movieron la soga por la roldana y levantaron la caja del pequeño montacargas hasta el borde.
– Muy chico -dijo Saldías-. Nadie va a entrar.
– No creas -dijo Croce-. A ver. -Y se volvió a asomar. Abajo se veía una luz tenue entre las telarañas y un piso de baldosas ajedrezadas al fondo.
– Vamos -dijo Croce-. Vení.
Bajaron por el ascensor hasta el subsuelo y luego por una escalera hasta un pasillo azul que llevaba a los sótanos. Ahí estaban las viejas cocinas ya clausuradas y la caldera. En un costado se abría una puerta que daba a una especie de desván con paredes de azulejos y una vieja heladera vacía. Al final del pasillo, en un recodo, atrás de una reja, estaba la centralita del teléfono. Del otro lado, una puerta de hierro medio abierta conectaba con el depósito de objetos perdidos y muebles viejos. El cuarto era amplio y alto, con un piso de baldosas negras y blancas; en la pared de atrás, una ventana, cerrada con una persiana de dos hojas, daba al montacargas que subía entre cables a los pisos superiores.
En el depósito, amontonados sin orden, estaban los restos del pasado de la vida en el hotel. Baúles, canastas de mimbre, valijas, recados, lienzos enrollados, marcos vacíos, relojes de pared, un almanaque de 1962 de la fábrica de los Belladona, un pizarrón, un jaulón para pájaros, máscaras de esgrima, una bicicleta sin la rueda delantera, lámparas, faroles, urnas electorales, una estatua de la Virgen María sin cabeza, un Cristo que seguía con la mirada, colchones arrollados, una máquina de cardar lana.
No había nada que llamara la atención. Salvo un billete de cincuenta dólares tirado en el piso en un costado.
Raro. Un billete nuevo. Croce lo guardó en un sobre transparente con las otras evidencias. Miró la fecha de emisión. Billete. Serie 1970.
– ¿Y de quién es?
– De cualquiera -dijo Croce. Miró el billete de un lado y del otro como si buscara identificar al que se le había caído. ¿Sin querer? Pagaron algo y se les cayó. Quizá. Vio en el billete la cara del general Grant: the butcher , el borracho, un héroe, un criminal, inventó la táctica de la tierra arrasada, iba con el ejército del Norte y quemaba las ciudades, los sembrados, sólo entraba en batalla cuando tenía una superioridad de cinco a uno, después fusilaba a todos los prisioneros-. Ulysses Grant, el carnicero: mirá dónde terminó, en un billete tirado en el piso de un hotelito de morondanga. -Se quedó pensando con el sobre transparente en la mano. Se lo mostró a Saldías como si fuera un mapa-. ¿Ves? Ahora entiendo, m’hijo… Mejor dicho, me parece que ya sé lo que pasa. Vinieron a robarlo, bajaron por el montacargas, se dividieron la plata. ¿O la guardaron? Se les cayó el billete en el apuro.
– ¿Bajaron? -dijo Saldías.
– O subieron -dijo Croce.
Croce volvió a asomarse al hueco del montacargas.
– A lo mejor sólo mandaron la plata y alguien la esperaba abajo.
Salieron por el pasillo azul; al costado, detrás de una mampara de vidrio y una reja, en el entrepiso, en una especie de celda, estaba la centralita telefónica.
Entrevistaron a la telefonista del hotel, la señorita Coca. Flaquita, pecosa, sabía todo de todos Coca Castro, era la persona mejor enterada de la región, la invitaban todo el tiempo a las casas para que contara lo que sabía. Se hacía rogar. Pero al final siempre iba con sus noticias y sus novedades. ¡Por eso se había quedado soltera! Sabía tanto que ningún hombre se le animaba. Una mujer que sabe asusta a los hombres, según decía Croce. Salía con los comisionistas y los viajantes y era muy amiga de las chicas jóvenes del pueblo.
Le preguntaron si había visto algo, si había visto entrar o salir a alguien. Pero no había visto a nadie ese día. Después buscaron datos sobre Durán.
– La treinta y tres es una de las tres piezas del hotel que tiene teléfono -aclaró la telefonista-. La pidió especialmente el señor Durán.
– ¿Con quién hablaba?
– Pocas llamadas. Varias en inglés. Siempre desde Trenton, en Nueva Jersey, Estados Unidos. Pero yo no escucho las conversaciones de los huéspedes.
– Pero hoy cuando no contestaba, ¿quién llamó?, hacia las dos de la tarde. ¿Quién era?
– Una llamada local. De la fábrica.
– ¿Era Luca Belladona?
– No sé, no aclaró. Pero era un hombre. Pidió con Durán, pero no sabía el número de habitación. Cuando no contestaron, me pidió que insistiera. Se quedó esperando, pero nadie lo atendió.
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