– Bueno, y lo mismo que son para el trabajo, pues igual las amistades. La misma cosa tienen. Ya ves tú, que aquí hasta ridículo parece, este hombre que te viene con ofrendas y con regalos todos los días, y eso sólo porque nosotros declaramos a favor en el pleito que tuvo; como era de razón además y sin faltar a la justicia de los hechos para un lado ni para otro, no te vayas a creer, cuando querían quitarle la casa. Que el mejor día se va a pensar la gente por ahí que nos tiene comprados o poco menos.
– Di que eso no es más que el hombre, pues que se debió de creer, como es lógico, que porque está en un país extranjero, iba a tener a todo el mundo en contra suya y a favor de la parte del que es oriundo de aquí. Y al ver que no, que había quien a pesar de todo sacaba la cara por él, pues se ha visto movido al agradecimiento; y es natural que pase así.
– Pero tú no te vayas a creer que yo tenía de antes amistad ninguna con él. Lo conocía, eso sí, de verlo para acá y para allá, que ya son unos cuantos años los que lleva en San Fernando. Pero los buenos días por la mañana y sanseacabó. Otro conocimiento no teníamos. Así que cuando tuve que declarar, lo hice por simple justicia, no creas que por amistad. Lucio miró al ventero fijamente; le dijo:
– Pero tú ya sabías lo de la hija, cuando aquello del pleito. ¿A que ya te lo habían contado?
– ¿Qué? Sí, hombre; si eso hace ya lo menos ocho años que pasó. ¿Por qué sacas eso ahora?
– Por nada. Porque sería lo que acabase de ponerte decididamente del lado del Esnáider, pese a que no te dieras cuenta; según te he oído que hablabas hace un momento.
Mauricio se cogía con los dedos el labio inferior. Reflexionaba; luego dijo:
– ¿Eso es lo que tú piensas? Pues ni siquiera me acordé. Miraba hacia la puerta y añadió:
– Pero tampoco quiero asegurarte una cosa ni la contraria. Vete tú a saber. Cualquiera sabe por qué hacemos las cosas.
Lucio habló lentamente:
– Yo jamás he creído en eso de obrar las personas con arreglo a la mera justicia. Al fin y al cabo no hay más justicia que la que uno lleva dentro – se señalaba el pecho con el índice-; y hasta los que proceden desinteresadamente, date cuenta, hasta ésos, tienen siempre, aunque parezca difícil, algún motivo escondido, de la clase que sea, para inclinarse a obrar de una manera, mejor que de la otra. Mauricio lo miraba; contestó:
– Pero eso sí que no lo podemos saber, ni tú ni yo ni nadie.
– Pues más a mi favor, entonces.
Caminaban aguas abajo, entre los grupos de gente.
– No sé lo que los pasa hoy – dijo Mely -; están más empachosos…
Fernando devolvía de una patada una pelota que vino rodando hasta sus pies. Rebotó contra un árbol; un chaval protestaba: «¡Ahivá; si se descuida me la encuela!» Volvió Fernando junto a Mely.
– Estoy en forma – dijo-. ¿Me decías?
– Nada.
Mely llevaba las manos en los bolsillos de los pantalones. Inspeccionaba los grupos:
– ¿Por dónde andarán esos otros?
– ¿Qué otros?
– Samuel y compañía.
– Ya los verás, mujer. Después nos reunimos todos en el merendero. ¿Qué prisa tienes?
– Ah, no, ninguna.
– ¿Pues entonces?
Llegaron al puntal de la arboleda. Atravesaban el estrecho puertecillo de tablas, salvando el brazo muerto. Era un entrante de agua sucia y quieta, que terminaba un poco más arriba, último resto del ramal que en el invierno corría separando de la tierra firme la isla donde estaba la arboleda. Ahora el ramal se hallaba seco en su mayor parte, de modo que la isla se unía con la tierra, salvo en este último trozo, donde formaba una península, comunicada a su vez por el puentecillo de madera.
– Está poco seguro – dijo Mely, mirando el agua oscura y verdinosa.
