Pareció nomás que había venido a comprar caballos y todos en el lugar -los rematadores de ganado, los consignatarios, los criadores y los estancieros- se interesaron pensando que podían sacar ventaja y los rumores se movían de un lado a otro como una manga de langostas.
– Tardamos -dijo Madariaga- en confirmar su historia con las hermanas Belladona.
Durán se había instalado en el hotel, en una pieza del tercer piso, la que daba a la plaza, y había pedido que le pusieran una radio (no un televisor, una radio) y preguntó si por la zona podía conseguir ron y frijoles, pero se acostumbró enseguida a la comida criolla que servían en el restaurante y a la ginebra Llave que le subían al cuarto a las cinco de la tarde.
Hablaba un español arcaico, lleno de modismos inesperados (chévere, cuál es la vaina, estoy en la brega) y de frases o palabras deslumbrantes en inglés o en español antiguo (obstinacy, winner, embeleco) . A veces no se entendían las palabras o la construcción de las frases, pero su lenguaje era cálido y sereno. Y además pagaba copas a quien quisiera escucharlo. Ése fue su momento de mayor prestigio. Y así empezó a circular, a darse a conocer, a frecuentar los ambientes más variados y a hacerse amigo de los muchachos del pueblo fuera cual fuera su condición.
Estaba lleno de historias y de anécdotas sobre aquel raro mundo exterior que los de la zona sólo habían visto en el cine o en la tele. Venía de Nueva York, de una ciudad donde todas las ridículas jerarquías de un pueblo de la provincia de Buenos Aires no existían o no eran tan visibles. Parecía siempre contento y todos los que hablaban con él o se lo cruzaban por la calle se sentían importantes por el modo que tenía de escucharlos y de darles la razón. Así que a la semana de estar en el pueblo ya había establecido una corriente de calidez y simpatía y llegó a ser popular y conocido aun entre los hombres que nunca lo habían visto. [3]
Porque se dedicó a convencer a los hombres, las mujeres siempre estuvieron de su lado y hablaban de él en los baños de damas de la confitería y en los salones del Club Social y en las interminables conversaciones telefónicas en los atardeceres de verano, y ellas fueron, desde luego, las que empezaron a decir que en realidad había venido por las hermanas Belladona.
Hasta que al fin, una tarde, lo vieron entrar, divertido y charlando, con una de las dos hermanas, con Ada, dicen, en el bar del Plaza. Se sentaron a una mesa en un rincón alejado y se pasaron la tarde hablando y riendo en voz baja. Fue una explosión, un alarde de alegría y de malicia. Esa noche mismo empezaron los comentarios en voz baja y las versiones subidas de tono.
Dijeron también que los habían visto entrar al fin de la noche en la posada de la ruta que iba a Rauch e incluso que lo recibían en una casita que las chicas tenían lejos del pueblo, en las inmediaciones de la fábrica cerrada que se alzaba como un monumento abandonado a unos diez kilómetros del pueblo.
Pero fueron habladurías, decires provincianos, versiones que sólo lograron hacer crecer su prestigio (y también el de las chicas).
Desde luego, como siempre, las hermanas Belladona habían sido las adelantadas, las precursoras de todo lo interesante que pasaba en el pueblo: habían sido las primeras en usar minifaldas, las primeras en no ponerse soutien , las primeras en fumar marihuana y tomar píldoras anticonceptivas. Como si las hermanas hubieran pensado que Durán era el hombre indicado para completar su educación. Una historia de iniciación, entonces, como en las novelas donde jóvenes arribistas conquistan a las duquesas frígidas. Ellas no eran frígidas ni eran duquesas pero él sí era un joven arribista, un Julien Sorel del Caribe, como dijo, erudito, Nelson Bravo, el redactor de Sociales del diario local.
Lo cierto es que fue en esa época cuando los hombres pasaron de observarlo con simpatía distante a tratarlo con ciega admiración y envidia bien intencionada.
– Venía con una de las hermanas muy tranquilo a tomarse una copita aquí porque al principio no lo dejaron (dicen) entrar en el Club Social. Los copetudos son de lo peor, quieren todo a escondidas. La gente sencilla, en cambio, es más liberal -dijo Madariaga, usando la palabra en su viejo sentido-. Si hacen algo, lo hacen a la luz del día. ¿O no convivió don Cosme con su hermana Margarita más de un año? ¿O no vivieron los dos hermanos Jáuregui con una mujer que habían sacado de un prostíbulo de Lobos? ¿O el viejo Andrade no se enredó con una criatura de quince años que estaba pupila en un convento de las monjas carmelitas?
