– ¡Como tú!
– Yo he nacido en Bagdad, ¿no lo sabías?
– Se te nota.
– ¿Cómo? No te quiero sacar la partida nacimiento, porque está en árabe y no te ibas a enterar.
– Me basta con tu palabra, chico.
Se habían sentado todos en una mesa grande, a la izquierda de la puerta que salía del pasillo, bajo el muro maestro de la casa. El de los dientes bonitos estaba de pie, junto al que daba cuerda a la gramola.
– ¡Esa música!
– Un poco de paciencia. Alicia preguntó:
– ¿Qué placas son las que tenéis?
– Unas del año la pera.
– Para bailar ya valen – dijo Samuel -. Hasta una samba tenemos.
– Me gusta.
– Y un tango de Gardel: «El lobo de mar».
– ¡Pues ése sí que es nuevo! – se reía Fernando.
La rubia de Samuel se recostaba para atrás, apoyando los codos en el alféizar de una ventana que había a sus espaldas; se le marcaba el pecho hacia delante. Tenía una blusa encarnada.
– Ponte de otra manera – le decía Manuel.
– ¿Por qué?
– Baja la silla, la vas a partir.
– ¿Quién tiene las agujas?
– ¡ Tú!
Se tocó los bolsillos por fuera y las oyó sonar.
– Tenías razón. ¿Cuál ponemos?
– ¿ Funciona ya? Pues venga la rumba.
– El primero que salga – dijo Ricardo, y metía la mano en el macuto-. Este mismo.
– ¿A ver cuál es?
– No. Sorpresa.
Los otros cinco madrileños que habían entrado a media tarde ocupaban una mesa enfrente, junto al gallinero. Petra miraba su reloj.
– Pero estos crios, estos crios… Va siendo hora. Sergio había vuelto su silla hacia el centro del jardín, para mirar el baile.
– Ya volverán.
– ¡Y el otro!; ahí estará tan fresco apestándose de vino…
– Hay que encender la lumbre y hacer la cena – decía Felisita, apoyando a su madre, con tono de juiciosa.
– ¡Como si no! ¡No se acuerdan de nada! – dijo Petra. Los cuatro miraban hacia la gramola y el grupo de Miguel y Zacarías.
– Deja vivir a tu familia, mujer.
Una raya de sol que había lucido en los ladrillos de un trozo de tapia sin enredadera, entre la mesa de los Ocaña y la de la pandilla de los cinco, se había ido adelgazando hasta perderse, y ahora quedaba en sombra todo el jardín. Apareció la cabeza de Juanito por encima del muro. Sonó la música.
– ¡Queo, mamá! ¡ Mírame, mamaíta!
Sonaba en la gramola el pasodoble de las Islas Canarias.
– ¡Pero, Juanito…! ¡Bájate de ahí inmediatamente! ¡Y ya estáis volviendo ahora mismo los tres para acá! ¡Pero volando!
La cara de Juanito se ocultó.
– ¡Señor, qué barbaridad, qué chicos éstos!
Salía una de luto a bailar con Ricardo. Fernando se reía con Mariyayo, en el rincón; ella mostraba los múltiples recursos de sus ojos chinescos.
– ¡Qué chávala! – decía Fernando -. Tienes unos ojos, hija mía, que son una película cada uno. Un programa doble, y además de sesión continua. ¿Bailamos?
Mariyayo asentía riendo.
– Déjanos paso, tú.
Zacarías apartó la silla, y los otros salieron por detrás, restregando sus espaldas contra el follaje de la madreselva. Apareció Mauricio con el vino.
– Ponga usted aquí, haga el favor.
– Vaya – dijo Mauricio-, esta vez sí que han venido bien preparados.
Cogía de la bandeja los vasos, cuatro a cuatro, con los dedos, y los dejaba encima de la mesa.
– ¿Lo dice usted?
– El aparato – levantó la barbilla, señalando hacia la gramola.
– Ah, ya – contestó Samuel-. Diga, ¿lleva usted algo por bailar aquí?
Mauricio lo miró, con la bandeja colgando de la mano, ya casi vuelto hacia la entrada de la casa.
– ¿Llevar…? – les decía -. ¡Vamos! ¿Qué quieren que les lleve? ¿El polvo que me desgastan arrastrando los pies? ¡No sería mal negocio, mira tú!
Se metió hacia la casa.
