Rafael Ferlosio - El Jarama

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Rafael Sánchez Ferlosio es un escritor español, novelista, ensayista, gramático y lingüista, perteneciente a la denominada generación de los años 50, galardonado, entre muchos otros, con los premios Cervantes en 2004 y Nacional de las Letras Españolas en 2009.
“El Jarama”, publicado en 1955, por el que recibió el prestigioso Premio Nadal, inagura una nueva época de la narrativa española de posguerra, incorporando a una historia de apariencia realista una técnica absolutamente realista. Once amigos madrileños deciden pasar un caluroso domingo de agosto a orillas del Jarama. A partir de ahí la acción se desarrolla simultáneamente en la taberna de Mauricio, un lugar donde los habituales parroquianos beben, discuten y juegan a las cartas, y en una arboleda a orillas del río en la que se instalan los excursionistas. Durante dieciséis horas se suceden los baños, los escozores provocados por el sol, las paellas, los primeros escarceos eróticos y el resquemor ante el tiempo que huye haciendo inminente la amenaza del lunes. Al acabar el día, un acontecimiento inesperado colma la jornada de honda poesía y dota a la novela de una extraña grandeza…

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– Me voy un rato con Mauricio.

Pasó por la cocina. Se detuvo. Puso las manos en las jambas de la puerta. Estaban la hija y la mujer de Mauricio. Les dijo:

– Voy allí un rato a ver a su marido, qué me cuenta de nuevo.

Me parece muy bien. Él, ahora, ocupado con la parroquia. Por su gusto se estaría toda la tarde ahí con ustedes en el jardín.

– Ya, si por eso voy. Si la montaña no viene a Mahoma, pues eso. Hasta ahora.

Manolo se había marchado sin detenerse en el local y saludando apenas, de pasada.

– Allí va… – dijo Lucio.

Mauricio se había encogido de hombros:

– Se conoce que ha habido tormenta – sonrió. Luego entraban el Chamarís y los dos carniceros, y Mauricio les preguntaba:

– ¿Qué?, ¿hubo festejo?

– ¿Festejo? ¿Pero de qué?

– Pues con el novio de mi chica, hombre. El carnicero alto ladeaba la cabeza:

– Ah, ¿ya te quieres enterar? Algo parece ser que ha habido. ¿Se marchó?

– Como gato por brasas, salía.

– Sé que ha sido regular.

– ¿Oísteis algo vosotros?

– Oír, nada. Fue una cosa discreta, todo por lo bajinis. Veíamos la cara de él, eso sí, que ya era suficiente.

– Bueno – dijo Mauricio -, pero en resumidas cuentas, ¿qué?

– Hombre, de todo te quieres enterar; no se puede contigo – protestaba riendo el carnicero alto -. Pues, sí, lo mandó a freír monas, según nos ha informado ella. ¿Satisfecho?

Mauricio secaba los vasos:

– Por cursi. ¿Qué tomáis?

Claudio le daba con el codo al otro carnicero y decía, señalando a Mauricio:

– Y se la está gozando, ¡mirarlo así! En vez de disgustarse que su hija haya reñido con el novio que tiene.

– Siempre fue poco partidario – decía el Chamarís -. No era ningún santo de su devoción. A saber cuál será su candidato.

Candidato, ninguno – denegaba Mauricio -. Cualquiera que no sea este industrial, que se me planta en la boca del estómago cada vez que me comparece ante la fachada. Pues mira que también la profesión que practica…

– ¿Y cuál es ella? – preguntaba el chófer.

– ¿Que cuál es? Pues casi no lo digo de la vergüenza que me da: ¡viajante de botones! Representante de una casa de botones de pasta. ¡A cualquiera que se le diga!

Se reían todos.

– Sí, tomárselo a risa. ¡Como para reírse!

– Pon vino, anda. Lo indignado que se pone – dijo Claudio -. Te está amargando la vida o poco menos el fulano.

– ¡Vamos, que no te creas…! – continuaba Mauricio, llenando los vasos -. ¡Viajante de botones! Aquí se me presentó, una tarde, el sujeto, con el muestrario debajo del brazo, que era digno de verse eso también; pues un cacho cartón, una cosa así como ese almanaque que está ahí colgado, y con todos los botoncillos allí muy bien puestos, de todas las formas y tamaños, que había para escoger, había, lo creo. ¡La cosa más ridicula del mundo! De caérsele a uno la cara, si mi hija se me casa con individuo semejante. ¡Vamos, que un hombre ande con eso por la calle…! Señor, con tantas profesiones como hay, bonitas y feas, y me tenía que tocar esto a mí. ¡Vivir para ver…!

Se reían a grandes carcajadas.

– Parece que hay buen humor – interrumpía Felipe Ocaña, entrando.

– Hola, Ocaña, ¿qué pasa?