– Seguro -dijo un paisano.
– Claro que si Durán hubiera sido un yanqui rubio, todo habría sido distinto -dijo Madariaga.
– Seguro -dijo el paisano.
– A Seguro lo llevaron preso -dijo Bravo, sentado al fondo, cerca de la ventana, mientras disolvía una cucharada de bicarbonato en un vaso de soda porque sufría acidez y estaba siempre amargado.
A Durán le gustaba la vida de hotel y se acostumbró a vivir de noche. Se paseaba por los pasillos vacíos mientras todos dormían; a veces conversaba con el conserje del turno de noche, que andaba a toda hora tanteando puertas y dormitaba en los sillones de cuero de la sala grande. Conversar es un decir, porque el conserje era un japonés que sonreía y decía que sí a todo, como si no entendiera el idioma. Era chiquito y pálido, engominado, vestido de traje y pajarita, muy servicial. Venía del campo, donde sus parientes tenían un vivero, y se llamaba Yoshio Dazai, [4] pero todos en el hotel le decían el Japo. Parece que Yoshio fue para Durán la fuente principal de información. Fue él quien le contó la historia del pueblo y la verdadera historia de la fábrica abandonada de los Belladona. Muchos se preguntaban cómo había terminado el japonés viviendo de noche como un gato, alumbrando el tablero de las llaves con una linternita, mientras la familia cultivaba flores en una quinta de las afueras. Era amable y delicado, muy formal y muy amanerado. Silencioso, de mansos ojos rasgados, todos pensaban que el japonés se empolvaba el cutis y que tenía la debilidad de ponerse un poco de colorete, apenas un velo, en las mejillas, y que se sentía muy orgulloso de su pelo renegrido y lacio, que él mismo llamaba Ala de cuervo . Yoshio se aficionó o quedó tan deslumbrado por Durán que lo seguía a todos lados y parecía su mucamo personal.
A veces a la madrugada los dos bajaban a la calle, cruzaban entre los árboles y atravesaban el pueblo caminando por el medio de la calle hasta la estación; se sentaban en un banco, en el andén desierto, y miraban pasar el rápido de la madrugada. El tren no paraba nunca, pasaba como una luz por el pueblo y seguía para el sur hacia la Patagonia. Yoshio y Durán veían la cara de los pasajeros, recostados contra el vidrio iluminado de las ventanillas, como muertos en el cristal de la morgue.
Y fue Yoshio quien, un mediodía de principios de febrero, le entregó el sobre de las hermanas Belladona con la invitación a visitar la casa familiar. Le habían dibujado un plano en una hoja de cuaderno y con un círculo rojo le marcaron la ubicación de la mansión en la loma. Parece que lo invitaban a conocer al padre.
La casona de la familia estaba sobre la barranca, en la parte vieja del pueblo, en lo alto de las lomas desde las que se ven los montes, la laguna y la llanura gris e interminable. Durán se vistió con un traje blanco de lino y zapatos combinados, y a media tarde cruzó el pueblo y subió por el camino del alto hacia la casa.
Y lo hicieron entrar por la puerta de servicio.
Fue un error de la mucama, lo vio mulato y pensó que era un peón disfrazado…
Pasó por la cocina y luego de cruzar el cuarto de planchar y las piezas de los sirvientes llegó al salón que daba al parque donde lo esperaba el viejo Belladona, flaco y oscuro como un mono embalsamado, las piernas chuecas, los ojos achinados. Muy bien educado, Durán hizo las inclinaciones de rigor y se acercó a saludar al Viejo, con las formas de respeto que se usan habitualmente en el Caribe español. Pero eso no funciona en la provincia de Buenos Aires, porque aquí son los sirvientes quienes tratan de ese modo a los señores, ellos (decía Croce) son los únicos que mantienen las maneras aristocráticas de la colonia española que ya se han perdido en todos lados. Y eran los señores quienes le enseñaban a los criados los modales que ellos habían abandonado, como si hubieran depositado en esos hombres oscuros las maneras que ya no necesitaban.
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