– Pues no era una pregunta tan absurda – dijo Samuel, mirando hacia los otros-. Si vas a ver…
– Desde luego.
Se le oía reír a Mariyayo en el centro del jardín. Miguel se había llenado un vaso y lo apuró de un sorbo y salía con su novia a bailar. El amo de la gramola continuaba de pie junto a la silla.
– Deja ya eso, Lucas – le dijo una de las chicas -. Ya marcha sólito.
Él levantó la cabeza y se acercó. Zacarías llenaba con cuidado los vasos.
– ¿Qué? ¿No te fías del armatoste? – dijo.
– Hay veces que se para. Juani, ¿quieres bailar?
– No debe quedar mucho. Pero bueno, saldré.
Samuel y la rubia habían cruzado los brazos, el uno por la espalda del otro, y se mecían en sus sillas. La chica murmuraba el pasodoble, acompañando a la gramola. Mariyayo volvía a reír. Zacarías le dio a Mely con el codo.
– Ahí tienes – señalaba hacia el baile con su afilada barbilla -, ya me quitaron la pareja que traía yo hoy.
– ¿La Mariyayo? Asintió.
– Te la has dejado quitar – dijo Mely-. ¿Te importa? Zacarías apuraba su vaso.
– Prefiero la suplente.
– ¿Qué suplente?
Zacarías se recostaba de nuevo con la silla y hundía la nuca entre las madreselvas.
– Vas a tirar la silla y te vas a caer, Zacarías. Di, ¿qué suplente?
– Pues tú, ¿cuál va a ser?
– ¿Yo? – se volvía hacia él-. ¡Vaya, hijo! Pues ahora me entero. ¿Y si vuelve?
El otro sonreía, poniéndose las manos por detrás de la nuca.
– Perdió la colocación.
Atravesaron los niños de Ocaña por entremedias de los que bailaban. Juanito tropezó con Mariyayo.
– ¡Pero, niño…!
– Podías dar un rodeo, en vez de estar molestando a las personas – los reñía su madre – Venir, venir acá. ¡Qué caras!
Cogió a Petrita y le sonó los mocos. Luego mojaba el pañuelo con saliva y le frotaba la cara con él. La niña se quejaba, porque lo hacía muy fuerte. Al fin la madre le enseñó la parte ennegrecida en el pañuelo blanco:
– ¡Mira!, ¿lo ves?
Cuando pasaban junto a la gramola, Fernando y Mariyayo habían dejado un momento de bailar, y él alargó la mano y retrasó la aguja, casi otra vez al comienzo del disco. Lucas miró en seguida, al oír el sobresalto de la música.
– ¡Deja eso, tú! ¡No le andes!
– ¿Pues y qué pasa? ¿Es que hace falta un técnico? Lucas había acudido junto a la gramola.
– Es delicado. Se chafa por menos de un pitillo. Observó unos instantes la marcha del gramófono y volvieron a bailar. Fernando le decía a Mariyayo.
– Así nos cunde más, ¿no te parece? Y bailamos el doble con la misma pieza.
– ¿Y te crees que por eso no corre el tiempo igual? Petra decía:
– ¿Qué hace vuestro padre?
– Está con unos allí.
– Porque si dice que no tiene los faros de cruce en condiciones, sería conveniente llegar a Madrid con luz de día, no siendo nos arreen una multa los del casco de material, que ya sería lo que faltaba.
Vio a Mauricio junto a la mesa de los cinco; les había venido a traer otra botella.
– ¡Oiga, Mauricio! Mi marido está ahí con ustedes, ¿no es eso?
– ¿Felipe? Ahí adentro en el mostrador. No se ha movido.
– Sí, porque va usted a decirle de mi parte, si me hace usted el favor, que a ver qué es lo que hace, si se va dando cuenta de la hora que es.
– ¿Ya quieren escaparse?
Fernando recogía un vaso de vino al pasar por la mesa, sin dejar de bailar.
– ¡Viejos! – gritó a los que estaban sentados.
– ¡Deja que salga la rumba!, ¡verás tú! – replicaba Samuel-. Éste no me conoce a mí bailando, ¿eh, Zacar? ¿Te acuerdas en las Palmeras, hace dos inviernos?
– ¿Ibais a las Palmeras? – dijo Mely.
– Con este pájaro. Cuatro o cinco veces iríamos.
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