Después de un tiempo en el casino, Durán amplió su horizonte conquistando mujeres. Había desarrollado un sexto sentido para adivinar la riqueza de las damas y diferenciarlas de las aventureras que estaban ahí para cazar algún pajarito con plata. Pequeños detalles atraían su atención, cierta cautela al apostar, la mirada deliberadamente distraída, cierto descuido en el modo de vestir y un uso del lenguaje que asociaba de inmediato con la abundancia. Cuanto más dinero, más lacónicas, era su conclusión. Tenía clase y habilidad para seducirlas. Siempre las contradecía y las toreaba, pero a la vez las trataba con una caballerosidad colonial que había aprendido de sus abuelos de España. Hasta que una noche de principios de diciembre de 1971 en Atlantic City conoció a las mellizas argentinas.
Las hermanas Belladona eran hijas y nietas de los fundadores del pueblo, inmigrantes que habían hecho su fortuna cuando terminó la guerra contra el indio y tenían campos por la zona de Carhué. Su abuelo, el coronel Bruno Belladona, había llegado con el ferrocarril y había comprado tierras que ahora administraba una firma norteamericana, y su padre, el ingeniero Cayetano Belladona, vivía retirado en la casona de la familia, aquejado de una extraña enfermedad que le impedía salir pero no controlar la política del pueblo y del partido. Era un hombre desdichado que sólo sentía devoción por sus dos hijas mujeres (Ada y Sofía) y que había tenido un conflicto grave con sus dos hijos varones (Lucio y Luca), a los que había borrado de su vida como si nunca hubieran existido. La diferencia de los sexos era la clave de todas las tragedias, pensaba el viejo Belladona cuando estaba borracho. Las mujeres y los hombres son especies distintas, como los gatos y los caranchos, ¿a quién se le ocurre hacerlos convivir? Los varones quieren matarte y matarse entre ellos y las mujeres quieren meterse en tu cama o, en su defecto, meterse juntas en cualquier catre a la hora de la siesta, deliraba un poco el viejo Belladona.
Se había casado dos veces y había tenido a las mellizas con su segunda mujer, Matilde Ibarguren, una pituca de Venado Tuerto más loca que una campana, y a los varones con una irlandesa de pelo colorado y ojos verdes que no soportó la vida en el campo y se escapó primero a Rosario y después a Dublín. Lo raro es que los varones habían heredado el carácter desquiciado de su madrastra mientras que las chicas eran iguales a la irlandesa, pelirrojas y alegres que iluminaban el aire en cuanto aparecían. Destinos cruzados, lo llamaba Croce, los hijos heredan las tragedias cruzadas de sus padres. Y el escribiente Saldías anotaba con cuidado las observaciones del comisario, tratando de aprender los usos y costumbres de su nuevo destino. Recién trasladado al pueblo por pedido de la fiscalía, que buscaba controlar al comisario demasiado rebelde, Saldías admiraba a Croce como si fuera el mayor pesquisa [2]de la historia argentina y recibía con seriedad todo lo que le decía el comisario, que a veces, en broma, lo llamaba directamente Watson.
De todos modos, las historias de Ada y Sofía por un lado y de Lucio y Luca por el otro se mantuvieron alejadas durante años, como si formaran parte de tribus distintas, y sólo se unieron cuando apareció muerto Tony Durán. Había habido una transa de dinero y parece que el viejo Belladona tuvo algo que ver con un traslado de fondos. El viejo iba una vez por mes a Quequén a vigilar los embarques de granos que exportaba y por los que recibía una compensación en dólares que el Estado le pagaba con el pretexto de mantener estables los precios internos. A sus hijas les enseñó su propio código moral y las dejó que hicieran lo que quisieran y las crió como si ellas fueran sus únicos hijos varones.