Ramas y ramas de arbustos crecían a la otra parte; sombras sucias, con colgajos de fusca y algas y ovas secas, como podridos festones, espuma de detritus vegetales, que habían dejado las crecidas, tiempo atrás. Lo cruzaban aprisa.
– Qué feo está por aquí…
Y de pronto una racha de música y estruendo les salía al camino. Vieron mesas, manteles a cuadros blancos y rojos, a la sombra del árbol inmenso, el rebullir de la gente sentada, el chocar de los vasos y los botellines, bajo la radio a toda voz. La explanada era un cuadrilátero, limitado cara al río por el malecón de las compuertas y encerrado. por el ribazo y el ángulo que formaban las fachadas de las casetas de los merenderos, dispuestas en L, con sus paredes blancas, sus emparrados y sus letreros de añil. Había geranios. Mirando arriba, el árbol grande hacía como una cúpula verde, que todo lo amparaba. Se veían las ruedas dentadas de las compuertas, al extremo del malecón, y el agua honda, de color naranja, formaba remolinos, lamía y palpaba el zócalo de cemento que violentaba la corriente, encañonándola hacia el estrecho desagüe, donde rugía al liberarse de nuevo, saliendo de la presa. Pasaron a lo largo del malecón, bordeando las mesas, y algunos miraron a Mely y la seguían con los ojos. Mely se detenía en las compuertas y miró hacia las personas que todavía se tumbaban al sol sobre el plano inclinado de cemento, a la caída del dique.
– ¿Lo ves? – preguntaba Fernando.
Mely no contestó; dejaba de mirar y reemprendió la marcha. El agua liberada se desparramaba de nuevo, pasada la compuerta, y el río volvía a sus islotes rojos, apenas salpicados de verde. Bordearon un trecho el canalillo que aprovechaba el agua del embalse y se desviaba hacia la derecha, y dejaban a sus espaldas el fragor de la compuerta, las voces y la música. Aquí la ribera era un llano, a nivel con el río, igual que la de enfrente.
– ¡Qué emocionante! – dijo Mely-. Está bonito por aquí.
A la derecha, una hilera de chopos bordeaba el canalillo y se apartaba tierra adentro con él. Había menos gente; casi sólo unos grupos desperdigados de chavales, que andaban tirando piedras junto al agua, cazando o pescando quién sabe qué. Al fondo se divisaban los altos negrillos que ceñían las huertas; a la derecha, arriba, tapias y casas de San Fernando. Ahora vinieron claras por la pradera las notas de Síboney. Mely se puso a bailar en el medio del llano; cantaba:
– … aaal arrullo deeé la palma, pienso en ti…
– ¡Qué loca estás! Miró a Fernando:
– Chico, es que se le van a una los pies. – ¡Qué locaza! – le repitió.
Mely reía. Miraron hacia el lugar de donde venía la música. Era otro merendero, aislado en el centro de aquella explanada, como a unos cien metros del río. Enseñaba un letrero muy grande: gran merendero de nueva york, decía en letras negras que escurrían un poco su pintura. Parecía una caseta de pescadores o huertanos. Había muy poca gente en las mesas de fuera. Mely volvió a bailar:
– … Siboney, yooó te quiero, yooó me muero, por tu amooór…
Había un ventanuco de tablas viejas, con una mancha de humo encima, sobre lo blanco del lucido. Ya empezaban los chopos a estirar sus largas sombras hacia el Levante, pero aún el sol en lo alto giraba vertiginosamente sobre sí. Recalentaba la lana sucia de los eriales, las escurridas grupas de las lomas. Alguien lo hacía destellar un instante en el cinc de un cubo nuevo y en una racha de agua que fue a desparramarse contra el polvo; alguien lo hizo teñirse en lo rojo de un vaso levantado y apurado de pronto; alguien lo tuvo todavía en su pelo, en su espalda, en sus pendientes, como una mano mágica. Zumbaba sobre la tierra sordamente, como un enjambre legendario, con un denso, cansado, innumerable bordoneo de persistentes vibraciones de luz, sobre lo limpio y lo sucio, sobre lo nuevo y lo viejo, opacamente. Vieron siete cipreses que rebasaban una tapia amarillenta.
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