Le abrían un poco el corro, para dejarle sitio junto al mostrador.

– Están muy bien como están. No se molesten.

– Acerqúese a tomar algo – dijo Lucio.

– Gracias.

Callaron un momento; luego Lucio le abría la conversación:

– ¿Fuma usted? – le ofreció la petaca.

– ¿Qué? – preguntaba Mauricio -. ¿Te has aburrido ya de la familia?

– Bastante. Algo de eso hay.

– Pues mira, aquí te presento a estos señores. O sea, lo más escogido de la parroquia, ¿sabes?, lo mejorcito que alterna por aquí.

Ocaña sonreía azorado.

– Pues mucho gusto; me alegro conocerlos.

– ¿Cómo está usted?

– Muy bien; muchas gracias.

No sabían si darse las manos. Y dijo el chófer de camión:

– Conque a pasarse el domingo en el campo, ¿no es eso? Huyeron de los calores de Madrid.

– Ahí está.

– A ver – continuaba el chófer -. Usted con el cochecito, ya puede desplazarse a donde sea, sin que le salga la broma por un riñon.

– Claro.

– Pues qué bien deben de tirar los coches ésos, con todo lo viejos que son; digo el modelo éste de usted.

– No tengo queja del coche, desde luego. No se le puede pedir más, en doce años que lleva siendo mío.

– ¿Ve usted? ¡Diferencia con el Chevrolet de por esa misma época! ¿Adonde va a parar?

– Toma; como que ese material está ya casi todo retirado. Y del modelo posterior, la mitad por lo menos. Este mío, ya ve usted, todavía circulamos unos pocos. Y eso que ahora ya vienen apretando con los nuevos…

Se habían apartado de los otros. Mauricio interrumpía.

– ¿Qué quieres, tú?

– ¿Eh…? Pues coñac. Oye; y aquí también.,

– No, gracias. Yo estoy con vino.

– ¿No quiere una copita? De verdad.

– Agradecido, pero no. Además, no se crea que me caen muy bien los licores. Pues, dice usted, estos nuevos; ahora lo que pasa es que se fabrica mucho, pero en peor. En bastante peor, ¿eh? Muy bonitos, una línea, el detallito de una guarnición, de una virguería; bien presentado o sea. Pero nada más. De duración… de duración, que es lo que importa al fin y al cabo, de eso nada. Ni pun. Hay que desengañarse. A la postre, no es más que bazofia lo que hoy se fabrica.

– Claro. Pero eso, ¿qué le va usted a hacer? Eso no es más que el criterio de la industria de ahora. Que a las casas les interesa que lo que sale tenga la menos posible duración; que los modelos que sacan a la calle se agoten en equis tiempo, ¿no me comprende? Y así seguir vendiendo cada vez más. Eso se explica fácil.

El Chamarís y los dos carniceros se habían retirado junto a Lucio, dejando a Ocaña con el otro chófer.

– ¿Y el perro? – preguntaba el Chamarís.

– Se salió antes afuera, con la gente menuda. Los chavalines de este señor.

– Si hay niños se pone loco. No atiende a razones.

– Se aburrirá contigo. Mientras que no salga la veda y lo saques de caza otra vez…

Se oían sonar las fichas sobre el mármol. El otro chófer asentía a las palabras de Ocaña; comentaba:

– Hasta que llegue un día en que se compre uno el coche, ¿eh…? Pues nuevecito. Y nada: ponerlo en marcha y a Puerta de Hierro, pongo por caso. Un paseíto corto. Ir y volver y ¡fuera!, a la basura el coche. A la tarde, a la tienda a por otro. Pues bueno, otro caso: nada, que hay que certificar esta carta. Coges tu coche, y a Correos. A la vuelta, lo mismo. Fuera con él. ¡Al cubo! Y así; nada más un servicio y tirarlo. ¿No me comprende? Como una servilleta de papel. Pues lo mismo. Así pasará algún día con los coches, al paso que vamos…

– Sí, sí, no me extrañaría. Desde luego. Pues en cambio este mío, sonando todo él como una tartana, que ya no hay forma de tenerlo callado, de holgura que tiene, ahí está, sin embargo. Y que no es un kilómetro ni dos, los que se lleva corridos.

Ahora el alguacil puso una ficha y miraba sonriendo a los otros, que fueron pasando sucesivamente. La mano volvió a él.

– ¡Míralo qué gracioso! – protestó don Marcial -. Cachondeíto… Si la tienes la pones y no nos hagas dudar y perder el tiempo.

Coca-Coña se divertía:

– Nada, Carmelo. ¡Así! ¡Que rabien!

– Poco noble – decía Schneider -. No burla del adversario. Cosa fea. Muy feo este broma en el juego. No vuelve a hacerlo más.

– No quería molestar, señor Esnáider…

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