Desde chicas las hermanas Belladona fueron rebeldes, fueron audaces, competían todo el tiempo una contra la otra, con obstinación y alegría, no para diferenciarse, sino para agudizar la simetría y saber hasta dónde realmente eran iguales. Salían a caballo a vizcachear de noche, en invierno, en el campo escarchado; se metían en los cangrejales de la barranca; se bañaban desnudas en la laguna brava que le daba nombre al pueblo y cazaban patos con la escopeta de dos caños que su padre les había comprado cuando cumplieron trece años. Estaban, como se dice, muy desarrolladas para su edad, así que nadie se asombró cuando -casi de un día para el otro- dejaron de cazar y de andar a caballo y de jugar al fútbol con los peones y se volvieron dos señoritas de sociedad que se mandaban a hacer la ropa idéntica en una tienda inglesa de la Capital. Al tiempo se fueron a estudiar Agronomía a La Plata, por voluntad del padre, que quería verlas pronto a cargo de los campos. Se decía que estaban siempre juntas, que aprobaban con facilidad los exámenes porque conocían el campo mejor que sus maestros, que se intercambiaban los novios y que le escribían cartas a su madre para recomendarle libros y pedirle plata.
En ese entonces el padre sufrió el accidente que lo dejó medio paralítico y ellas abandonaron los estudios y volvieron a vivir al pueblo. Las versiones de lo que le había pasado al viejo eran variadas: que lo había volteado el caballo cuando lo sorprendió una manga de langostas que venía del norte y estuvo toda la noche tirado en medio del campo, con las patas tipo serrucho de los bichos en la cara y en las manos; que le había dado un ataque cuando estaba echándose un polvo con una paraguaya en el prostíbulo de la Bizca y que la chica le salvó la vida porque, casi sin darse cuenta, le siguió haciendo respiración boca a boca; o también -según decían- porque una tarde descubrió que alguien muy cercano -no quiso pensar que fuera uno de sus hijos varones- lo estaba envenenando con pequeñas dosis de un líquido para matar garrapatas mezclado en el whisky que tomaban al caer la tarde en la galería florecida de la casa. Parece que cuando se dieron cuenta el veneno ya había hecho parte del trabajo y al poco tiempo ya no pudo caminar. Lo cierto es que pronto se los dejó de ver por el pueblo (a las hermanas y al padre). A él porque se metió en la casa y casi no salía, y a ellas porque, luego de cuidarlo un par de meses, se aburrieron de estar encerradas y decidieron irse de viaje al extranjero.
A diferencia de todas sus amigas, no se fueron a Europa sino a Norteamérica. Estuvieron un tiempo en California y luego cruzaron en tren el continente en un viaje de varias semanas con paradas largas en ciudades intermedias, hasta que al principio del invierno del Norte llegaron al Este. En el viaje se dedicaron sobre todo a jugar en los casinos de los grandes hoteles y a darse la gran vida, haciendo el numerito de las herederas sudamericanas en busca de aventuras en la tierra de los advenedizos y los nuevos ricos del mundo.
Ésas eran las noticias de las hermanas Belladona que llegaban al pueblo. Las novedades venían con el tren correo de la noche que dejaba la correspondencia en grandes bolsas de lona tiradas en el andén de la estación -y era Sosa, el encargado de la estafeta, quien reconstruía el itinerario de las muchachas según el matasellos que venía en los sobres dirigidos a su padre- y se completaban con el relato detallado de los viajantes y comisionistas que se acercaban a las tertulias del bar del hotel a contar lo que se rumoreaba sobre las mellizas entre sus condiscípulas de La Plata, frente a las que -según parece- ellas alardeaban -desde la lejanía, por teléfono- sobre sus conquistas y sus hallazgos norteamericanos.
Hasta que a fines de 1971 las hermanas llegaron a la zona de Nueva York y poco después en un casino de Atlantic City conocieron al agradable joven cetrino de origen incierto que hablaba un español que parecía salido del doblaje de una serie de televisión. Al principio, Tony Durán frecuentó a las dos pensando que eran una sola. Ése era un sistema de diversión que las hermanas practicaban desde siempre. Era como tener un doble que hiciera las tareas desagradables (y las agradables) y así se turnaron en todas las cosas de la vida, y de hecho -se decía en el pueblo- hicieron la mitad de la escuela, la mitad del catecismo y hasta la mitad de la iniciación sexual. Siempre estaban sorteando quién de las dos iba a hacer lo que tenían que hacer. ¿Sos vos o tu hermana? era la pregunta más repetida en el pueblo cada vez que aparecía una de ellas en un baile o en el comedor del Club Social. Muchas veces su madre, doña Matilde, tenía que atestiguar que una de ellas era Sofía y la otra Ada. O al revés. Porque su madre era la única capaz de identificarlas. Por el modo de respirar, decía.
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